Dom 12.06.2005

SOCIEDAD  › TIENE 20 AÑOS Y HACE TRES QUE ESPERA DETENIDA QUE LA JUZGUEN

Olga Verón, el otro caso Tejerina

Su padre, un policía dado de baja por homicidio, la golpeaba y violaba sistemáticamente.
Sus denuncias no sirvieron, porque en Jujuy no había Comisaría de la Mujer y porque los amigos del padre en la fuerza lo protegían. Un día no pudo más y lo mató con su propia arma. Después de varios intentos de suicidio, espera presa.

Por Marta Dillon
Desde Jujuy

Cada una de las veces que en las puertas de los tribunales de San Salvador de Jujuy se ha reclamado por la libertad de Romina Tejerina, se ha mencionado también su nombre en plural. Por Romina y por todas las rominas, se dijo como consigna, para nombrar de alguna manera otros destinos silenciosos que siguieron la huella de patrones ancestrales hasta toparse con la sin salida que impone la violencia de género. Olga Verón es un nombre propio que se recorta de ese plural, aunque no se anote en ninguna bandera. Tiene 20 años y está detenida en el mismo penal que Romina. Hace tres años que espera una fecha para el juicio oral, que al menos podría poner palabras a su historia. A los 17 mató a su padre, un policía al que Olga había denunciado por haberla golpeado y violado reiteradamente. Es una presa sin condena, su voz es tan débil que la única manera que encontró para hacer oír su grito en el cielo es abrir su cuerpo hasta que sangre, tantas veces, que apenas queda lugar en sus brazos para una nueva cicatriz.
Olga y Romina vivían en el mismo pueblo, San Pedro, a 47 kilómetros de San Salvador, sobre ese camino que arranca en la capital de la provincia y se conoce como “la ramada”, en honor al trecho del ferrocarril que se abría de las vías que conducían a Buenos Aires para unir los pequeños pueblos que se acomodan –o acomodaban– en la zona más tropical de Jujuy. Es una línea que terminaba en Pocitos, el límite con Bolivia. San Pedro, Palpalá, Zapla, Libertador General San Martín, localidades que se podrían nombrar por sus industrias, hoy casi desmanteladas: los ingenios La Esperanza y Ledesma, o la acería de Altos Hornos, en Zapla, han vomitado desocupación en las últimas décadas y hoy florece prácticamente como un trabajo alternativo la prostitución o el tráfico hormiga de cocaína. La ramada, para las y los jujeños, es una zona roja. Tanto, que hace escasos dos meses fue descubierta allí una red de prostitución infantil que supuestamente regenteaba Gustavo Ponce, dueño de radio Transamérica y conductor de Canal 7 de Jujuy. Ponce también está acusado –y detenido– de haber violado a su hija. La violencia sexual no reconoce clases sociales.
Las chicas se conocieron en la cárcel. Cuando Romina entró, Olga fue de las que le gritaban “guasa”, para enseñarle el desprecio que genera en cualquier población penal una mujer que mata a su progenie. “Pero después, ella me entendió –contó Romina a Página/12–, porque entiende lo que significa una violación.” Y también entiende el mandato de silencio de Olga: “Mi papá me abusaba a mí y a una de mis hermanas, por lo menos, porque cuando a mí me detuvieron, la que es más grande que yo, vino desde Buenos Aires para que los jueces también la escuchen a ella. Pero mi mamá no nos hacía mucho caso, porque ella también era golpeada. Además, yo lo denuncié muchas veces, porque él me quería matar, pero como era policía, en la comisaría eran todos sus amigos”.
Una de esas veces en que Olga denunció a su padre por maltrato, los golpes eran tan evidentes que el médico forense no pudo hacer otra cosa que elevar su caso al juez Jorge Samman, el mismo que sobreseyó en 23 días a Emilio “Pocho” Vargas, el hombre acusado por Romina de haberla violado. “Pero el juez me llamó a una audiencia con mis padres y me dijo que tenía que respetarlos, que mi papá iba a cambiar, a pesar de que le pedí por favor, que ya no quería vivir con él.” Esa audiencia fue dos meses antes de ese 10 de julio en que Olga dijo basta. “Ese día me había manoseado y me había pegado y había dicho que iba a matar a la mami. Entonces, esperé que se durmiera y fui a buscar su arma reglamentaria, le hablé para ver si contestaba y disparé.” Olga confesó que ella había percutado un arma que su padre no debería haber tenido. Estaba retirado a la fuerza de la policía, después de haber asesinado al novio de una de las dos hermanas de Olga.
Estuvo un poco más de un año detenida. El 23 de octubre de 2003 le otorgaron una libertad vigilada, tenía 17 cuando disparó contra su padre y esa edad le abrió la puerta al beneficio de poder esperar el juicio en compañía de su mamá. “Pero ella no soportaba escuchar que el papi nos violaba, nunca se había querido dar cuenta y me dejó muy sola.” El 6 de diciembre de 2003 volvieron a detenerla, después de que rompiera un vidrio durante una discusión con su madre. Algunos domingos, esta mujer visita a su hija en el penal de Alto Comedero, pero está desocupada y el viaje desde San Pedro se convierte la mayoría de las veces en una distancia infinita. De todos modos, Olga grabó en una de sus piernas esa palabra que en abstracto le da consuelo, “mamá”, aunque cuando encarna en la figura de esa mujer sufrida la comunicación se haga difícil.
Olga acusa al juez Samman por su situación, “creo que él podría haber hecho algo antes de que yo no pudiera más”. Y también se anima a pensar que le hubiera hecho falta que la Comisaría de la Mujer de San Pedro hubiera estado abierta para ella, “pero la cerraron por la misma época que me detuvieron”. La misma época, mitad del año 2002, en la que Romina denuncia que fue violada por su vecino. ¿A dónde hubiera denunciado si hubiera tenido la fuerza para hacerlo? ¿En la misma comisaría donde ella soñaba que alguna vez iba ocupar, vestida de uniforme? “Yo quería ser policía –dijo Romina el último miércoles–, pero ya sé que nunca voy a poder serlo. Por esto que estuve detenida ¿no?”, se preguntó antes del final del juicio, soñando con que la detención pronto fuera pasado.
“Yo quisiera que alguien me escuche –dice Olga, desde el penal–, yo le quiero mostrar un recorte de diario que tengo de una chica de Misiones que también mató a su padre, así como yo. Porque yo pienso que también nos podría ayudar que los padres nos dieran más contención, porque, a veces, las chicas no sabemos a dónde pedir que nos ayuden.” En la visita en la que Olga habla, este jueves, su único disco de Los Redondos suena sin parar. Ella acaba de romper una de las pocas remeras que tiene para usarla de soporte para sus pinturas. Eso la calma, la música y los duendes y las hadas que dibuja y que no parecen salir de esa mano marcada por los tatuajes “tumberos” –hechos en la cárcel con elementos precarios– y por los cortes que cada tanto le permiten, al menos, salir del penal para visitar el hospital. “Ya no sé qué hacer, porque nunca me llaman del juzgado, mi abogada no me visita. Hace una semana, después de que se ahorcó una compañera –Sonia Sequeiro, de 25, quien pocos días antes había hecho otro intento de suicidio– me tragué unos vidrios para que el juez me llame. Y me llamó, pero a veces, no entiendo lo que me dicen.”
Ahora, Olga y Romina ya no comparten el pabellón. Tal vez un resto de resentimiento por lo acompañada que está la segunda, tal vez porque Olga apenas puede encontrar un sentido al sinfín de días que lleva encerrada sin que haya por delante un horizonte cierto. Romina dice que lo único que la salva cuando está muy triste es “escribir cartas, como la que las mujeres han leído, ¿usted las leyó?”, pregunta con su voz infantil. Olga también escribe, poemas a veces, palabras que quedan bajo su piel, otras tantas. Entre cicatriz y cicatriz, en su antebrazo derecho tiene tatuado un sol. “Es el que algún día tiene que salir para mí.”

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