SOCIEDAD
› LA TRAMA DEL PODER NARCO DETRAS DE LA MASACRE DEL BAJO FLORES
Todos tus muertos
Una semana atrás, cinco personas fueron acribilladas durante una procesión en un barrio humilde de Buenos Aires. La inédita matanza puso en evidencia el orden paralegal que impera en diversas zonas de la ciudad. Una investigación de Página/12 muestra qué se juega en esa disputa de poder, cuáles son sus particulares reglas y cómo sobreviven los vecinos atrapados en medio de la violencia.
› Por Cristian Alarcón
De pronto la fiesta se interrumpió ante los ojos del Cristo moreno. El Señor de los Milagros, la máxima figura religiosa del Perú, marchaba sostenido por sus fieles ataviados con sus vestidos color morado. El gentío se había detenido frente a uno de los altares que se levantan a lo largo de la procesión. Cada tanto aparece uno y entonces los peregrinos paran, tiran petardos, papel picado, gritos de júbilo al cielo. Bailan, brindan por el Señor. En eso estaban, en la esquina de la avenida Bonorino, frente a una casa de tres pisos, cuando los tiros de los sicarios hicieron volar a los cristianos, desperdigados en una estampida rápida, como de corrida de toros; desesperados. Cinco personas murieron, incluyendo un bebé que iba abrazado a la espalda de su madre. Diez quedaron heridos. Así, en quince minutos de metralla, el Bajo Flores supo, o confirmó, que sus habitantes son rehenes de una guerra ajena. El ataque muestra una trama más de la Argentina pobre: la territorialidad narco y la capacidad impresionante para construir mediante el control de la seguridad un “orden paralegal”. Esta investigación da cuenta de ese orden y de sus personajes: vecinos que negocian como pueden su supervivencia tras las fronteras de la legalidad.
Es apenas un nombre. Es la silueta de un morocho que viaja en moto estilo Harley por las calles de la villa 1.11.14, dueño del territorio, sin rostro. Es un nombre imposible de nombrar, aunque lo hayan dicho sus ex soldados, sus vecinos, sus detractores, sus admiradores, después de mucho insistirles en que el periodista no es un traidor. Aunque finalmente lo hayan nombrado y él sea de los miles que viven en el Bajo Flores entre las balas y las luchas por el poder: el capo de todos los capos. Aquí, en esta crónica, por motivos de seguridad y por un acuerdo con los que se atrevieron a nombrarlo, se llamará Salvador. Llevará, como los testigos y los vecinos y las vecinas, un nombre de guerra. Salvador: así lo definen, de hecho, los que hablaron; es el narco y, al mismo tiempo, el salvador, el protector. Fue a él y a sus familiares a quienes –suponen– quisieron matar a las seis de la tarde del sábado 29 los asesinos venidos para disputarle el poder.
Linajes
La historia que volvió a estallar a los pies del Señor de los Milagros comenzó hace mucho en el barrio que se fue armando a lo largo de tres décadas entre las avenidas Bonorino, Varela, Riestra y la Calle Sin Nombre, frente a la cancha de San Lorenzo. Hasta hace unos siete años dominó la zona un antológico personaje del hampa peruano: Julio Voladora. Era un jefe con códigos aun más rígidos que los que imperan hoy: “Petiso, narigón, el tipo empezó a romperle la cabeza a todo el mundo. Decían que había sido capo de Sendero Luminoso, por eso sabía de asaltos. De a poco se hicieron fuertes otros como Chamorro; hasta que lo mataron y se quedaron con el poder. Entonces, Salvador era un soldado más”.
El hombre que recuerda a Voladora habla desde su experiencia. Los conoció de cerca. Trabajó para ellos en otras épocas. Decidió que no era más lo suyo y partió hacia la provincia, donde ahora vive como remisero y de vez en cuando hace un trabajo al que lo invitan viejos conocidos. “Chamorro te daba una 9 milímetros y un chaleco antibalas y te mandaba a boletear, hasta que le tocó el turno a él.” El 11 de febrero de 1999 hizo un calor que no dejó dormir a nadie. Chamorro jugó un partido de fútbol con sus guardaespaldas en la Canchita de los Peruanos, un lugar inaccesible, en la manzana 21. Gambeteaba, a sus cuarenta años, haciéndose el pibe. No alcanzaron a correr. Los bajaron con fuego cerrado. “Uno de los muertos vino a quedar agarrado de mis rejas”, cuenta ahora Marisol, una madre de cinco chicos que intenta explicar que “los narcos se volvieron un mal necesario. En definitiva, Salvador no vino a hacer daño, vino a hacer negocios.”
Tras la muerte de Chamorro, entonces, Salvador ocupó la jefatura. Y lo secundó su hermano. Juntos armaron un pequeño ejército que funciona aceitadamente y se respira apenas se pisa la villa. En cada esquina estratégica hay uno o dos “marcadores” que se encargan de avisar con silbidos y señales el ingreso de un extraño. A los marcadores los suceden en el orden jerárquico los vendedores, y éstos se agrupan a su vez bajo el mando de los chacales, especie de mayoristas autorizados y segundos mandos del capo. Entre ellos rige un código que permite el dominio piramidal sin titubeos: a la primera falta, la sanción para el soldado es raparlo. A la segunda falta lo castigan con un tiro en una pierna o un brazo. El tercer error es el fatal: muere acribillado.
En estos cuatro años, la gestión de Salvador parece haber sido más exitosa que la de muchos gobiernos locales a lo largo del país: logró el control territorial de la mayor parte de la villa, dio empleo con sueldos que pasan los 900 pesos mensuales a medio centenar de jóvenes que forman su pequeño ejército privado, prestó dinero, socorrió familias desesperadas, limpió de delincuentes grandes áreas de la villa, desplazó a los paraguayos, hizo crecer el negocio y se mantuvo en el poder sin enemigos con fuerza suficiente para desbancarlos. Amén de una deslumbrante capacidad para no ser molestado por la policía –la mayor parte de su territorio está bajo la jurisdicción de la 38ª– y del hecho “fortuito” de que la única investigación judicial seria que se emprendió en su contra fracasó gracias a que un juez le negó los allanamientos a la fiscalía porteña con un argumento jurídico-burocrático: una falta de competencia.
Protectores
Pero mejor salir por un momento de la trama oscura para mirar a la luz de la vida cotidiana de doña Carmen, de 64 años, tres hijas con su misma cara redonda y una vitalidad extrema para relatar sus porqués. “Debemos reconocer que a muchos vecinos peruanos de nuestro sector los llamamos protectores. Ellos no dejan que los ladrones entren en el sector Bonorino-Varela. Antes les poníamos cadenas a nuestras casas y entraban igual. Hace más de cinco años que vino la tranquilidad.” De a uno, en todas las tonadas del sur americano, los hombres y las mujeres de trabajo defienden la memoria de los cinco muertos de la procesión: “Lo que queremos es que nuestros muertos descansen en paz. ¿Qué cuentas iban a ajustar ellos con un bebé como el que mataron?”, se pregunta una mujer que sale del círculo de deudos frente al cajón que velan en una capilla. “Para colmo, el único de los muertos que había sido de la banda ya se había retirado por su familia y trabajaba legal”, se quejan en coro los vecinos para desmentir la idea de que todos en la villa llevan una vida criminal.
Caminar por la villa y sentir el pulso del trabajo es una buena manera de entender lo que dicen. Comercios, talleres, casas en construcción, verdulerías, peluquerías, locutorios, muchos sitios para navegar en Internet se suceden en el camino laberíntico que va de la calle Varela a la Bonorino, donde fue el tiroteo. Le piden al cronista que se lo aclare a los porteños que viven “en los barrios chetos”. “Ha sido siempre así: no les importamos y nos discriminan por ser extranjeros y por ser de la villa. Mi hija hoy no quiso ir a la escuela. La preceptora la encaró mal: ‘¿Qué pasó en tu barrio? ¿Así que son todos narcos?’. Ella, pobre, me pide ahora que no quiere ir hasta que esto se calme porque le da vergüenza.”
A doña Dolores le quedó claro el rol del narco cuando su marido, albañil, fue asaltado. La parejita que lo “rastrilló” pasó frente a su casa. Iban a comprar cocaína. De ellos se encargaron los hombres de Salvador. Los agarraron, les dieron una golpiza y los mandaron a buscar lo robado. Y se lo entregaron a doña Dolores. “Habían roto los papeles, así que me trajeron pedacito por pedacito”. Don Samuel, viejo vecino boliviano, suma al anecdotario del protector: “Yo conozco el caso de un muchacho violador que le mostró las partes genitales a una nenita. Para la tarde de ese día ya lo habían echado. Casi lo matan, se tuvo que ir a la provincia. Por eso la gente lo considera un salvador”.
–¿Pero no sería mejor que fueran a la policía?
–Cuando íbamos a denunciar a la policía, en la 36ª y en la 38ª nos decían: “No podemos hacer nada porque eso es una villa. ¿Por qué no sale de ahí? Porque si sigue en la villa siempre le va a pasar lo mismo”.
Cristo moreno
Volvamos a la procesión, a los días previos, al Señor de los Milagros. El Cristo es una figura globalizada nacida en un paredón de la antigua Lima en 1655 cuando se desató sobre la ciudad un terremoto que derrumbó iglesias y mansiones. La furia del temblor destruyó Pachacamilla, territorio de esclavos, en las afueras de la capital. Quedó en pie sólo el adobe sobre el cual un negro angoleño había pintado la imagen de un Cristo moreno. El 20 de octubre de 1687 un tsunami arrasó Lima y con ella la capilla que se había levantado para el Señor. Sólo quedó en pie el Señor de los Milagros. La iglesia ordenó una copia al óleo y procesiones los días 18, 19 y 28 de octubre de cada año. La de Bajo Flores fue apenas una de las 27 procesiones que se hacen en todo el mundo para estas fechas. En Lima convoca a más de un millón de personas. Y los inmigrantes han mundializado el culto llevándolo de Barcelona a Milán, de Ginebra a Estocolmo, de Nueva York a Chicago.
La crónica de Indias cuenta que ya en sus comienzos la adoración del Cristo moreno generó conflictos. “Muchas veces se produjeron hechos de índole distinta a las prácticas religiosas, terminando las autoridades por dar la orden de borrar al Cristo de Pachacamilla”, dice un escrito de la época. Pero el Cristo no se dejó borrar, los que lo intentaron enloquecieron. En los últimos años la adoración al Santo generó trifulcas. El año pasado, mafiosos japoneses integrantes de la “yakuza” cortaron la procesión del Cristo en la ciudad de Oyama, prefectura de Toguchi. En Buenos Aires, este año el recorrido de la imagen del santo debió correrse del Centro a San Cristóbal y Balvanera. “Esto sucede –informa la Gaceta del Perú– gracias a un bochornoso espectáculo de rencillas que impidieron que la imagen ingresara a la Catedral. Se lo disputan como un trofeo de guerra.”
Pero no fue la propiedad del Cristo lo que se disputó en la avenida Bonorino durante la última procesión. En este caso, los que llegaron en los coches con ametralladoras eran hombres liderados por un viejo conocido, un personaje que fue compañero de Salvador en los comienzos y que habría participado de la eliminación de Chamorro: se lo conoce como Ruti. Juntos estuvieron presos en Devoto, donde la relación se rompió. Salvador se sintió traicionado. Tuvo que hacer frente solo a la “protección” que un “transa” debe pagar para sobrevivir entre delincuentes. Al salir de la cárcel, “Ruti debió recluirse en la zona de Retiro. Se hizo fuerte y, por lo visto, decidió regresar”, cuenta una mujer cercana a los muchachos. “Ruti hace poco andaba ofreciendo siete mil pesos, un chaleco y un arma para bajar al uno”, cuenta un ex soldado. De todas las hipótesis, la más espeluznante, aunque la más sensata, es la que los propios vecinos y vecinas se atreven a contar en voz baja.
Hace un mes violaron a una niña de doce años. La devolvieron al borde del desmayo, después de un día de secuestro: fue abusada y cayó en el hospital con una sobredosis. Ahora, en un tiroteo en el que no hubiera sido muy difícil dar en el blanco, “porque los hombres vestidos de morado que llevaban al Cristo eran de la familia”, sólo murieron inocentes. La mujer, entre el miedo, la realidad y la negociación con lo paralegal, explica su hipótesis: “Ellos saben que no van a conseguir el poder si no matan a la cabeza, pero saben que a la cabeza acá los vecinos lo quieren. Si ellos hacen cosas como éstas, si violan, si matan, y los vecinos empiezan a pedir seguridad, puede venir Gendarmería para barrer a los muchachos. Entonces habrá un vacío de poder y ellos podrán quedarse con todo. Porque si vamos a la Justicia, vamos a tener seguridad y justicia por una semana. Después otra vez se van a olvidar, porque en el fondo no le importamos a nadie”.
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