SOCIEDAD
› UN JOVEN DE 17 MATO A LA MADRE DE SU NOVIA E HIRIO A LA CHICA
Una historia trágica en Colegiales
La chica le había pedido que desmintiera su noviazgo ante sus amigos. Hubo una discusión en la que intervino la madre de la chica y el joven extrajo un arma, disparó contra la mujer y contra la chica. Es hijo de un empleado del Ejército y está detenido.
› Por Alejandra Dandan
Pilar Fernández cerró con fuerza la puerta de su casa poco después de las once y media de la noche del miércoles. Había escuchado unos tiros en la casa lindera: “¿Vio, un ruido como el de los cohetes, pero un poco distinto?”. Uno de sus vecinos pasaba por la calle dando la voz de alerta: “Cierren todo –les dijo–, porque parece que hay chorros, al lado”. Al lado no había ladrones. Un salpicado de sangre bañaba la vereda, los escalones y el corredor de la entrada de Olleros 3530. Silvia Aguirre estaba tumbada en el piso del baño, muerta, con cuatro disparos de una nueve milímetros. Otro disparo había quedado hundido en la cabeza de su hija de 15 años. El responsable, un adolescente de 17 años, compañero del colegio León XIII, cuyo padre es parte del staff civil del Ejército y titular de la pistola 9 mm. Según sus compañeros de escuela, la pistola era un regalo del papá.
La historia de los adolescentes de Colegiales se trasformó ayer en el caso del día. Ella es una de las alumnas de tercer año de uno de los colegios católicos de clase media de la zona. Hasta ahora vivía con su mamá y dos hermanas más grandes en la casa de Olleros. El martes a la noche sus dos hermanas no estaban ahí, pasaban unos días en Santa Teresita.
El chico era uno de sus compañeros de escuela, un año más grande. También vivía en el barrio y era el único hijo de un matrimonio de unos cincuenta años. Ella, ama de casa; él de apellido Cuesta y personal civil del Ejército, según los detalles brindados por los titulares de la comisaría 29ª, a cargo de la primera etapa de investigación. Según la policía, “era un pibe bien ¿entiende?”, explicaba ayer por la tarde uno de los oficiales. “No era uno de esos pibes con tatuajes, si usted lo viera se daría cuenta: no tenía cara de pibe chorro, ¿me entiende a lo que voy?”. De familia de clase media, de padres trabajadores que anoche todavía no salían del shock: “Imagínese –sigue el oficial–, sabe las de expectativas que tenían depositadas en el pibe?”.
Las expectativas tal vez no incluían el uso del arma. Pero el martes a la noche, el chico se llevó de su casa la pistola registrada a nombre de su papá.
Recorrió unas veinte cuadras con la pistola cargada en un bolso. Tocó timbre en la casa de Olleros donde vivía su compañera de escuela, esa chica que una y otra vez había nombrado como su novia. Eso generó el problema. “¿Querés que te diga la verdad?”, dice ahora uno de los chicos del quinto año del León XIII en el Hospital Pirovano, muy cerca de la sala de terapia intensiva donde la internaron a ella. “El es un loquito y se zafó, era el pibe más tonto del colegio, ¿viste esos que todos le tiran papelitos?”. Alrededor hay una rueda de siete u ocho chicos que también esperan alguna noticia del jefe de guardia del hospital. “El pibe era un mudo: no sabía ni dar un beso de lengua”, dicen convencidos de que la relación con ella le funcionaba como una tabla de salvación. Quizá de legitimación en el complicado mundo de las relaciones personales entre adolescentes.
Toda esa trabajosa estrategia de salvación, si efectivamente existió, estaba a punto de derrumbarse. El martes a la noche, la madre de su amiga lo atendió en la puerta. Cuando lo vio, lo hizo pasar, le pidió que espere un momento: la chica terminaba de ducharse. Poco después, en el patio delantero de la casa se desencadenaría la discusión detallada por fuentes de la comisaría 29ª: “Una discusión de adolescentes, de noviecitos”, decía el oficial consultado. En el diálogo, mientras estaban solos, ella le exigió que diera por terminada la coartada: “Algo así –indica el policía– como que vaya a decirles a todos sus amigos, que en realidad, no eran novios”.
Eso mismo terminó exaltándolo. Tomó a su amiga del brazo, entró a la casa y le pidió que hable frente a su madre. Que diga o niegue frente a ella que existía una relación. Cuando Silvia Aguirre observó que además sacaba la pistola de la mochila, le hizo algún reclamo durante unos segundos hasta que se cayó. Terminó desplomada en el baño con dos balazos en la espalda, uno en la cabeza y otro en el cóccix. Su hija hasta ese momento seguía sin heridas. Apenas reaccionó intentó escaparse, pidiendo auxilio desde las rejas del frente de la casa. El la siguió. Hubo algunos tironeos, hasta que otra de las balas de la 9 milímetros salió disparada contra ella. Poco más tarde entraría al Pirovano con una bala en la cabeza.
Mientras madre e hija seguían en la casa, el chico abandonó la vivienda. Como pudo, manchado, arañado y transpirado trepó las rejas de casi dos metros de la entrada para escaparse. En la huida se lastimó una pierna. Llegó a su casa preparado, tenía una coartada. Cuando sus padres lo vieron, le preguntaron las razones de su estado físico. El muchacho les habló de un intento de asalto y de unos golpes. Se cambió la remera, y así como estaba se lo llevaron al Hospital Militar. Pocos minutos más tarde lo detenían.
A esa hora, explicaron fuentes de la policía, los vecinos de las mujeres habían hecho la denuncia. La policía contaba con los datos del chico y de sus descripciones físicas. “La gente del hospital también estaba enterada –explicaron–, coincidían las descripciones, la hora y las condiciones en las que estaba el chico”.
El caso está caratulado como homicidio y lesiones graves. El hijo del empleado del Ejército quedó detenido en la comisaría 29ª. Su causa está a cargo del juzgado de menores 6 de Adriana Leiras, y de la secretaría número 17, cuyo titular es Roque Vázquez Mansilla. Leiras debería indagarlo en el término de 48 horas, aunque podría postergarlo durante otras 24 si lo considera oportuno. La hija de Silvia sigue en una cama de terapia intensiva en el Hospital Pirovano. La bala le atravesó un maxilar. Fuentes de la dirección del hospital anoche indicaban que su vida no corre peligro.
Los compañeros de escuela de su hermana, a la tarde, seguían ahí. Sus hermanas volvieron de Santa Teresita. La casa de Olleros ahora está cerrada, vacía y con custodia de la policía. Sobre un pilar, detrás de las rejas de la entrada, quedó la huella de una mano. La suya o la de él, ensangrentada.