SOCIEDAD
› UN TALLER DE MUSICA PARA DETENIDAS EN EZEIZA
El blues del sol en la prisión
› Por Cristian Alarcón
Al evento lo conduce un locutor de cara conocida: el actor que fue portero de Señorita Maestra, el de las blancas palomitas. Quizá por eso, y por las notas musicales de cartulina, el evento carcelario tiene algo de escolar. Más de trescientas presas rodeadas de recias guardiacárceles tararean: “Los caminos de la vida no son lo que yo esperaba...”, el hit de Vicentico. Interpretada a punta de guitarra y coro, la canción suena mejor que el himno entre las paredes de concreto. Fue ayer en la Unidad 31, la más nueva de las cárceles de mujeres de Ezeiza, durante la entrega de diplomas a casi un centenar de detenidas que participan desde marzo en talleres de música organizados a partir de un acuerdo entre el Ministerio de Justicia y la Secretaría de Cultura de la Nación. Como número fuerte, la Orquesta Juan de Dios Filiberto hizo tangos clásicos: desde Adiós Nonino, hasta Libertango. “Me estremece pensar qué historias habrá tras ellas, desde las más terribles a las más hermosas”, dice Guadalupe, una de las violinistas de la orquesta.
Ellas, espléndidas, impecables, mostraban cierta euforia contenida, el reflejo de una tarde extraordinaria en medio de la monotonía que significa el gris encierro. No todas las que allí estaban habían pasado en los últimos ocho meses por los talleres que funcionan dos veces por semana para crear tras las rejas al menos una isla “de aire y luz”. Así describió su taller de canto y guitarra una de las detenidas de la U3, el viejo Instituto Correccional de Mujeres, donde en un penal para 375 se hacinan más de 700. “Es distinto estar allá que en la 31 –comenta María, cuando termina de guitarrear la zamba Luna cautiva–. Pasé por esos pabellones y vivís rodeada de ratas, sacándole las cucarachas a la comida”. El secretario de Política Criminal, Alejandro Slokar, reconoce la situación: “Apostamos al compromiso de poner un poco de luz a la cara más oscura del sistema penal –le dijo a Página/12–. Es cierto que necesitamos reformas estructurales para superar la superpoblación, pero cuando reina la exclusión, a través de estos talleres se logra un respiro, bienvenida sea la música”.
María mira a los ojos como si explicara una doctrina: habla del futuro. El taller fue un alivio este año tan largo, el último de su condena de cuatro por intentar pasar por el aeropuerto Ezeiza, tan cerca del penal, una carga de 700 gramos de cocaína. “Fui la chica entregada. El de adelante era mi novio de seis años y él sí pasó con 25 kilos. Es un sistema: te entregan a vos para pasar una carga mayor”. Ella, con 29, está en el promedio de edad de las chicas que aplauden a rabiar a la orquesta. “Casi el noventa por ciento está por delitos vinculados al tráfico de drogas”, apunta. “La mía es una causa armada”, dice una colorada. “A mí me tienen hace dos años sin condena”, dice otra, con su bebé en brazos. Son 92 las que crían a sus chicos en prisión, hasta que cumplen los cuatro años. Cantan en grupo y entonan temas que son como conjuros contra el encierro. La cigarra, Luna cautiva, Carito y un blues que una rubia, polaca de media lengua, canta como si fuera una chica de Lanús: “Me gusta estar al sol. Me gusta estar al sol”, repite, y la violinista llora estremecida.