Dom 25.04.2004

SOCIEDAD  › LA FIESTA DE MOVILEROS Y BUSCAVIDAS EN LA MATERNIDAD SUIZO ARGENTINA

La Iglesia Universal del Reino de Diego

Nuevas rutinas mediáticas y la inauguración de una raza de “fans trágicos” en la puerta de la clínica, rebautizada como “El santuario del Diego”. “Gloria hasta en Marte”, se exagera en las misas vespertinas.

› Por Julián Gorodischer

“Gran Dieguito que estás en los Cielos/ santificado sea tu nombre/ aquí en la Tierra”, dicen los de la Iglesia Maradoniana, que llenaron el frente con carteles, rosarios y estampitas. Se abrazan en círculo, y algún vivillo aprovecha para el manoseo. A las siete de la mañana, cuando todo empieza, hay pocos partes clínicos, y la Iglesia obtiene el protagónico buscado: ¡la atención del movilero! Su creatividad para la puesta en escena es infinita: un Cristo con camiseta de Boca, el pesebre con pelota, un póster de leyenda “Viva Diego” con versículos sobreimpresos. Todo un lujo dispuesto para ganarse al cronista y al fotógrafo. Aunque morirían, claro, por convocar a Rulitos, la movilera de TN. Pero ella pasa sin mirarlos, desesperada por obtener un nuevo parte clínico, justificando el desdén con tres palabras que se reciben como puñalada: “Son caras conocidas”. Mary, devota de la Pradón, de Malena Mendizábal, del Diego, se hace la que no escucha y empieza con su sermón: “Amémoslo, demos lo mejor de nosotros...”, orgullosa de inaugurar una casta de fans trágicos. Del cementerio al hospital con una misma plegaria: “¡Mejorate!”.
Pero no hay tiempo para detenerse en el tandilense que reclama a los gritos una escalera (“Es para colgar la bandera, porteños de mierda, den una mano”), ni en la Mary que –a esta altura– luce desencajada en su rapto místico. Está ingresando Alfredo Cahe, el médico del repudio, el que se lleva el rencor del movilero, por sus silencios, sus caminatas esquivas, su mirada torva. Sandra Borghi, de TN, ensaya una autocrítica: “Dicen que somos una vergüenza, y tienen razón. No me gusta esta maraña peleando por lo mismo, pero si uno salta, saltamos todos”. Rulitos, como le dicen, corre como una atleta profesional, pero sólo para desorientar. “Se sabe: las primicias se consiguen a tres cuadras, ahí podés ver a Claudia, a Coppola. Acá el silencio es total. Dijeron a los empleados que si trasciende un análisis echan a todos los del laboratorio; están amenazados.”
Del pobre enviado de Crónica TV se espera una hazaña que renueve sus medallas. Que se cuele en un pasillo o consiga un informante: Crónica no espera. “Tengo dos hombres adentro –dice Javier Díaz, grave, entregado a la causa–, y fueron ellos mismos los que se me acercaron. Me traen data fresca: ¡yo fui el primero que supo que El Diez seguía con el respirador, no como dijo (Luis) Majul! Me hacen un guiño y me pasan un papel. Después sienten el placer de verlo en sus casas y dicen a sus mujeres: eso lo conté yo.”
A toda hora, se incrementa la competencia. “Vengo a ver cómo trabajan, a acompañarlos”, se presenta el productor Mariano Fernández, para el piloto de Cámara testigo, que saldrá por Canal 13. Miradas extrañadas y comentarios por lo bajo, todos sorprendidos al escuchar hablar del invento del año: ¡Un reality con movileros!, siguiendo la moda de E24 o Policía bonaerense, pero para mitificar las corridas y los empujones del hidalgo mediático. Pero hay una frontera para conseguir noticias que ninguno de los presentes pasaría. El “vivo” sería castigado con “el vacío”, ese temible silencio que podría rodearlo durante diez horas seguidas de guardia y le negaría el mate en las madrugadas. A una embarazada que trabaja en una AM la tildaron de “viva” por desubicarse a la hora del parte médico. “Se hizo la descompuesta –cuenta Sandra Borghi– para empujarnos y ponerle al médico el auricular. ¡Yo la quería matar!”.
La foto de Dios
Silvia reclama un minuto de silencio: la van a entrevistar “de DeporTea”. ¡Cuánta demanda! Ella se las ingenia cada día para generar un golpe de efecto en busca de distintos targets: repartijo de estampitas (para emocionar), colección de revistas El Gráfico (para impresionar) o invitación a cincuenta nuevos fieles que –aquí reunidos– podrían figurar en el Guinness de las rimas horribles: “Cuando hiciste la Mano de Dios/ dimos un grito feroz/ te amamos/ te cuidamos/ al mundo entero demostramos/ que no vamos a dejarte/ ¡Gloria al Diego hasta en Marte!”.
Al que se tienta un poquito, se lo comen con la mirada. Y al que murmura “quemados”, lo alejan sólo sacudiendo la manito, sin pegar el grito, hiperconcentrados en la cadena de oración que antes se dedicaba a la hija de María Valenzuela. Pero la letra de la nena era más austera: “Diosito, que Malena se recupere”, así sin rima y a lo bruto, como corresponde al familiar de una famosa. ¡No era un ídolo! El espíritu de “hermandad” se termina cuando se acerca la barra brava, que habitualmente se queda en la parada de enfrente, temerosa del patrullero que detuvo a cinco el primer día. “Se está perdiendo demasiada billetera –de Mary, maliciosa, temerosa de ‘la hinchada’–. No tienen nada que hacer acá.”
Hernán, un moderno de 25, querría armar una exposición de la freakeada, ahora que queda bien y da prestigio mostrar a Mary, a José, al altar, como una colección circense que bien podría exhibirse en el Museo de Arte Moderno o, por lo menos, en la galería Belleza y Felicidad. “Encontrás de todo”, sonríe, mientras apunta la lente a José, todavía trepado para colgar el rosario turquesa que se televisa mejor. Como sea: para el catálogo o por la plata, la fantasía argentina nunca elude “el gran batacazo”, el sueño de ascenso rapidísimo y acumulación para toda la vida. Apenas haría falta una foto vendida al The New York Times (nunca a El paparazzi: el Diego cotiza en dólares).
Al empleado despedido por llevarse la polaroid del monitor cardíaco no le fue bien; pero no todo está perdido. A la barrita de “buscas” del Carlos Pellegrini se la encuentra en la clandestinidad del bar El Ombú, planificando la “hazaña de sus vidas”. Entrarían por Santa Fe para hacerse un análisis como dignos afiliados a la prepaga. Paso a paso: infiltrarse en el cuarto piso, acercarse a terapia intensiva, tirar el “click” de la camarita-celular, perder todo disimulo y salir corriendo como kamikazes hasta Pueyrredón, donde el caos de movileros y pacientes les dejaría vía libre hasta el subte. Cuando la aventura salga publicada, lo habrán intentado y habrá salido mal: detenidos a la altura del bañito. Pero no se rinden. “¿O nadie se acuerda de la Mano de Dios? ¿Era legal? –se pregunta Ezequiel, el más simpático del grupo–. Yo creo que, en el fondo, si Dieguito lo supiera, estaría muy contento.”

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