Lun 09.08.2004

SOCIEDAD  › DIALOGO CON SUSAN GEORGE, DIRIGENTE DE ATTAC

“Para cambiar las cosas hay que actuar de afuera y de adentro”

Cabeza visible de Attac, el movimiento internacional que propone controlar democráticamente los mercados aplicando la llamada tasa Tobin, la activista Susan George escribió hace varios años El informe Lugano, un libro donde se prefiguran las actuales formas del capitalismo salvaje y hasta los ataques terroristas sobre los centros urbanos. En este diálogo analiza la economía actual, incluido el fracaso de las privatizaciones, y los caminos para oponerse a la “revolución neoconservadora”.

Por Sol Alameda *

Susan George es muy alta y delgada, guapa a pesar de su edad. Con su melena soleada y una piel bien cuidada, su caminar erguido y elegante, y vista de lejos, pasaría por la abanderada de un grupo de atletas olímpicos en pleno desfile. De cerca sigue siendo hermosa, pero aparece un poco distante y, cuando de tanto en tanto una sombra de hastío le cruza la mirada, como si no pudiera evitarlo, de pronto le caen todos los años encima. Quizá urgida por la necesidad de mantener viva la esperanza, ha escrito su último libro: Otro mundo es posible si...
–Ha dicho que no cree en las conspiraciones, pero cuando usted era joven y una activista que luchaba contra la guerra de Vietnam, descubrió que la CIA había elaborado un dossier sobre usted. No sé si después de que escribiera El informe Lugano, se ha sentido presionada, si una persona que está tan en contra de lo establecido puede sentir cierta hostilidad, sobre todo en un momento como éste, de buenos y malos.
–Argelia, y luego Vietnam, fueron mi toma de conciencia política. Sí, entonces abrieron un expediente sobre mí, pero es su trabajo, al fin y al cabo. Mi reflexión fue que había que intentar contar todo lo que se pudiera en público, porque aquella gente no entendía nada. Estaban completamente centrados en el comunismo y no pensaban en otra cosa. Después de aquello, no he vuelto a pedir mi expediente, no me interesa saber más. Vivo con gente que me quiere, que piensa como yo, y con los que me odian o me ignoran, tengo muy poco contacto.
–¿Por qué vino a Europa?
–Vine a Europa sin ninguna conciencia política. Quería estudiar francés, conocer el país y me fascinaban los poetas franceses, a los que había leído en inglés. Tenía 20 años, no tenía ninguna idea política y todo me parecía maravilloso. No llegué a Francia con ningún gran proyecto. Francia era un país que salía de la guerra, que había terminado 10 años antes, y todavía no estaba en una situación demasiado buena. Me casé con un francés y me quedé. Y Francia ha cambiado enormemente en 40 años. Al principio, las cosas no fueron tan fáciles: criar a los hijos o estar casada en una cultura que no conocía bien, para la que es necesario un proceso de aprendizaje bastante largo. Estoy mejor en Francia que si me hubiera quedado en Estados Unidos. Fíjese si me hubiera quedado... la política estadounidense actual me habría empujado... yo qué sé, a la bebida, a la depresión y al suicidio...
–Cuando pone como ejemplo de una sociedad mejor, el modelo europeo del bienestar social, ¿no le parece que está defendiendo un modelo en peligro, que está sufriendo ataques a los que quizá no sobreviva?
–¿Pero qué otra cosa mejor hay? Por supuesto tenemos que defender ese modelo, hay que protegerlo y mejorarlo. Es una de las grandes creaciones del espíritu humano y deberíamos poder generalizarlo en el mundo. Es una cuestión que no tiene nada que ver con las diferencias culturales. Todo el mundo desea tener suficiente para comer, agua potable, una educación, asistencia médica, medios de transporte, energía. Es verdad que ahora está en entredicho. Está recibiendo ataques del Estado, de la Comisión Europea, de estructuras internacionales como la OMC. Para eso debe servir el movimiento social, para asegurar su defensa y mantenerlo vivo. Reconozco que es cierto que los ataques son poderosos.
–¿Una amenaza, contra el estado de bienestar más grave o menos grave que la que sufrió en la época de Thatcher?
–Lo de ahora es Thatcher elevado a la décima potencia.
–Cuenta usted en alguno de sus libros, que entre los cambios que se debían introducir para conseguir que el capitalismo siguiera creciendo, se necesitaba un cambio ideológico. Convencer a la gente de que no había más remedio que apretarse el cinturón, porque no se podía seguir gastando cadavez más en el Estado de bienestar. ¿Hasta qué punto se ha conseguido introducir esas ideas de resignación e individualismo en la sociedad? ¿Y hasta qué punto, movimientos como el suyo y otros similares, logran que esta idea no prospere?
–El objetivo principal de Margaret Thatcher era acabar con los sindicatos. Consiguió que, en Gran Bretaña, el número de afiliados pasara de siete a cinco millones. Reprimió tremendamente a los funcionarios del Estado, y la mejor forma de hacerlo era privatizar todo. Pero creo que, a pesar de todo lo que se dice sobre la privatización, que es más barata, que ofrece mejores servicios, que es más eficaz, todos hemos podido ver que no es así. Lo que hace falta es dar dinero a los servicios públicos para que puedan mejorar las cosas necesarias. Pero la gente no es tonta. Así que ahora, aunque sigue habiendo grandes presiones para regalarle las empresas al capital –en Francia, lo vemos todo el tiempo, hasta el punto de que el gobierno de Jospin es el que más privatizaciones llevó a cabo–. Nosotros, en Attac y en el movimiento social, luchamos contra eso.
–Hoy sabemos que las privatizaciones de los servicios públicos no garantizan una mejoría. ¿Las presiones para continuar con esa política son hoy menores que hace unos años?
–La cosa no ha terminado. No existen tantas presiones como hace años, pero la situación sigue siendo muy dura. Hoy dicen que no es posible financiar la Seguridad Social ni las pensiones... ¿Por qué? Porque, desde hace 15 años, la parte de lo que llamamos valor añadido en la economía ha aumentado en un 10 por ciento para el capital y se ha reducido en la misma proporción para los trabajadores. Y no dejamos de seguir haciéndole regalos al capital; así que, claro está, queda menos dinero para dedicar a otras cosas. Ese es el proceso económico que vivimos desde hace 20 años: la transferencia de las riquezas del trabajo a las rentas. Hoy, lo que conviene es ser rentista. Tener muchas acciones, tener dinero en efectivo, no necesitar pedir préstamos... no ser joven.
–Aunque en Europa, en general, esto no se percibe con claridad, dicen algunos politólogos de Estados Unidos que en la administración de ese país se está implantando una derecha religiosa que, como una red de vieja moral y buenas costumbres, trata de conseguir el poder en sectores fundamentales, como, por ejemplo, el judicial. Sabemos que Bush incluso reza al comenzar ciertos encuentros con su equipo. ¿Piensa que las ideas neoliberales, en economía, y este modo religioso de penetrar la sociedad, son dos brazos de un mismo cuerpo cuyo fin es crear un mundo nuevo?
–Es un poco más complicado. Por un lado, está ese movimiento religioso, milenarista, con cientos de millones de personas que viven en una especie de fantasía sobre la venida de Jesucristo, y confían en que eso ocurra antes de que mueran. Por otro, están los llamados neoconservadores, que también viven en una fantasía, pero que se consideran los estrategas, con una idea revolucionaria del papel de Estados Unidos; no están próximos, ni mucho menos, a la derecha religiosa, pero algunos estrategas de los que rodean a Bush, sobre todo Karl Rove –director de su campaña y responsable de su contenido político–, supieron ver las ventajas que tenía asociarse con ellos. Toda esta gente forma un movimiento que pretende refundar Estados Unidos. Es la llamada “revolución neoconservadora”. Son una banda de fanáticos, incluso protofascistas, que se proponen anular libertades constitucionales y tienen una idea estratégica del poder. No son como la derecha religiosa. La utilizan, claro, sobre todo en aspectos relacionados con el cuerpo, pero también con la inmigración.
–Una forma de luchar contra esta situación es el voto, pero movimientos como Attac, que usted codirige...
–Yo no codirijo nada. No hay directores en nuestro movimiento. Es un movimiento en el que la base y la cima se corresponden. Yo poseo, como diría Pierre Bordieux, cierto capital simbólico. Pero no dirijo nada. Por supuesto que hay que luchar con el voto, pero votamos cada cuatro o cinco años. Mientras tanto hay que seguir actuando.
–Han pasado 10 años desde que usted escribió El informe Lugano, que fue como un aviso profético de lo que iba a suceder. La gente ha reaccionado, en cierta medida. Se moviliza en las grandes ocasiones, pero no para luchar contra las manifestaciones de esa ideología que nos dice que las cosas no pueden ser de otro modo, en cuanto a las pensiones, la reducción de las planteles o los cierres de las empresas.
–Es verdad. La política es complicada y la gente no siempre ve qué es lo que más le interesa. Muchas veces, los políticos no quieren que se sepa. Europa es un asunto complicado también. Es una lástima, pero es verdad. Ayer participé en una conferencia en nombre de Attac y puse un ejemplo, pregunté quién había oído hablar de la directiva europea Bolkestein. La directiva, que todavía no tiene carácter de ley, propone que una empresa de servicios pueda instalar su sede social en cualquiera de los 25 países de la Unión, y que, a partir de ese momento, las leyes del país en cuestión se apliquen a las actividades de dicha empresa en toda Europa. Usted instala su sede social en Eslovenia –de forma ficticia, no es más que un documento legal–, y todos sus empleados, estén en España, Francia o Finlandia, tendrán que regirse por las leyes eslovenas. Esa es la directiva que quieren que se apruebe. Y nadie ha oído hablar de ella. La gente no reacciona, porque no sabe.
–Hace tiempo entrevisté a Lori Wallace y me contó cómo había encontrado los papeles de trabajo del AMI (Acuerdo Multilateral sobre Inversiones) en la basura, mientras los políticos negaban que estuvieran negociando sobre ese asunto.
–Yo robé documentos en una ocasión, en la FAO, pero fue hace mucho tiempo, cuando era joven. Es un programa que ya no existe, de cooperación con las multinacionales de la alimentación, que la FAO cerró, en parte, por mis críticas y las de un investigador sueco. Me alegré mucho. Mi papel fue más intelectual, pude demostrar que el acuerdo no era bueno cuando testifiqué ante la comisión de investigación designada por Jospin. Aunque éramos pocos los que estábamos en contra, nuestros argumentos eran más sólidos y conocíamos mejor los documentos. Lori Wallace desempeñó también un papel importante. Como es jurista, nos ayudó mucho a preparar nuestros argumentos.
–¿En el período que ha transcurrido entre la publicación de El informe Lugano, en 1999, y la de Otro mundo es posible si..., en 2004, los cambios hacia una mayor concientización de la gente han sido rápidos, o le ha decepcionado la lentitud con la que ocurren esos cambios?
–Nadie sabe por qué los movimientos ascienden en un momento dado ni por qué mueren. Yo no me esperaba nada especial. Creo que hemos avanzado mucho desde Seattle.
–Su trabajo debe producirle satisfacción al creer que está ayudando a despertar a una sociedad más justa. Pero a veces las razones que nos llevan a hacer ciertas cosas son distintas de lo que pueden parecer. ¿Cuál fue el motor que le ha impulsado a usted?
–Para empezar, porque esto es lo que sé hacer. Además es una cuestión de honor. Es mi trabajo, como el suyo es ser periodista.
–Se lo decía porque parece usted una mujer escéptica.
–Alguien me preguntaba lo mismo esta mañana, y mi explicación ha sido que una intenta hacer con los libros como con los niños: los hace, les rodea de ciertos cuidados, intenta darles una existencia estable, y luego, tienen que valerse por sí mismos. Se pierde el control sobre ellos. Yo hago muchas intervenciones públicas, pronuncio muchos discursos, pero no llego ni a la décima parte del uno por ciento de la humanidad. Me limito a hacer mi trabajo. Soy más visible porque en torno a la persona que escribe libros existe siempre una especie de mística.
–Ya, pero si se hace esta pregunta a un novelista, diría que escribe para su propia satisfacción. Lo suyo es otra cosa...
–No crea... También yo empecé a escribir alguna novela y era tan mala que no tengo ninguna intención de continuar. Para mí, escribir no es ningún placer. Es un verdadero trabajo.
–No puedo creer que usted no aspire a influir en el lector, a hacerle reflexionar y hasta a tomar una posición.
–No, yo los dejo en libertad. En mis libros me limito a explicar las cosas que pasan en el mundo: el hambre, la deuda, el Banco Mundial. Presento documentos, pruebas. Y, con todos esos elementos, el lector es libre de hacer lo que quiera. El último libro sí que tiene más intención de impulsar el movimiento, tiene más propósito de implicarse con los demás. Es un libro mucho más personal que los anteriores.
–¿Tal vez por eso se muestra más esperanzada?
–No, la esperanza no tiene nada que ver con un hecho o un documento concretos. Yo soy una persona más bien pesimista, como Gramsci, que hablaba del optimismo de la voluntad y el pesimismo de la mente. La realidad, con frecuencia, al menos para la mitad de la Tierra, es muy negativa y empuja al pesimismo. Pero el optimismo de la voluntad quiere decir que podemos hacer algo. Si tomamos el modelo científico actual, lo que cuenta verdaderamente son los momentos de ruptura que interrumpen los sistemas naturales, los sistemas químicos o físicos. Es imposible prever qué hecho crítico es el que va a trastrocar la estructura; por lo tanto, hay que vivir como si en cualquier momento pudiéramos contribuir a que ocurra. En esa medida, la esperanza tiene una parte racional.
–¿La guerra de Irak es un momento crítico?
–Eso parece, pero todavía no conocemos todas las repercusiones. Hay muchas consecuencias que serán nefastas, por el desequilibrio que se produce en esa parte del mundo que ya estaba bastante desequilibrada.
–En El informe Lugano decía muchas cosas que han resultado proféticas, a propósito de cómo iban a ser las guerras, qué tratamiento se iba a dar a la disminución de la población... ¿Podía imaginarse la guerra de Irak?
–No son profecías, son proyecciones de la realidad actual, consecuencias lógicas. En cuanto a la guerra de Irak, se debe a los deseos de Estados Unidos de aumentar su penetración, sus bases, los recursos naturales –no sólo el petróleo, también el agua–, las privatizaciones, además de las fantasías neoconservadoras y sus deseos de mostrar el poder estadounidense. Era evidente que iban a invadir Irak. Llevaban 10 años diciéndolo. Bush quería hacerlo ya al día siguiente del 11-S. Wolfowitz lo anunció ya en 1992, en las Defense Planning Guidelines (Directrices para la Estrategia de Defensa), un documento que se filtró a la opinión pública. Yo participé, como tanta otra gente, en el movimiento para detener la guerra, pero estaba convencida de que no teníamos ninguna posibilidad de lograrlo, había leído muchos documentos de los neoconservadores y veía que estaban obsesionados por su fantasía. Sin olvidar que estaban muy mal informados, porque no querían estar bien informados.
–¿Por qué ha dicho que, en caso de poder hacerlo, no piensa votar a favor de la Constitución europea?
–Creo que esta Constitución es un gran error y voy a votar en contra. Yo me siento muy europea, creo en Europa; pero esta Constitución sólo favorece el Estado neoliberal, la competencia, el mercado, mientras que la solidaridad es algo que menciona de paso y la cooperación ni la toca. Está centrada exclusivamente en el espacio de mercado. Los derechos sociales no están garantizados; la defensa se sitúa bajo los auspicios de la OTAN, cosa absurda, porque Estados Unidos y Canadá no son países europeos, Noruega está en la OTAN, pero no en la Unión Europea; Suecia, Finlandia yAustria están en la Unión Europea, pero no en la OTAN... En definitiva, es absurdo colocar nuestra defensa en ese contexto.
Además, la asamblea encargada de redactar el texto constitucional no fue una asamblea elegida; y, por si fuera poco, considero que una Constitución no puede tener 360 páginas. Es imposible. Una Constitución es un documento de principio, que debe poder evolucionar. Y este documento no puede evolucionar. No se puede cambiar más que por unanimidad. Algo imposible. La Constitución de EE.UU. no siempre ha protegido al país, pero tiene ese sistema que llamamos de checks and balances, de control y equilibrio –por el que una rama del poder puede controlar a otra, evitar que vaya demasiado lejos–, y que funciona muy bien. Y el documento, en sí, es muy breve. Ha servido para generar multitud de decisiones de jurisprudencia, pero en sí no es más que un marco de referencia. A mi juicio, los europeos han hecho un mal trabajo y espero que no se apruebe su borrador. No se trata de decir no a Europa, en absoluto sino de que Europa no debe construirse sobre esta base y ser un satélite de Estados Unidos.
–¿Ha sido una ocasión perdida?
–Diría que ha sido una ocasión aprovechada por los neoliberales para elaborar una Constitución neoliberal. Es decir, desde su punto de vista, no es una ocasión perdida, todo lo contrario. Para mí, no es eso lo que hacía falta, pero yo no estoy en el poder. Es verdad que, más que una Constitución, es un tratado. Y no hay que olvidar que, según el derecho internacional, un tratado está por encima de las leyes de cada país, es vinculante. Sigue siendo un marco legal que va a regir nuestras vidas, lo llamemos tratado o Constitución.
–En su último libro, Otro mundo es posible si... usted dice, con razón, que la gente ahora no quiere hacer revoluciones, que cuantas hizo en el pasado, acabaron convirtiéndose en algo distinto de lo que se pretendía al iniciarlas. Añade que la gente piensa que para cambiar las cosas es mejor luchar desde dentro. Es más, a esa forma de lucha ha dedicado usted su vida, a conseguir con la fuerza de la razón transformar la sociedad. ¿No le parece que oponerse tan frontalmente a la Constitución contradice este modo de pensar y trabajar?
–No. Al resumen que ha hecho de mis ideas le falta algo. Lo que yo digo es que las grandes revoluciones se han acabado, que ahora no se puede hablar de trastrocar por completo un sistema económico en un gran instante revolucionario como los de 1789 o 1917, porque no existe un centro determinado. Incluso cuando Wall Street sufre un ataque, el 11 de septiembre, a los cuatro días está funcionando de nuevo. No hay un Palacio de Invierno. No hay una clase obrera internacional que actúe como tal. La única clase internacional es la que forman los que acuden a Davos y otros foros semejantes. En ese sentido, la revolución está caduca, pasada. ¿Qué se puede hacer, entonces, para cambiar las cosas? Hay gente que actúa desde dentro y gente que actúa desde fuera. Hacen falta los dos tipos de personas, las que trabajan desde el interior, con los partidos políticos, los burócratas, los periodistas, y las que están fuera, las que se ven –casi siempre las mismas– en las grandes manifestaciones, que ejercen otro tipo de presión. Una presión que debe ser siempre no violenta, porque la violencia, en mi opinión, es contraproducente. Así es como cambiaremos las cosas. Y no me parece contradictorio respecto a mi postura sobre la Constitución.
–En Otro mundo es posible si... defiende con fuerza el modelo de la Unión Europea, la socialdemocracia. Más o menos, en el mismo sentido que se defiende la democracia; no es un sistema perfecto, pero es lo mejor que tenemos.
–Estoy de acuerdo con esa frase de Churchill sobre la democracia. Estoy muy de acuerdo. La democracia no es un sistema perfecto, está lleno de fallas; pero, cuando podemos lograr que unas personas se pongan a discutirsin agredirse, al final, acaban por surgir soluciones. Unas soluciones que después siempre hay que mejorar, por supuesto.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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