Sáb 08.01.2005

SOCIEDAD  › NO ASIMILAN EL TRAUMA DE LA GRAN OLA QUE SE LLEVO TODO SU MUNDO

El terror de los niños de Sri Lanka

Por Georgina Higueras *
Desde Atagama, Sri Lanka

Está tan delgada que casi lo único que se ve de ella son sus grandes ojos negros. Es tan pequeña que nadie diría que tiene ocho años. Ishava Sevanthi no ha vuelto a hablar desde que el tsunami la obligó a correr sin descanso. Tomada de la mano de su madre, embarazada de ocho meses, Ishava huyó despavorida de la gran ola que la persiguió hasta lamerle los pies. Desde entonces han pasado casi dos semanas y ella sigue agarrada a la mano de la madre; se esconde tras su panza para esquivar a los extraños y sólo se le ilumina la cara cuando le preguntan si quiere volver a la escuela. Cuenta su padre que Ishava por las noches grita que “el monstruo azul” vino por ella. En la escuela católica de Atagama, medio centenar de kilómetros al sur de Colombo, se han refugiado 305 personas de ese pueblo que quedó arrasado por la furia del océano Indico. Ishava, sus dos hermanos menores y sus padres, comparten con otras seis familias aula y suelo, en el que han colocado unas esterillas de rafia. Pronto tendrán que irse, aún no les han dicho dónde, pero el Gobierno ha dispuesto que en esa escuela se reanuden las clases el día 17.
Ishava pasó los cinco días siguien-
tes a la catástrofe hospitalizada porque no paraba de vomitar y de gritar. Ahora calla de día mientras dibuja monstruos azules sin dejar de atenazar la seguridad que le brinda la mano cálida de Niranthi Champika, quien sueña con que les den una tienda de campaña antes de que nazca el niño, porque “no sé cómo voy a amamantarlo en público”.
A la iglesia de San Sebastián de Devasteniya se accede por un camino de tierra que asciende desde la carretera de la playa. La vegetación es tan frondosa que apenas deja traspasar la luz, pero la iglesia se alza en un cerro despejado. Asani Priyani, de 12 años, es una de las 75 niñas, niños y mujeres que se han cobijado aquí. Está con su madre y tres de sus hermanos. El mayor se fue con unos tíos y la segunda, Kanthi, de 20 años, ha desaparecido. Asani sale todos los días a buscar a Kan-thi por las aldeas y pueblos del interior. Pregunta y vocea su nombre por doquier, pero se niega a acercarse al mar, a mirar si ha regurgitado el cuerpo de su hermana sobre la arena. La pequeña rechaza que Kanthi esté muerta. Su rostro se tensa al oír la pregunta y casi con rabia contesta: “Nadie la ha visto, nadie encontró su cadáver. Seguro que nos está buscando como nosotros a ella”.
Aquella funesta mañana, Asani había ido a comprar pan. Todos menos ella estaban en casa y la gran ola los hizo salir en estampida. No sabe muy bien cómo, porque todo el mundo corría, pero se encontró que su madre la tiraba de un brazo. Varias horas después de la catástrofe se reunieron con otros tres miembros de la familia. Al día siguiente, cuando el miedo dejó de aflojarles las piernas, descendieron hasta las ruinas de la casa. Allí había acudido también el padre con el más pequeño de los seis hermanos, de siete años. Sólo faltaba Kanthi.
El barco de su padre está destrozado en mitad de la playa de Beluwara, pero Nadesan Jayalath, de 9 años, hace guardia sobre los restos. La gran ola lo dejó confundido. El siempre quiso ser pescador, como su padre y como su abuelo y como éste le contaba que había sido su padre. Así hasta llegar a Simbad el Marino, que navegó por estas tierras, según se narra en Las Mil y Una Noches. Ahora, “todos los barcos están rotos. No sé cómo vamos a pescar”. Nadesan quiere que empiece el colegio. Entre las vacaciones y el tsunami lleva casi cuatro semanas sin clases y está cansado de no tener nada, ni siquiera una escuela a la que acudir cada día. De la casa no queda más que el recuerdo y este tiempo ha dormido con sus padres en distintas viviendas. No se queja. Sabe que hay miles de chicos que perdieron a su familia.
A Shiromi, la más pequeña de cuatro hermanos, la niñez se la arrancó definitivamente la ola, que la introdujo de golpe, a sus 16 años, en la edad adulta. Aquella mañana, Shiromi perdió a su padre, un albañil al que adoraba. Encontraron el cadáver al día siguiente. Una sensación de vacío la inunda desde entonces. La tristeza se refleja en sus ojos almendrados. “¿Por qué nos ha pasado esto a nosotros?”

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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