SOCIEDAD
› LAS PENURIAS DE LOS QUE MENOS TENIAN Y YA NO TIENEN NADA
“Sólo para comer en el momento”
En los barrios, los comerciantes tratan de subsistir y los consumidores resignan calidad. Más restricciones al caerse las tarjetas.
Un farmacéutico le vendió ayer los tres últimos rollos de cinta adhesiva que le quedaban en el fondo de un estante a un sanatorio de renombre. “Es de la peor, arranca la piel cuando te la sacan. Pero nadie quiere venderles nada si no hay efectivo.” El ha suspendido las tarjetas pero igual, dice, que no puede más que fiarles pensando en los heridos. En el martes depresivo de ayer el mostrador del Parador Argentino, esquina de San José, un lugar exitoso hasta el último sábado porque ofrece saciar el hambre con una hamburguesa a 1 peso, estaba vacío, diezmado de clientes pobres. “Nadie quiere mucho, sólo para comer en el momento, lo mínimo, lo mínimo”, sintetizaba un comerciante chino en Congreso mientras sus clientes con tarjeta consumían sólo en supermercados, y las ofertas. Ayer los consumidores raleaban preparándose para una restricción imprevisible.
Jorge J. es un vecino de Barrio Norte de 33 años con el último y tardío sueldo atrapado en sus propias manos como un cheque inservible, a cobrar el lunes pasado. Su mujer se enfermó el sábado de neumonía. Para colmo la jefa de su mujer la atormenta para que trabaje desde su casa de todas maneras, aunque no tiene obra social y todo entonces es más caro. Jorge J. no pierde el humor, de todas maneras. Y sale del Coto de Viamonte riéndose de él mismo porque con los últimos pesos había olvidado una bolsa con “dos sopas caracolitos, dos jugos Verao de limón y dos Tang de naranja”. “Eran cinco pesos, pero sin el ticket no me los devolvían, así que grité hasta que llegué al gerente. Es insoportable la idea de perder cinco pesos”, dice y se ríe. “Vamos a matar por dos pesos en cualquier momento”, exagera para reírse.
Con humor se lo toman también las dos trabajadoras del sexo que ayer intentaban hacer unos milagrosos 20 pesos sobre la Avenida Garay abrazándose a sí mismas sus muy generosas bondades. “Nosotras menos mal somos gorditas, porque con esta crisis, nene, vamos a adelgazar todas”, opinan apoyadas contra un muro. Aldana, la rubia, está desde las diez y media cuando son las siete y casi no hizo plata. Ha dejado, Aldana y sus amigas, hasta de comer en la esquina, donde el Parador Argentino las satisfacía con hamburguesas a 1 peso, y lomitos completos a 2, un local que por supuesto no piensa en tarjetas. Su dueño, Pablo Cerezo, un ex gerente de marketing de una discográfica, de 27, invirtió en el peor momento, hace cuatro meses. Pero su oferta de 24 horas funcionó y tuvo el local lleno, hasta el sábado. “Acá vienen los que están peor, gente que vive al día, gente que está en su casa pensando cómo con esa plata hace para comer fideos y arroz, estirándola.”
Así cuenta que hace ella, doña Ramos Milagros –que lleva ese nombre por haber nacido un domingo de Ramos–, a los 75 años comprando en el supermercado de Chang, el chino de Talcahuano al 50. Lleva un paquete de miel, y medio kilo de pan. Gana 214 pesos, unos 64,84 dólares, y con eso sobrevive. “Estos días compro un poco menos, trato de inventar un poco, miro la heladera y pienso más en cómo combinar todo así no se va tan rápido”. El negocio no acepta más tarjetas, y los pasillos están vacíos. Patricia Vaca Narvaja, de Consumidores Argentinos, le dijo a Página/12 que entre el 60 y el 70 por ciento de los comercios ya no recibían tarjetas, mientras ella misma intentaba sacar plata del tercer cajero en el que lo intentaba. Sandra González, de Adecua, sostuvo que los únicos que ayer seguían aceptando tarjetas eran los hipermercados.
Elsa Natale toma dos medicamentos por día a sus setenta y tantos años: las pastillas de carbón, porque los nervios le producen un malestar de los dioses; y las pastillas para dormir, que si no las toma puede ser un infierno la noche. La señora Natale, que no puede salir de su casa, siempre ha usado la misma farmacia, la que dirige Alvaro Agostini, de nombre grabado en un pulcro delantal de farmacéutico, el hombre que cedió la cinta adhesiva al sanatorio. Hace 34 años que se conocen, y que el ritual, antes ella desplazándose por sus propios medios, ahora llevándoleél personalmente las píldoras a su casa, se repite con pequeñas variaciones. Hasta hace algunas semanas, cuando Natale ya no pudo pagar puntualmente. Agostini le muestra al cronista, con cierta rabia, con cierto desprecio por el hecho de tener que ejemplificar lo que él conoce hace bastante, la deuda de la mujer. Son 109 pesos más los treinta y tantos que suma a su deuda de ayer. “Yo no voy a dejarla morir de horror -dice–. Tiene por lo menos derecho a dormir. Toda la vida la he visto comprar remedios. No puedo soportar la idea de no dárselos. Si no se los diera vendría de rodillas a pedírmelos, yo no permitiría eso.”