SOCIEDAD
Médicos en la línea de fuego
En la misma semana en que el titular del Colegio Médico bonaerense avaló a sus colegas que se niegan a atender a delincuentes, Página/12 recorrió el hospital de La Matanza, una de las zonas calientes del conurbano, donde los profesionales conviven con la violencia pero no dejan de brindar asistencia.
› Por Alejandra Dandan
Hubo un paciente que mató a su padre en la guardia. Los familiares de otro rompieron el box de terapia intensiva cuando supieron que el internado había muerto. Otro día, una de las médicas corrió pidiendo auxilio cuando se dio cuenta de que la seguían para pegarle. En ocasiones, los familiares amenazan. Algunos médicos tienen miedo, y las enfermeras esperan no encontrarse nunca en la calle con quien adentro les prometió una paliza. Y aun así trabajan. Página/12 recorrió los pasillos del hospital Diego Paroissien, de La Matanza, donde los profesionales no rechazan pacientes sospechosos de delitos ni apelan a una cláusula de conciencia para evitarlos, como avaló hace unos días el Colegio Médico bonaerense. Creen que los heridos de bala o los presos que atienden en uno de los pabellones o que las amenazas o agresiones no son más que el emergente hospitalario de una violencia social corrosiva, donde unos y otros son, de alguna forma, víctimas.
La estructura chata de dos plantas del Paroissien aloja 330 camas extendidas a lo largo de una manzana, a la orilla de la ruta 3, en el cruce con el kilómetro 21, en el partido más habitado del conurbano bonaerense. Unas mil personas atienden ese único centro médico de alta complejidad, cuyo radio de incidencia directa involucra a más de un millón trescientos mil habitantes de La Matanza. En ocasiones, recibe a quienes viajan tres o cuatro horas en un colectivo desde Cañuelas o Moreno para atenderse en la guardia, una de sus zonas calientes: pasan trescientos casos al día cuyas condiciones clínicas y sociales empeoran desde hace dos años y suelen hacer de los que llegan pacientes graves o en estado de emergencia.
Cristina, médica pediatra, acaba de recibir la guardia completa: veinte chiquitos internados. “No es común que la guardia se convierta en una sala de internación, pero sucede eso –dice–. Tenemos que hacerles estudios, pedirles interconsulta.” Ese es uno de los fenómenos novedosos para los médicos: las patologías combinadas que aparecen en una población cada día más pobre, que llega al hospital cada vez más tarde, más enferma y a veces con más bronca: “A la enfermedad, acá se suma que la gente pasa por situaciones graves: no comen, no tienen plata para los remedios ni para viajar”. “Vienen porque no aguantan más o porque consiguieron una moneda o vecino que los traiga”, agrega otra médica. O porque, como suele suceder, salen a la ruta para parar un coche y pedirle que los alcance.
Dicen que en los dos últimos años las consultas casi no se incrementaron, pero ese tipo de situaciones aumentó. Como en buena parte de los hospitales del país, desde la crisis del 2001, el hospital ha comenzado a recibir a los nuevos pobres. Los sectores medios que perdieron la obra social o la prepaga. Sin embargo, eso no modificó las estadísticas porque, según los médicos, la crisis ha expulsado a los más pobres de los pobres. Aquellos que ya no van o que cuando lo hacen llegan heridos, baleados o con patologías combinadas, casi al borde de la muerte.
Los fines de semana, cuando comienzan las salidas a los bailes en los barrios de los alrededores, el servicio de guardia empieza a prepararse: los enfermeros y los médicos saben que en las próximas horas irán recibiendo a los nuevos apuñalados y heridos de bala. “Te encontrás con un paciente al que no sabés qué le va a pasar. Le informás a la familia que está grave, que está crítico, pero no lo entienden.” Susana es una de las médicas de la guardia clínica. Hace diez años trabaja ahí y estaba acostumbrada, dice, a la violencia verbal, a ese modo con el que cualquiera busca a cualquiera para descargarse las broncas en situaciones límite como el diagnóstico de una muerte próxima. Pero ahora, al parecer, las cosas son un poco distintas. Eso que Susana y el resto de los médicos o enfermeros mencionan como “agresiones” o “amenazas” son expresiones de otro tipo de violencia, más brutal, más desbocada. Donde el médico o el que aparece frente a los pacientes o a sus familias ya no tiene el amparo que le garantizaba la autoridad del guardapolvo. Son apenas los referentes más cercanos de algo llamado Estado, que ha maltratado y expulsado a esa gente, cuentan en el hospital.
Hace unas semanas, un martes después de las nueve de la noche, Susana corrió por uno de los pasillos cuando se dio cuenta de que dos familiares de un paciente la seguían para pegarle. Poco antes se había acercado a una de las salas porque sobraba gente. “Yo soy médica de internación –explica– y en las salas siempre se permite que un familiar se quede cuidando un paciente, pero nunca hay uno solo. Siempre son más.” Como ese día. “Les pedí a unos que por favor, como gente adulta, colaboren con nosotros, pero uno de ellos me increpó y cuando salía de la sala, me di cuenta de que dos hombres jóvenes venían atrás mío como cuando se te van a tirar encima.”
Las amenazas aparecen en distintas ocasiones, pero frecuentemente saltan ante un diagnóstico distinto del que los familiares esperan o ante el anuncio de la muerte. Los médicos hablan de un mecanismo extraño de trasferencia, sobre todo entre los que llegan heridos de bala o apuñalados, parte de la población estable del Paroissien. “Muchos entran así –dice nuevamente Cristina–: entraron a robar y les pegaron un tiro; vos los atendés y te ponen como el responsable de salvarlo. No somos los que le disparamos y, sin embargo, nos exigen como si uno tuviera la culpa.”
Algunos metros más allá de la guardia, entre los laberínticos pasillos del hospital, dos enfermeras corren con una camilla hacia la unidad de terapia intensiva. Llevan a una chica, parturienta de pocas horas, después de 38 semanas de un embarazo sin controles anteriores. Más adelante sus familiares sabrán que el cuadro es profundamente grave. Y a la hora de los informes, los dos médicos que siguen su evolución detrás de los cristales, también sabrán cómo les cayó la noticia. Alguna vez los han perseguido hasta el box privado donde escriben las historias clínicas. Otra vez, la banda de amigos de uno de los ladrones detenidos rompió los vidrios de la entrada de terapia intensiva cuando supieron que estaba muerto. A los médicos nunca les pegaron. “A punto de golpearte sí”, dice Marcela Alvarez, a cargo del turno. “Fue una paciente y eso te da mucho miedo: a veces sabés que te enfrentás con una familia que tiene otros códigos, que piensa que acá todo se arregla como a veces lo hacen afuera.”
En ocasiones, cinco de las seis camas de la sala de terapia están ocupadas por los que llegan heridos después de algún tiroteo. A veces los trae la policía, otras llegan solos. Suele suceder que, si están prófugos, los encuentren y queden detenidos mientras pasan, inconscientes, de sala a sala del hospital. A veces, cuando Ana López entra a la sala, pispea la cara del paciente, como sucedió hace unos días. “Yo me di cuenta que él hacía lo mismo –dice–: me estudiaba a mí y yo a él al mismo tiempo.” El que la observaba era uno de los internados judicializados. Un menor de 18 años ubicado en una de las tres salas de presos hospitalizados que se recuperan en un pabellón especial, dentro del hospital.
Los adultos están atados a las camas con esposas y dos policías por detenido hacen guardia fuera del cuarto. Los más chicos estaban esposados pero esa situación cambió a partir de un reglamento provincial. Ahora están libres pero con el policía dentro de la sala.
Ana es una de las enfermeras de esas salas. Su paciente, dice ella, era como los de las películas: “Estaba todo el día muy tenso, se enojaba, hablaba mal, me trataba mal”. Un día la sorprendió: “¿Usted es madre?”, le preguntó. A partir de ese momento, la tensión bajó. “En el trato con ellos, uno se quiere aflojar pero todo el tiempo pensás que en cualquier momento puede pasar algo.”
Las profesionales mujeres siempre entran de a dos, y si tuvieron problemas con algún enfermo o prefieren evitarlos, usan algo que en la jerga llaman “cambio de pacientes” con otro médico. “Para nosotros todos los pacientes son iguales, pero sabemos que ahí están los que se portaron mal y el miedo es natural”, dice Ana.
Con los años fue aprendiendo a protegerse. Antes, cuando pasaba de la sala de cirugía a la de los detenidos, se olvidaba de que en el bolsillo del delantal llevaba una tijera. “Ahora presto atención: me saco todo, porque siempre está el miedo de que te arrebaten eso y me lastimen a mí o a algún compañero.” Dicen que una vez que revisaron la sala, dieron vuelta todo y encontraron un surtido bajo los colchones, hasta un bisturí. “Uno a veces no se da cuenta y anda con todo el instrumental, pero si te sacan una aguja intramuscular, pueden agredirte o abrir las esposas como con una ganzúa.” Más de una vez un preso intentó escaparse. Por eso, el área ahora está enrejada.
Por situaciones como ésas, el hospital había contratado a agentes de la comisaría de Isidro Casanova. Ya habían colocado rejas en la puerta, el primer hospital público que lo hizo, separando en dos el territorio, como si fuera una frontera. Pero una denuncia por una enfermera que fue golpeada cambió las cosas. Ocurrió cierto día, en la sala de neonatología, cuando “una abuela se metió para llevarse a su nieto”, dice ahora la enfermera. “Estaba muy sacada y no entendía que no se lo podía entregar: agarré el teléfono para llamar a la comisaría y daba ocupado. Ella me tiró el teléfono.” Una de las mamás de la sala le dio una mano. Llamaron a la policía, pero llegó tarde. “Con ellos acá no nos sentíamos protegidos, el teléfono de la comisaría daba todo el tiempo ocupado, y acá se dedicaban más a cortejar a los familiares de los pacientes que estaban internados que en hacer una recorrida.” Después de ese episodio, el nuevo servicio de seguridad depende de una empresa privada. Ahora, las puertas de entrada del hospital están controladas. Los custodios, cada tanto, aparecen por los pasillos y le dan al lugar una fisonomía similar a la de una cárcel.