Mar 24.01.2006

SOCIEDAD  › EX PRISIONES STALINISTAS RECICLADAS COMO CENTROS TURISTICOS

Cuando al turista le gusta sufrir

Uno fue un campo de trabajos forzados en Siberia. El otro, una prisión en Letonia. Ahora son algunos de los destinos del “turismo extremo”, donde se puede pasar una noche de terror por 9 dólares.

“¡Caminen más rápido, cerdos, no aflojen el paso! Usted, la rubia descolorida, agáchese otras 25 veces”, grita un guardián en uniforme soviético a los recién ingresados. Van a pasar unos días en la cárcel Karostas, de Letonia, que tuvo su pico de concurrencia durante el gobierno de José Stalin. Esta prisión, a punto de ser derrumbada durante los noventa, se convirtió en referente del último descubrimiento del llamado turismo extremo. Por 9 dólares, se puede pasar una noche horrible en una celda en la que murieron soviéticos, nazis y letones. Los organizadores del tour promocionan las pulgas, el frío de cuarenta grados bajo cero y los malos tratos que dispensan los guardias, “simulacro de ejecución incluida”. Como otro atractivo, resaltan la falta de comida y calefacción. El rubro no deja de superarse: el intendente de Vorkuta, un pueblo nacido de un campo de trabajos forzados de Siberia donde murieron centenares de personas, busca inversores. Quiere reanudar las funciones del gulag, esta vez para albergar turistas con ganas de sufrir como los penados reales.

“Va a ser terrible”, advierte Liga Engelman, guía de Karostas, ubicada en la ciudad de Liepaja, al oeste de Letonia. Antes de entrar, los turistas tienen que firmar un documento en el que dan su conformidad para sufrir los castigos que les brinden los guardianes. Si no hacen lo que se les ordena, pueden terminar en uno de los 69 calabozos de la cárcel, completamente aislados, o limpiando las letrinas.

Karostas, que significa “puerto de guerra”, se encuentra a orillas del Mar Báltico, en una zona cuyas aguas se congelan en invierno. Construida en 1900, funcionó originalmente como una enfermería. Pero en 1905 devino prisión militar y fue utilizada por el régimen zarista, luego por los soviéticos y por los nazis, durante la ocupación. El ejército de Adolf Hitler envió a sus desertores a ser ejecutados allí. A fines de siglo Karostas estuvo a punto de ser demolida, pero fue salvada a último momento por los vecinos del lugar, conformados en la Asociación para la Protección de Karostas. En letón es la Karostas Glabsanas Biedriba, cuya sigla es KGB. Tras su incorporación a la Unión Europea, los letones se lanzaron a promocionar “nuestra Alcatraz” y ofrecen paseos –en inglés, francés, alemán, ruso, noruego y sueco– y estadías que van desde una noche hasta una semana. Este período fue incorporado hace poco, a pedido del público, esencialmente joven.

Uno de ellos, Paul, contó: “Hice esta ‘experiencia’ hace poco y fue muy loca. Al principio pensé que era una pérdida de tiempo, pero cuando nos dijeron que había que firmar algo para decir que aceptábamos recibir abusos, pensé que podía ser una experiencia interesante. Y ciertamente lo fue. Es educativa y divertida, a la vez que me dio un panorama de lo que solía pasar ahí dentro. La recomiendo fuertemente, pero no tomen el pelo al personal de la prisión como hice yo porque no le van a encontrar la gracia y van a hacer de tu vida un absoluto infierno”. El encierro incluye el paseo de fantasmas trasnochados y la asistencia a la supuesta ejecución de un prisionero que intentó fugarse tres veces. Para aleccionarlos, los guardias actores llevan a los visitantes a ver una fosa común donde fueron enterrados 160 presos en los buenos tiempos de Karostas.

Bajan de una camioneta roja con sus gorros coloridos y su ropa moderna. Es una decena que se presta al griterío de los guardias y se pone en fila. Una chica habla por celular comentando la fascinante experiencia. Uno vestido de carcelero se para cerca de ella, la mira. Y la ataca como un perro, le saca el celular y la pone a un costado, la frente contra la pared. Con imágenes de este tipo los operadores de Karostas publicitan sus servicios. Un grupo de recién ingresados entra a un túnel oscuro, donde los reciben con un tiro de mentira y grandes imprecaciones en un idioma desconocido para los presos-turistas, por lo que requieren que una traductora les interprete las duras condiciones en las que se van a hospedar.

Uno de los castigos consiste en arrodillarse como un monaguillo ante un cuadro de Karl Marx, uno de los innumerables que penden de las paredes oscurecidas. Entre sus motivos se encuentran las caras de Lenin y, figurita repetida, Stalin. A los visitantes incorregibles se los encierra en alguno de los 69 calabozos de la prisión.

Lo próspero del negocio de la conciencia histórica hace que el intendente de Vorkuta, a 160 kilómetros del Círculo Polar Artico, esté en busca de inversores para volver a poner en marcha el campo de trabajos forzados local. Vorkuta se fundó en 1931, con la primera ola represiva de Stalin. La segunda se desarrolló a partir de 1946. Esa localidad de Siberia estaba rodeada de minas de carbón en la que dejaban la vida los penados. Stalin murió y el carbón se terminó. Y la única inversión que llegó al lugar en los últimos años fue la del Banco Mundial, que quiere convencer a los 130 mil habitantes de que se muden a una zona más civilizada, donde no sea tan difícil –es decir caro– mantener la sangre caliente y bien nutrida. El BM se encontró con un problema: los pobladores de Vorkuta no quieren irse.

“Mi sueño es construir un gulag.” El intendente Igor Shpektor es realista hasta con los ojos cerrados. Quienes paguen por hacer trabajos forzados en el campo van a comer y dormir como prisioneros, rodeados por torres de vigilancia, guardias, perros y alambres de púas. “Los americanos pueden hospedarse acá”, invitó Shpektor, y adelantó: “Vamos a darles la chance de escapar. Los guardias van a dispararles”, pero con balas de pintura.

Sobrevivientes de Vorkuta y organizaciones de derechos humanos no quisieron aplaudir la idea. “Creo que es un sacrilegio”, dijo Tatyana Andreyeva, una maestra que guía grupos de escolares por las ruinas del campo. “Es peor que un sacrilegio”, terció Yevgeniya Khaidorova, codirector de la rama local de Memorial, una organización de derechos humanos que recopila la represión en los gulags.

Ellos, como Vitali Troshin, guía turístico local, pensaron que sería más adecuado levantar un monumento para las víctimas del gulag. Con ese fin, Troshin junta monedas. “La idea es mostrar que la tragedia fue vasta”, dijo.

A principios de los años veinte, geólogos soviéticos descubrieron amplios depósitos de carbón al oeste de los Urales. Para extraerlos, entre 1931 y 1953, pasaron por Vorkuta dos millones de prisioneros. Muchos de ellos, al ser librados, se instalaron en los alrededores. De las trece minas que hubo en su mejor momento, hoy quedan seis, raquíticas y privatizadas, por lo que para Shpektor el renacimiento del gulag significaría el del pueblo. De los 217 mil habitantes que tuvo hasta 1990, hoy quedan 130 mil. Vorkuta fue construida por los prisioneros. Levantaron plantas de energía, escuelas y departamentos. Varios de los edificios oficiales todavía ostentan la insignia de la hoz y el martillo.

“El capitalismo en su peor forma ha llegado a este lugar”, diagnosticó el intendente. Aplicando la lógica de la resignación, consideró que “deberían verse como los campos de Stalin, así la gente de hoy podrá comprender lo que pasaron estos prisioneros”. Contra las voces que le recriminaron falta de respeto, Shpektor respondió: “La gente debería ver lo que no tiene que volver a ocurrir”. Y aprovechó el revuelo para denostar al BM: “El programa para mudarse es sólo para gente rica, y la mayoría de la gente acá es pobre”.

Informe: Sebastián Ochoa.

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