Don Jacinto, entre Marbella y Marina Grande, es pública y gratuita. Fue entregada por los privados tras una batalla judicial.
› Por Carlos Rodríguez
Desde Mar del Plata
“Esto es como poner la mortadela al lado del jamón del medio. Pero, bueno, nos gusta la mortadela.” Sebastián es del barrio porteño de La Paternal y su amigo Alejandro vive en Floresta. Mientras juegan al tejo en la playa pública Don Jacinto, habilitada en la presente temporada, los dos hablan de las distancias que existen entre el balneario que ellos frecuentan y los dos paradores privados vecinos, Marbella y Marina Grande. Las diferencias se marcan desde el nombre. Don Jacinto, a fuerza de recursos judiciales de amparo presentados por los vecinos de la zona del Faro de Punta Mogotes, se abrió como un espacio de 40 metros de ancho entre los dos primeros balnearios de la zona sur, una de las más cotizadas de la costa marplatense. “Me parece que es un lugar funcional y hasta agradable, con una escalera para comodidad de los que vienen de la ruta y tienen que atravesar los médanos; también hay sanitarios, guardavidas y hasta inspectores municipales”, sostiene Aníbal Villola, apoderado de la empresa Cabo de las Corrientes SA, que tiene la concesión de las dos playas privadas. La firma se negaba, el año pasado, a dar un espacio gratuito para llegar al mar y a la arena sin tener que pagar peaje a las concesionarias que habían copado todos los accesos.
“El lugar está bueno, la arena es limpia; lo que me preocupa es la seguridad, porque mucho no confío en la gestión pública. Igual me quedé acá porque no hay obligación de alquilar una carpa.” Mario es un comerciante mendocino que padece sobredosis de noticieros de TV: “Hay mucho robo, mucha violencia, mucha violación”, repite mientras le hace una radiografía a cada uno de los que pasan. El acuerdo judicial que hizo posible el nacimiento de Don Jacinto fue firmado por Cabo de las Corrientes y la Municipalidad de General Pueyrredón. El convenio le puso fin a una disputa que había sido abonada con discusiones, desencuentros, acusaciones cruzadas y cortes, por parte de los vecinos, de la Ruta 14 interbalnearia que lleva a Miramar.
Lo único que sigue siendo privado es el servicio de gastronomía, a cargo de los dueños del parador Tacuara, que quedó dentro del predio cedido a Don Jacinto. “Nosotros estamos bien, porque como la arena es pública y no hay que pagar carpa ni sombrilla, viene más gente que antes y las ventas, en vez de bajar, subieron”, dice Miguel, uno de los empleados, mientras corre para satisfacer los pedidos de hamburguesas “buenas y baratas”, pregona. El ambiente en la playa pública es “muy familiar”, según define la esposa del mendocino Mario, que, por lo visto, al menos en materia de seguridad, no está de acuerdo con su marido.
Un bañista solitario, que dice llamarse Jorge, pasa silbando una canción italiana, famosa en los ‘70, que invoca paz y augura la llegada del Arca de Noé. El dato sirve para tener claro que no son jóvenes los que vienen al sur para quedarse en Don Jacinto. César Presa, un vendedor que no pierde la fe, pasa ofreciendo pareos y polleras donde predominan el lila, el violeta, las flores blancas. Se va, sin ningún éxito. Más al sur de la playa pública, las diferencias se agrandan a cada paso. En el codo que hace el mar más allá del faro de Mogotes, predominan las 4x4 y las embarcaciones deportivas.
En Don Jacinto, Pablo y su hermano Rafael, rodeados por una multitud de sobrinos, hijos y entenados, preparan la red para salir a recolectar cornalitos para la cena. “Hay muchos, pero es difícil meterse en el mar, porque está picado y cuando das cinco pasos, ya no hacés pie.” Una rubia con un tostado natural de varias semanas, logrado en la terraza de su casa de San Isidro, asegura que se llama Paola Elizabeth (“los dos nombres van juntos”, ordena). Ella pasa sin distinguir clases sociales a la hora de desatar piropos y otras yerbas. Sobre todo, otras yerbas dichas en crudo, a lo bestia. Ella ni se inmuta y sus pasos se alejan hacia el sur, a su destino final, el parador La Caseta, donde se subirá a un podio ganado con armas nobles.
Paola se cruza con Gustavo, de alegres 18 años. Con total inocencia, el chico ofrece en Don Jacinto los mismos anteojos carísimos de Ona Sáez y Ricky Sarkany, que antes intentó vender en las playas top. La esperanza es lo último que se pierde. Luego de acomodarse el peinado, mirándose en el espejo dispuesto para que los clientes elijan los lentes de sol de su preferencia, Gustavo hace un llamado a la solidaridad: “Manden una buena potra. Juro que la voy a tratar bien”. Y mira al fotógrafo mientras ensaya la pose más ganadora de su joven repertorio.
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