SOCIEDAD
› LA ANGUSTIA DE LOS SOBREVIVIENTES SEIS MESES DESPUES
Las cicatrices del tsunami
En ciudades de Indonesia todavía siguen apareciendo cadáveres bajo los escombros. Los niños expresan su miedo dibujando monstruos azules y los adultos temen un nuevo ataque desde el mar.
Por Georgina Higueras *
Día a día, la frustración y el miedo crecen entre los más del millón de desplazados que sobrevivieron a la gran ola, que el 26 de diciembre de 2004 se llevó sus casas, sus medios de vida y a muchos de sus seres queridos. La catástrofe fue tan brutal, tan inesperada, que los gobiernos de los países afectados han tardado meses en asimilarla, en saber qué hacer y cómo gestionar –al igual que sucedió a las ONG– la lluvia de millones que desató la generosa respuesta internacional.
La naturaleza es la que menos ayuda. Desde el terremoto que aquella mañana enfureció las aguas del Indico y se llevó la vida de unas 250.000 personas, la tierra no ha dejado de temblar en torno de la isla indonesia de Sumatra. Las sacudidas se suceden cada pocas horas y en este medio año ha habido al menos 11 terremotos de magnitud superior a 6 en las escala de Richter. El sismo de 8,7 ocurrido el 29 de marzo en las cercanías del islote de Banyak, frente a la costa oeste central de Sumatra, convirtió en una ruina la isla de Nias y dejó un nuevo reguero de muerte, desolación y espanto.
La gente se siente confundida. ¿De dónde procede la amenaza, de la tierra o del océano?, se preguntan los encerrados entre las cuatro paredes de aglomerado de las viviendas prefabricadas de cuatro por cinco metros, esos habitáculos básicos para poder rehacer sus vidas y que, hasta ahora, sólo han conseguido algunas decenas de miles de afectados.
Para las víctimas, todo va muy despacio. Sumidas en su propia desgracia, se desesperan al ver que el tiempo pasa y siguen sin reconstruir sus casas, sin los pequeños negocios con los que se ganaban la vida, ni el barco con el que salían a la mar a sacarse un salario. Para aquellos que vivían del turismo en la isla tailandesa de Phuket, en Sri Lanka o en Maldivas, a la maldición de entonces se suma la ausencia de visitantes de ahora.
La semana pasada comenzó oficialmente en Indonesia el proceso de reconstrucción, que dirige la Agencia de Reconstrucción del Gobierno. Lo que más retrasó el arranque del proceso fue la búsqueda de terrenos donde levantar de forma permanente escuelas, hospitales, viviendas y los servicios esenciales.
Dinero no falta, ni tampoco ONG dispuestas a quedarse los cinco años que durará la reconstrucción, pero después del caos de la fase de emergencia, Yakarta, en cooperación con Naciones Unidas, seleccionó con rigor los proyectos, para que no se solapen y poner freno a la desorbitada competencia entre algunas ONG, que dieron un pésimo espectáculo. La avalancha de ONG y la urgencia de algunas de éstas por hacerse la foto con la ayuda aportada provocaron el desconcierto de los gobiernos y la ansiedad de la población en los primeros meses, y un auténtico caos en la administración de la ayuda, según reconocen algunos cooperantes.
La desorganización, a la larga, hizo mella en los sobrevivientes y aumentó su miedo a ser los grandes olvidados. Una idea del horror vivido en estos seis meses en Indonesia, el país más castigado, lo da el que todavía siguen apareciendo cadáveres bajo los escombros de Banda Aceh y Meulaboh, principales ciudades de la región. Aún hay 90.000 desaparecidos y 500.000 desplazados, la mayoría realojados en casas de amigos y parientes.
Nadie ha olvidado que el tsunami se cebó en sus víctimas porque las sorprendió desprevenidas y a sus gobiernos sin preparación y sin sistemas de alerta. El Indico carece –ya se está poniendo en marcha– de un sistema de alerta temprana como tienen los países del Pacífico.
Médicos del Mundo, Cruz Roja y Médicos sin Fronteras, entre otros, han determinado que uno de los mayores problemas que enfrentan los supervivientes del tsunami es el deterioro de la salud mental. La gran ola puebla sus sueños y sus largas noches de insomnio. Y no saben dónde volvera empezar: ¿a la orilla del mar asesino o lejos de su tradicional medio de vida?
Como suele ocurrir con las desgracias, los más pobres son los más afectados. Muchas de las víctimas del maremoto vivían en chozas levantadas sobre la arena. Colombo pretende hacer cumplir la ley que prohíbe vivir a menos de 100 o 200 metros de la playa, pero en un país tan densamente poblado como Sri Lanka –20 millones de habitantes en 65.610 kilómetros cuadrados de extensión– la tierra tiene un valor incalculable. A esto se añade el conflicto étnico que desangra la antigua Ceilán desde hace más de 20 años y que ha dejado el noreste de la isla bajo el control de los Tigres de Liberación de la Tierra Tamil. Pese a la tregua alcanzada en 2002, aún hay 300.000 desplazados. El tsunami ha convertido a muchos de ellos en doblemente desplazados, aunque otros muchos, que llevan 20 años viviendo en tiendas de campaña como refugiados en un conflicto olvidado, consideran a los nuevos damnificados “víctimas de lujo”.
La gran ola colocó un cinturón de muerte a lo largo de tres cuartas partes de la costa de Sri Lanka. Hubo 30.000 muertos y aún hay 9000 desaparecidos y 200.000 desplazados, de los que 15.000 han sido realojados en viviendas semipermanentes.
El miedo que los niños plasman en dibujos con monstruos azules, como el color del mar, hace que mucha gente no quiera volver nunca más a vivir sobre la playa, pero otros no se acostumbran al interior y, pese a la prohibición, volvieron a levantar allí sus chozas.
En India, donde el gobierno no quiso recibir ayuda internacional, la emergencia funcionó muy bien, pero después cayeron en el olvido y hoy, decenas de miles de sobrevivientes siguen sin casa y sin esperanza.
En las cálidas playas de Phuket, donde la gran ola se tragó a centenares de turistas occidentales, el paso del maremoto se aprecia sobre todo en los hoteles y restaurantes vacíos.
La cicatriz que dejó el tsunami es terrible, porque la herida fue larga y profunda. Y sigue abierta.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.