Mar 27.01.2015

SOCIEDAD  › EL TERMóMETRO MARCó 36 GRADOS Y LOS PORTEñOS NO LE CREYERON

Un día para bajar calorías

Ayer, el microcentro en las horas del mediodía, las de más calor, fue un hervidero. La gente daba vueltas por los negocios con el solo objeto de recibir una bocanada de aire acondicionado y seguir. Las heladerías estuvieron en su momento de fama.

–Me queman los pies, no quiero comprar más –dice la nena, haciendo mohínes y visiblemente transpirada.

–Dale, Sofía, vamos –insiste la madre.

–Dale, así nos compran helado –acompaña el hermanito mayor.

A Sofía la llevan entre su mamá y su hermano mayor, uno de cada mano. Ella, en el medio, decide colgarse poniéndose en cuclillas, mientras la levantan y les dice un poco enojada que no tiene pies, que es un fantasma que se murió de calor.

En el cruce de Florida y avenida Corrientes, las personas esperan impacientes que el semáforo cambie. Estar bajo el sol se hace difícil de soportar por más que sean unos minutos. Enfrente, la perspectiva es más alentadora. Los que se van de Florida, en cambio, aprovechan la última brisa en la sombra antes de pasar al lado del sol.

Una vez emprendido el camino por la peatonal, el marcador que dice 36 grados es burlado por los alientos helados que exhalan los locales de la cuadra. Dan un respiro e invitan a pasar y tomar un descanso del tedio, mirando un poco que se ofrece. Aunque salir del local refrigerado para volver al calor de la calle puede ser una tarea difícil.

Dentro de un local de electrodomésticos, un hombre da vueltas alrededor de un aire acondicionado mientras disfruta de sus efectos. Lo explora y lo compara con los de al lado, pero sin hacer preguntas. No tiene apuro por salir del lugar. La situación se replica en una tienda de ropa, donde una chica entra y se detiene varios minutos frente a una misma prenda y de pura casualidad debajo del ventarrón salvador del aire acondicionado. Al final no elige nada, y se va recuperada.

La gente que empieza el retorno a sus casas habla por celular y comenta el calor que pasó hasta llegar a la oficina. Rodillas nudosas, pies con pedicuría y también pies desprolijos asoman a través de las vestimentas más livianas. Si el traje es el uniforme de trabajo, ninguno ha quedado cerrado o con corbata. Donde no pueden asomarse las rodillas o los pies, lo hacen los escotes y los brazos.

En el medio de la peatonal, una mujer con cuatro niños y varias botellas con agua se sientan, se mojan entre sí y ríen estruendosamente. A su alrededor las miradas atentas pero adormecidas son de reproche y envidia mezclados con deseo.

Llegar al final de la cuadra es como volver a la realidad: sin aire acondicionado alrededor, sólo queda el pavimento, que parece desprenderse con cada minuto de sol. El aire pesa y pocos peatones esperan a que pasen los autos para atravesar la franja de asfalto.

Los bares sólo parecen vender bebidas frescas y en el interior. Nadie quiere sentarse en mesas externas cuando puede elegir un ambiente climatizado. Sobre Florida, una pareja bebe cerveza y gaseosa; en la mesa de al lado, una chica estudia y se aferra a un licuado rosado, ninguna taza de café.

En los quioscos, los clientes se dirigen directamente a las heladeras de donde extraen botellas y helados. En todas las heladerías de la zona (se supone que no sólo allí) tienen filas de clientes y, en los alrededores, los heladeros circulan en bici con carteles de “palito-bombón helado”.

En la mitad de la cuadra, otra madre se sienta a descansar de la caminata mientras empieza a abrir una bebida. Enfrente de ella, dos niños sedientos con sorbetes le apuntan a la espera de que abra el paso para beber.

–Yo primero, yo primero –gritan y se empujan. La madre se resigna a darles la botella.

Una fina lluvia constante cae sobre los transeúntes. En Florida y Rivadavia, dos adolescentes que llevan en su mano unos helados blancos se preguntan si está lloviendo. Bien podría ser así. La humedad se siente y las nubes se formaron todo el día amenazantes encima de la ciudad.

–Ah, pensé que se había largado; pero era el agua del aire acondicionado, qué asco –concluye una de ellas.

Cuando salen de los locales, algunos parecen haber olvidado que afuera había otra temperatura. Se vuelven a asombrar, resoplan y, resignados, siguen el recorrido de regreso a sus casas.

Para llegar hay que atravesar la calle y subir al colectivo o entrar al subte, que tampoco será una prueba fácil. Las filas son largas. En la espera, las parejas se dan la mano, pero el abrazo no está a la orden del día. Un pibe es rechazado:

–No, Santi, me da calor.

El día parece haberse decidido y las nubes terminan de abrirse. Es más difícil ahora escaparse de los rayos del sol. Pero, por suerte, la noche ya no está tan lejos.

Informe: Fernanda Rezzano.

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