SOCIEDAD
› RADIOGRAFIA DE LOS ARGENTINOS ILEGALES EN ESPAÑA
Vivir sin papeles
Ya más de nueve mil personas contestaron el censo que lanzó el Gobierno para los argentinos que quieren regularizar su situación en España. Son en general solteros, con 33 años de promedio, en su mayoría tienen trabajo y por ahora no quieren volver. Aquí cuentan a Página/12 cómo es ser un sin papeles en España.
› Por Andrea Ferrari
Desde Madrid
Algunos se ponen nerviosos con sólo ver un policía. Otros se cuidan de no hablar cerca de un uniforme para evitar que las zetas y las elles los delaten. Hacen trabajos que nunca soñaron hacer y a veces tienen que vivir en albergues públicos. Son los argentinos sin papeles que intentan abrirse camino en España. Ya hay más de nueve mil que completaron por Internet el censo organizado por el Ministerio de Interior argentino, lo cual permite tener una idea bastante aproximada de quiénes son: tienen una edad promedio de 33 años, en un 60 por ciento son solteros y un 29 por ciento tiene hijos. Trabajan en hotelería, restaurantes, construcción y servicios, aunque muchos tienen estudios terciarios o universitarios. Ahora esperan que esta iniciativa del Gobierno los ayude a conseguir los ansiados papeles y salir del ahogo que significa ser un ilegal. Todos añoran la Argentina, pero no pueden pisarla ni siquiera de visita. “España se ha convertido en una cárcel sin barrotes –dice Pablo–, si salimos no podemos volver.”
Muchos se reúnen cada domingo en la Casa Argentina de Madrid a tomar mate, charlar y jugar al truco. Allí los encontró este diario. Hay yerba, facturas, varios mazos de cartas y ganas de sentirse por un rato de vuelta en casa. Por supuesto, están también los que tienen sus papeles en regla, gracias a un trabajo o algún salvador abuelo español o italiano. Pero son mayoría los sin papeles, y tal vez por eso el censo lanzado por el gobierno argentino es un tema que sale una y otra vez. Ellos aún no conocen los resultados (ver nota aparte), ni tienen muy claros cuáles serán los pasos que seguirán una vez que este estudio esté terminado, pero lo completaron igual.
–Uno se agarra de cualquier posibilidad –dice Pablo, que es periodista y antes de irse a España trabajó en un diario de La Pampa–. Yo estoy acá hace tres años. Viví en un hostal y me fui gastando lo que traje. Mi primer trabajo fue como vendedor de tiempos compartidos. Ahora hago encuestas y los fines de semana aparco coches.
Dice “aparco” y no “estaciono”, pero ni siquiera lo nota. Por el contrario, la mayoría sostiene que le resulta difícil adaptar el modo de hablar. Algunos lograron incorporar el tú, para integrarse mejor en el ámbito laboral, pero no son demasiados.
–Con la ce y la zeta no hay quién pueda –dice Daniela mientras ceba un mate.
Pablo no es de los que van por la calle con temor, pero una vez le tocó enfrentar un uniforme. “Un día me paró un policía mientras hacía encuestas –cuenta–. Me preguntó para quién trabajaba, pero uno nunca dice el nombre de la empresa que te da de comer. Decís otra, dentro de lo posible una que sea conocida. Claro que no tenía ninguna identificación. Entonces me pidió los papeles y terminé diciéndole que era ilegal. Me dejó ir, pero del susto por dos meses no hice encuestas.”
A Mariel, en cambio, nunca le pasó nada similar, pero el susto lo lleva pintado en la cara. Es bioquímica y llegó a Madrid hace nueve meses. “Desde que se me venció la visa estoy paranoica –dice–. Tengo temor de que me paren, de que me pidan el pasaporte. Sé que si no abro la boca paso por española, entonces prefiero estar callada. Lo lamento por otros inmigrantes latinoamericanos a quienes los delata la apariencia.”
Ella vino con expectativas de poder trabajar en su profesión, pero se encontró con un panorama muy diferente del esperado. “Ahora doy clases de física a domicilio. Sábados y domingos trabajo en una pastelería, atendiendo al público. Antes los sábados a la noche trabajaba también de camarera y a veces tenía que ir a la pastelería sin dormir. Eso lo dejé. Yo me vine con la idea de quedarme a vivir, de casarme con un español, tener hijos. Pero siento que no me gustan los españoles. Son muy fríos. Ahora ya no pienso quedarme a vivir, tal vez volvería en un año.”
La llegada
Para algunos, la llegada fue como darse la cabeza contra la pared. Eso cuenta Patricia Becker, psicóloga y también ella inmigrante reciente, que coordina los encuentros de los domingos en la Casa Argentina. “Vino mucha gente sin saber nada –explica–, creyendo que iban a tener los papeles por ser argentinos, que esto era la panacea. Cuando llegan de ese modo, al cabo de un mes en que se gastaron todo los ahorros de la familia y que están en un albergue público, tienen un bajón terrible. Acá se habla de qué posibilidades reales existen. Porque hay ofertas en los diarios de abogados que piden 1500 euros por conseguirte los papeles y en realidad es una estafa. Sin embargo, mucha gente lo creía y pagaba. Acá se les explica qué oportunidades hay, qué ofertas de trabajo plantean menos rechazos, como el cuidado de ancianos o de niños.”
Los encuentros empezaron a mediados de 2002. La idea, dice Be-
cker, no es hacer terapia de grupo. “Se trata de juntarse, saber que otro está en la misma que vos. Venir a tomar mate acá es como hacerse un viajecito a la Argentina.”
Ella llegó con su familia el 1º de diciembre de 2001. “Mi marido había traído parte del dinero –recuerda– y el resto quedó en Argentina, en el banco, es decir en el corralito.” Aunque contaban con pasaportes de la comunidad europea, fue un comienzo duro. “Al principio salíamos todos juntos, por miedo a perdernos. La sensación era que te pasaba algo y nadie se enteraba. Empezamos a llamar a todos los contactos conocidos, nos daba una vergüenza terrible, parecíamos unos irresponsables por haber traído a los chicos en estas condiciones. Después empezamos a conocer gente. Y el primer llamado que alguien te hace para preguntarte cómo estás te cambia la vida.”
Becker sostiene que “en el pueblo español hay una gran sensación de deuda histórica, muchos al saber cómo están acá los argentinos se indignan. Nuestro objetivo en los actos que hicimos fue dar a conocer esa situación. Es un desafío mostrar que podemos ser un colectivo. Si bien la dictadura hizo lo posible por romper la solidaridad, sigue habiendo mucha gente solidaria. Aquí y allá. Cuando te encontrás con otros dejás de estar solo y, por ejemplo, ya no tenés que ir a los albergues”.
Esa sensación de tener a otros fue lo que la salvó a Andrea. “Vine hace seis meses, porque el padre de mi hijo vive en Logroño”, cuenta. Es licenciada en administración de empresas, pero durante un tiempo su trabajo fue limpiar casas y cuidar chicos. “Ahora también trabajo como administrativa en una ONG. Estuve a punto de volverme. Antes de conseguir ese trabajo y entrar en la Casa Argentina estaba sola, con un estado depresivo terrible. Al conocer esta casa mi ánimo cambió: acá me relajo, converso, tengo quién me pregunte cosas.”
Algo similar piensa el cordobés Oscar Zabala. Llegó hace dos años y dice que en la Casa “es donde uno se saca la alienación: cargás las pilas, te desenchufás y pasás un rato bueno, con gente que tiene tus mismos códigos”. Aunque no tiene papeles trabaja en una inmobiliaria. “Si veo alguien ‘raro’ adentro me hago el cliente –dice–. Pero en general la policía con los argentinos hace la vista gorda. Socialmente somos bien considerados.”
Las expectativas
Muchos se aferran ahora a dos esperanzas: que la iniciativa del gobierno argentino les facilite los trámites y que el nuevo gobierno español, que encabezará José Luis Zapatero, tenga una actitud diferente hacia los inmigrantes. Pero en general no se quieren volver en lo inmediato: creenque en Argentina aún no están dadas las condiciones. En la encuesta aparece claramente: el 92 por ciento dijo que no regresaría definitivamente, aun con un pasaje gratis. Incluso así, todos dicen que ser ilegal es una de las peores experiencias que les tocó atravesar.
“Si hubiera sabido por todo lo que iba a pasar –asegura Nélida–, nunca habría salido de Argentina.” Es profesora de tango y cosmetóloga. Está en España desde enero, pero antes había pasado dos años en Alemania. También sin papeles. “Me siento muy mal como ilegal –sostiene–, significa una tensión emocional enorme. Sentís que no sos nada. Yo ahora reparto volantes, algo que no hubiera hecho allá. Antes estuve interna (con cama) en una casa cuidando a dos personas mayores enfermas: uno de 96 años y otra en silla de ruedas. Nunca lo había hecho, la necesidad me llevó a ello. Lo hice con responsabilidad y cariño, pero es muy duro, te involucrás emocionalmente y termina con vos. Por eso lo dejé.”
A su lado asiente María del Carmen. Llegó en noviembre de 2002, después de que en Argentina quebrara la empresa que tenía con su pareja. “¿Si me angustié? Engordé diez kilos –explica–. Me persigo mucho: cada vez que paso al lado de un policía me parece que me mira a mí.”
El de Julio es un caso distinto, tal vez porque sabía a qué venía. Fue ferroviario hasta 1993, cuando perdió su trabajo. Se fue entonces a Uruguay, donde consiguió empleo como portero, albañil y plomero. Pero la crisis terminó depositándolo en Madrid el pasado diciembre. En Uruguay quedaron su mujer y su bebé.
“Yo vine con la idea de que esto iba a ser durísimo –explica–. Sólo traje 200 euros, entonces sabía que iba a tener que vivir en un lugar donde no me cobraran: los albergues públicos. Hay de todo: en los peores te encontrás con hacinamiento, borrachos, drogados, puñaladas. Pero también hay otros que funcionan bastante bien. Algunos dependen de la Iglesia, otros del Ayuntamiento o de la Cruz Roja. Uno puede entrar hasta las 18 horas y a las 8.30 te tenés que ir. De a poco te hacés una forma de vida: vas a desayunar o a almorzar a una ONG. También aprendés dónde hay Internet gratis para buscar trabajo, hacer contactos y comunicarse con la familia. Yo estuve trabajando en pintura y me fue bastante bien: ya mandé plata a Uruguay. Hay mucha gente que se siente mal porque aspiran a conseguir los trabajos que tienen los españoles: si venís con esa expectativa te va mal.”
La visión de Mirta es más amarga, tal vez porque está por cumplir los tres años en España. Es arquitecta y daba clases en una universidad, pero la falta de trabajo rentable la llevó a emigrar. Cuando llegó se asoció con otra gente y puso un restaurante, con el dinero que había reunido. “No sabía nada del tema y me estafaron –cuenta–. Sin papeles me siento para el diablo. No puedo salir del país, tengo un hijo en Argentina, pero no puedo ir a verlo. Te cuento una anécdota que revela cómo me siento. Una vez iba caminando por Puerta del Sol y estaban trabajando en alturas. No habían puesto ningún aviso y me cayó un pedazo de material pesado en los pies, si hubiese sido en la cabeza me mataba. Me indigné y llamé a un policía, que me dijo que fuera con él a presentar la denuncia. Pero entonces me di cuenta de que no podía, porque no tengo papeles. Le dije que lo dejáramos, que no importaba. Ni eso pude hacer.”
Subnotas