Lun 09.08.2004

SOCIEDAD

Los límites del arte en la mirada del horror

Nicola Costantino presentó en el Malba una obra condenada a la polémica: Savon de corps, línea de jabones hechos con tejido adiposo propio. José Emilio Burucúa y Tom Lupo cuestionan la validez ética del trabajo de la artista rosarina, a la luz de uno de los símbolos del genocidio nazi.

Por Jose E. Burucua *

El kitsch proyectado sobre la muerte

Nicola Costantino presenta en una galería de Buenos Aires unos jabones de tocador hechos con sustancias de su propio cuerpo, obtenidas mediante una lipoaspiración. Explica además en un escrito cuáles han sido los propósitos de crítica socio-antropológica e histórica que han guiado su extraño procedimiento de conversión estética de lo que ella llama “residuos patológicos”, extraídos de su propia grasa. No vengo a poner en duda el derecho de Nicola Costantino a disponer de sí misma en la forma en que lo hace, ni tampoco el derecho que asiste a la galerista a exponer los resultados de ese trabajo.
Lo estrafalario suele desnudar los ocultamientos, los prejuicios, las hipocresías asentadas en una sociedad y, en tal sentido, que sea bienvenido al campo del arte. Pero me temo que no estamos ante un caso semejante y por eso me permito ejercer yo también algunos derechos, por ejemplo, el de decir en voz alta cuanto pienso, el de publicarlo si algún editor acepta esta cuartilla y el de exhortar a quienes me lean a no asistir a la muestra de Nicola.
Mis razones son simples. La primera es que, aun cuando la artista asegura tener una especie de nihil obstat de quienes pudieran sentirse afectados por la metáfora inevitable que liga la operación realizada por Costantino a su equivalente del pasado, atribuida a los nazis y realizada con grasa que no era la de esos verdugos sino la de sus víctimas, es decir, los judíos internados en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial, aunque tal dispensa existiese, ello no quita que Nicola ha buscado provocar un estremecimiento en el público, atenuado quizás por las refracciones que la violencia simbólica del acto de extracción de la grasa ha experimentado a través del mundo amable de lo cotidiano, pues esto es lo que implica el haber perfumado y haber dado formas sugerentemente eróticas a los jabones. Tal producción de un cierto temblor interior, finalmente edulcorado por una estetización ramplona, parecería vincular el arte de Costantino con el kitsch.
Pero claro, el kitsch proyectado sobre la muerte engendra conglomerados significantes y emocionales que, gracias a los estudios de Saul Friedlander (Reflections of Nazism. An essay on Kitsch and Death, Bloomington e Indianapolis, Indiana University Press, 1993), hoy descubrimos íntimamente asociados a las prácticas culturales nazis. De manera que el mecanismo estético por el cual nuestra artista suponía, si es que esta suposición existe, desnudar el horror nazi, no hace más que reproducir y legitimar un carácter de esa misma cultura (aquella paradoja de una combinación imposible entre la muerte y el kitsch, emblema sublimado de una vida imposible y tonta sin asomo de tragedia). Mas, hay un agravante respecto de expresiones del Holokitsch como La vida es bella (Benigni) y hasta La caída de los dioses (Luchino Visconti), en las que la belleza escénica induce el giro kitsch sobre la muerte tout court. La proyección kitsch de Costantino se ha ejercido sobre el acto y el efecto de la producción industrializada del asesinato en masa.
La segunda razón me remite a Los endemoniados de Dostoievsky y, en buena medida, se ubica en los antípodas de la anterior. De esa suerte, los jabones de Costantino podrían verse como el resultado de la aplicación de un principio social (“schigalevismo” lo llaman los personajes de la novela, por cuanto Schigaliov había sido el inventor del “sistema”): el principio de que todo está permitido a la élite de los lúcidos autoformados, autoelegidos y autoimpuestos para el gobierno de las masas. En este caso, todo es posible para los connoisseurs, la libertad radical, la burla sin límites, el sarcasmo procaz, pues el resquemor, el escrúpulo y el control ético son instrumentos interiorizados en las almas de los simples con el fin de su más eficaz sojuzgamiento.
A nosotros, los iluminados y conscientes, nos toca ser libres y también sufrir; a los otros, los sometidos, trabajar, subsistir, recostarse en la moralina y vivir así seguros de que el mundo tiene un sentido. En síntesis, me permito aconsejarle, artístico lector, que no vaya a la exposición de Nicola Costantino. El frisson de su contacto con los jabones puede convertirlo, sin que usted se dé cuenta, en el contemplador indulgente, a gran distancia en el tiempo y en el espacio, de un crimen sin nombre. Hay tal vez en este detalle el rasgo de una perversidad inesperada, que va unida al ejercicio perenne de la capacidad mnemónica emocional del arte. Por otra parte, el chigalevismo ha tenido consecuencias históricas horripilantes. Y vos, Nicola, volvé sobre tus pasos, todavía te creo capaz, por otras cosas tuyas que conozco, de hacernos mejores gracias a la transmisión de tu sensibilidad y de tu experiencia estética.

* Licenciado en Historia
de las Artes.


Por Tom Lupo *

“Yo seré un grasa, pero hay cosas que me dan un jabón”

Cuando supe que una artista iba a exponer jabones fabricados con su propia grasa, sobrante de una lipoaspiración, tuve una ligera molestia, cosa extraña en un librepensador, como me considero. Aproveché la extraña coincidencia de tener una vecina que es sobreviviente de un campo de concentración en Polonia y le conté el hecho como una cosa más. La anciana se perturbó notoriamente y de su relato les cuento que cuando metían a los judíos en los trenes que los llevaban a los campos de exterminio, en el andén, la multitud coreaba: “Vas para jabón”. Ella no puede olvidarlo y esta noticia la horrorizó. Entre otras cosas lo vivió como una posible burla y una legalización de semejante perversión.
Entonces pensé que cuando hubo un horror tan grande, la ética sugiere que por lo menos uno analice los alcances de una muestra así.
Si la artista conoce el hecho, es evidente que es ese hecho lo que haría notorio su acto “artístico”. Lo cual lo hace claramente cuestionable.
Si no lo conocía, ¿cuál es el arte de mostrar un jabón? Dado que el origen de la grasa es un relato. Puede ser de vaca, de una amiga, de ella. En el arte combinatorio, en un collage, uno admira el resultado de la combinación final, pero los elementos están a la vista. Aquí para ser considerado arte, alguien tiene que contarle previamente la historia al espectador. Y uno puede decir, ¡ay! de las obras que no pueden explicarse o seducir o repugnar por sí mismas.
A la valoración exagerada de los desperdicios humanos, Freud la llamó narcisismo. Pero, ¿alcanza el narcisismo para ser arte?
“Producir en mi propio placer no me asegura el placer del espectador”, decía Barthes.
Puede que lo mío sea simple miopía y no esté preparado para tomar esta señal como una indicación para un nuevo camino. Tal vez debería empezar a conservar mis heces, posible materia prima fecal de un futuro monumento a lo que hacen algunos seres con la vida de otros seres o con sus recuerdos más sagrados.

* Psicólogo, escritor y periodista.

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