Lun 10.05.2004

SOCIEDAD  › HORACIO GONZALEZ, SOCIOLOGO

“El acto de la ESMA le plantea un dilema crucial a Kirchner”

“En este momento, el Gobierno debería tener un gran texto”, asegura González, que cree que Kirchner ocupó el lugar creado por una “sociedad asqueada” pero, después de un “punto límite” como fue el acto de la ESMA, debe “reponer la fuerza de un llamado si quiere hacer algo perdurable”.

› Por José Natanson

“Kirchner debe reponer la fuerza de un llamado si quiere hacer una tarea perdurable. En este sentido, quizás el acto de la ESMA le plantee un dilema crucial. La conciencia presidencial se debate. Percibe lo que hizo como muy importante, pero al mismo tiempo tiene que aceptar que es un dirigente surgido de la fragua habitual de la política argentina. El Presidente está demudado. Y la sociedad argentina no está demudada sino muda”, explica Horacio González, sociólogo, profesor de la UBA, de la Universidad Nacional de Rosario y de La Plata.
–¿Coincide con la idea de que terminó el período de gracia del Gobierno?
–Este gobierno tuvo un don inesperado, de esos que muy raramente entrega la sociedad. Esta era y es una sociedad asqueada. El asqueo genera conductas de rebelión, pero también entrega dones, y a Kirchner se le entregó uno: la ilusión de que había un espacio vacante para originar una corriente de ideas novedosas que supiese convivir con los restos maltrechos del país. Kirchner protagonizó bien este papel, con un estilo oratorio sacado de las viejas estampas de la política. Un político en las calles de barro, extendiéndoles la mano a las abuelitas jubiladas. Kirchner se dirigía a una sociedad quebrada pidiendo acompañamiento e imaginando al mismo tiempo que pronunciaba palabras de estímulo. Eso, sin embargo, nunca superó cierto horizonte de abstracción, porque nunca se definía enteramente cuáles eran las razones históricas de la quiebra de la sociedad argentina. Los discursos de Kirchner fueron casi diarios, en palcos provisorios, en tribunas bamboleantes. Pero eso, que era simpático, no definía exactamente las fuerzas históricas reales del momento. Kirchner dice: “Tomaremos las medidas que habremos de tomar”, en tono enfático, proclamativo.
–¿Le parece una apelación excesivamente abstracta?
–Bueno, habla de “tomar las medidas que hay que tomar”, de “las corporaciones”, “los obstáculos”.
–Pero define enemigos: las privatizadas, los bancos.
–El empleo de los plurales favorece al nombrar a una entidad histórica específica y al mismo tiempo dejarla en un tono genérico. Pero yo no le quiero criticar eso, porque dice más de los que otros han dicho. No le pido que ponga nombre y apellido, un ejercicio de denuncia. Estoy pidiendo conceptos histórico-políticos. El tono proclamativo, de convocatoria, era un llamado. Kirchner hizo durante un año un llamado a la reconstrucción de una justicia profunda en el país, con sus aspectos económicos, políticos, diplomáticos, de infraestructura. Oscuramente intuyó que tenía que hacer ese llamado y lo hizo con una simpática dilapidación de signos. Eso nos interesó a todos. Los signos eran la forma de ese llamado, y el aspecto de su figura, no desesperado pero sí urgido, con un rasgo de humor barrial. Las tribunas que levantaba en los caminos polvorientos eran escenas antiguas en el modo moderno de difundirlas, en la televisión. Finalmente se encontró con que no tenía una interpretación adecuada de los signos que él mismo producía. Y estamos en un momento en que esto debe ser revisto. Debe reponer la fuerza de un llamado si quiere hacer una tarea perdurable. Por eso cuando pienso en este primer año lo pienso como un intento de concurrir al lugar en el que la sociedad argentina le prestaba un don, haciendo un llamado. En este sentido, quizás el acto de la ESMA le plantee un dilema crucial.
–¿En qué sentido?
–Es un dilema crucial que no hay que abandonar. Kirchner realizó allí un acto desmesurado. Fue el signo de todos sus signos. Un acto solitario en el que esbozó la idea de perdón en nombre del Estado argentino. Fue una demostración más de que las formas de la teología política no están dormidas sino presentes en los momentos de quiebre de la sociedad. Por otro lado, con el perdón Kirchner puso a la sociedad y al Estado en manos de un concepto extraordinario. Fue el momento máximo de potencialidad de ese llamado. Yo estuve allí, y me dio la impresión de que él no había percibido hasta qué punto ponía a la historia política ante el deber casi inmediato de decir qué se hacía con ese edificio. Por eso tengo la impresión de que quedó convencido de las críticas que se le hacían por haber omitido al resto de la clase política. Y ahora lo más inadecuado que podría pasar es que el tema no se siga tratando con lo máximo de las ambiciones culturales. Fue un momento extraordinario, en el que la Argentina tradicional, que es una Argentina profunda, percibió que se llegaba a un límite. El Presidente pudo haber contemplado su propia obra con cierto espanto. No lo dijo, y hay que agradecerle que no lo haya dicho, pero esbozó sigilosamente una especie de susto cuando miró hacia atrás.
–¿Un susto prudente o un susto que debería ignorar para seguir adelante?
–La conciencia presidencial se debate. Percibe lo que hizo como muy importante, pero al mismo tiempo tiene que aceptar que es un dirigente surgido de la fragua habitual de la política argentina. Mira hacia atrás, rememora su propia historia y responde con los atributos del político que discurseó en La Plata, que fue intendente y gobernador: un político normal de la Argentina progresista. Y sin embargo lo que hizo excedía el casillero de los políticos progresistas. El Presidente está, aunque no se lo perciba, demudado. Ha hecho algo y se está preguntando si es lo que debió hacer. Y la sociedad argentina no está demudada sino muda respecto de ese acto, que se está leyendo en la conciencia pública. Y en medio de eso aparece otra figura que se parece mucho a Kirchner.
–¿Blumberg?
–Sí.
–¿Por qué se parece?
–Bueno, las diferencias son evidentes. Blumberg no surge de la política sino de un drama personal insondable, que no tiene explicación, del vacío que se produce ante la muerte injustificable de un hijo. Pero surge de una manera inesperada, y en eso sí se parece a Kirchner. Kirchner se mira en el espejo de Blumberg y Blumberg en el de Kirchner. Ninguno habla mal del otro. Y la Argentina se debate en ese juego de espejos. El país intuye, con una intuición oscura, que hay diferencias que, de expresarse, pueden producir una hondonada irreparable.
–¿Cómo?
–En el sentido de que el Gobierno deba rehacer todo lo que había pensado en términos del llamado. Kirchner tiene que formular más claramente la idea de que el país busca justicia sobre su pasado, pero no busca la estructura de su reiteración. Eso también debe ser motivo de nuevos llamados, de interpretaciones más lúcidas de lo que ocurrió en la plaza de Blumberg. El Gobierno se ha sentido tocado por un fenómeno por el que sentía un oscuro dejo de envidia, porque resulta que ahora el llamado lo hace otro y ese llamado tiene un tinte de reposición de todos los temas del orden. El Gobierno, demudado, está aceptando las propuestas de orden.
–¿Blumberg fuerza al Gobierno a girar al orden?
–Blumberg habla en la plaza pública y sorprende al Gobierno y a la izquierda. Origina dos movimientos miméticos. Uno, el de un sector de la izquierda, que también brota de las entrelíneas de la televisión, el sector que representa a la población más castigada. Y pide un lugar en esa plaza pública, asombrado ante un fiscal individual y un coro que actúa, que no es un coro griego sino el Coro Kennedy. Es un momento anglosajón de la política argentina. Blumberg congrega sobre la base de una individualidad muy específica, muy recortada, muy visible. Nunca en la Argentina hubo alguien tan seguro de un tipo de dicción, de expresión, de su elaboración casi de pastor metodista de un problema colectivo. La sociedad argentina desde hace muchos años busca un lenguaje reivindicativo y de justicia. Y de repente aparece el lenguaje de Blumberg, que representa la pedagogía en su estilo más sumario y al mismo tiempo está sellado con un drama personal. Y justo en este momento aparecen en el Gobierno los temas vinculados con las cañerías.
–¿Eso es malo?
–Es un momento de desilusión. Este es un gobierno que no tiene un proyecto cultural fácilmente identificable. Hay llamados a intelectuales, pero no problemas vinculados a la crisis mundial, a la crisis de las ideas, al debate sobre la subsistencia del planeta, la relación entre el arte y la política. Sin embargo, Kirchner tuvo la aceptación de un universo cultural a través de una especie de pastoral en el que la palabra perdón estuvo en el corazón. Era el desgarramiento de la razón en la historia que originaba cierto entusiasmo. No era para pensar cañerías.
–Pero las cañerías son parte esencial de un gobierno, que no puede sostenerse a pura emisión de signos. Necesita administración.
–Pensar las cañerías es pensar cómo un país atiende a sus hijos, desde el punto de vista económico, de las estructuras, procedimientos y redes de servicios. Da la impresión de que el Gobierno pensó por un momento que podía postergar estas cuestiones.
–Pero Kirchner cultivó un perfil de administrador eficiente.
–Sí, pero sus temas no fueron administrativos. Fueron descolgar los retratos, sacar del Ejército a treinta generales. Eran temas del orden de una refundación. El impulso reparador estaba escrito en una ortografía empeñosa, de licenciado en transformación social, que venía con su diploma nuevo. Las cuestiones de las cañería son metáforas de la política. Y la voz presidencial remite al petróleo y al gas, temas en los que el Gobierno no se ha lucido. Por eso, este intento de una empresa estatal de petróleo, que por ahora es un balbuceo, es importante. Es probar por el lado de las cañerías, por el lado de los cimientos reales de la Nación. En general, yo critiqué en el plano internacional, en el plano de la relación con los organismos internacionales, que Kirchner se moviera con mucha astucia, y que frente a cuestiones como la ESMA se utilizara un llamado a la redención de otro tipo, más categórico. En ese sentido creo que al Gobierno le falta un gran texto. El Gobierno no quería tener textos. Y un gobierno en este momento debe tener textos, grandes literaturas, tiene que tener un interés en tenerlos. Alguien podría decir: ¿quién es este tipo, un pobre doctor de universidad destruida, para decir esto? Es verdad, quizás yo no sea nadie, pero hay algo que soy: soy parecido al Gobierno.

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