Jue 09.02.2006

SOCIEDAD

Los que cumplieron la fantasía de irse a vivir al medio del bosque

Mar de las Pampas es uno de esos lugares donde muchos de los que van de vacaciones sueñan con quedarse. Aquí, las historias de quienes lo concretaron. Cómo se vive el cambio, qué se gana.

Por Carlos Rodríguez
Desde Mar de las Pampas


“¿Cuál es la diferencia de vivir acá o en Buenos Aires? Es cierto lo de la belleza del paisaje, la tranquilidad, la falta de estrés, pero lo más importante es que te sentís un ciudadano. La Sociedad de Fomento tiene poder real de decisión y el intendente (de Villa Gesell), si lo llamás para plantear algún problema, te atiende. Así de simple.” La familia compuesta por Carlos y Patricia Schifano, y sus dos hijas adolescentes, hace cuatro años resolvió cambiar de vida. De Ramos Mejía, en el agitado conurbano bonaerense, con más de nueve millones de habitantes, se vino a vivir a esta playa en la que veranean apenas dos o tres mil personas por año y en la que viven en forma permanente, nada más que 200 familias. En un chalet confortable pero discreto, sin lujos, el arquitecto que sigue en su profesión y trabaja “más que nunca”, y la maestra jardinera que dejó lo suyo para convertirse en asistente del estudio de su marido, hablan del invierno, ese monstruo tan temido: “Es hermoso, como el verano. Y cuando llueve, de acá no se mueve nadie. No hay escuela, no hay trabajo, no hay nada y la pasamos bien”. Lo mismo dice Pedro Lanteri, un porteño que se vino a vivir, aunque admite que extraña “la actividad cultural” de Buenos Aires y a su familia, que en poco tiempo más se radicará acá, en forma definitiva, como él.

“Cada vez que me acuerdo del viaje de Ramos Mejía a Floresta, cuando vivíamos en Buenos Aires, me alegro de estar acá. Todo te queda cerca, Gesell, Mar Azul e incluso Mar del Plata. Las pocas veces que nos vamos a Buenos Aires, a visitar a la familia, no vemos el momento de volver. Nos desacostumbramos al ruido, a la locura”, asegura Carlos Schifano en diálogo con Página/12. Para Patricia, la gloria comienza temprano: “Yo soy feliz todos los días, a las 6 de la mañana. Desde las 6 a las 10 de la mañana está lo mejor del día”. El amanecer y los anocheceres en el bosque son deliciosos. La decisión de venirse la tomaron hace cuatro años, cuando sus hijas, que hoy tienen 13 y 16, estaban “en una edad en la que se comienza a sentar raíces. Si dejábamos pasar más tiempo, hubiera sido difícil despegarlas de la ciudad”.

Según los padres, las chicas “se han adaptado” a la nueva rutina, que incluye, por ahora, estudiar en Villa Gesell, a 15 minutos de automóvil, y en el futuro seguir alguna carrera universitaria en Mar del Plata. Patricia trabajó 18 años como maestra jardinera en escuelas dependientes del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Primero pidió dos años de licencia, sin goce de sueldo, y ahora está aclimatada a su nueva actividad en el estudio de arquitectura de su marido.

“Es cierto que acá no tenés los bares, los cines, los teatros y la actividad cultural que hay en Buenos Aires, pero también es cierto que allá tenés todo eso, pero no tenés tiempo para disfrutarlo, porque las distancias que recorrés a diario son enormes y no te queda tiempo para nada. Acá y en Gesell, durante el invierno, hay talleres en la Casa de la Cultura que los podés aprovechar porque todo está cerca.” Patricia agrega una ventaja que para ella es fundamental: “Es imposible medir lo que ganás en salud”. La diferencia entre vivir clavados en el cemento o disfrutar una vida de duendes en medio de un bosque de 50 años, con calles de arena y tierra, sin publicidad, luces de neón ni accidentes de tránsito.

El invierno, las lluvias, el eventual aislamiento de una ciudad que está a sólo tres kilómetros de Gesell tampoco los asusta. “El primer año es el más difícil, aunque para nosotros fue menos porque estuvimos viviendo un tiempo en Gesell, mientras levantábamos la casa. Acá, si llueve mucho, la ruta a la villa se cierra y se paraliza todo, pero no hay problema. Una vez que ya pasaste el primer invierno, ya te acostumbrás.” Los Schifano llevan “veinte años de casados y siete y medio de novios”. Ahora sueñan con envejecer juntos en la placidez de Mar de las Pampas.

Pedro Lanteri empezó a trabajar en Mar de las Pampas en 1980, un año después de relacionarse con la Asociación Madres de Plaza de Mayo. Amigo personal de Hebe de Bonafini y de muchas de las madres, fue presentador oficial en todos los actos, recitales y conferencias por décadas. Fue uno de los animadores en la última Marcha de la Resistencia, el 25 de enero pasado. Lanteri, luego de vivir de las clases de teatro y del periodismo radial, se vinculó con una inmobiliaria y desde 1980 comenzó a vender terrenos en Mar de las Pampas. Desde hace cuatro años vive acá.

Lanteri llegó de la mano de su ex cuñado, el ingeniero Jorge Vázquez, que estaba desde 1976. “Yo fui el primer martillero de Mar de las Pampas. Vinimos a vender terrenos y pasábamos todas las temporadas. Desde el 2001 estoy viviendo acá, aunque viajo seguido a Buenos Aires, porque allá siguen viviendo mi esposa, Cristina, con la que estoy casado desde hace 20 años y mi hijo Lucas, que está terminando de estudiar. Ellos viajan seguido para acá y la idea es que nos vengamos todos.” Lanteri admite que “al principio fue duro, sobre todo en invierno, porque el frío te cala los huesos”.

“Acá es mucho más posible la solidaridad y también la vida cultural. Los que estamos acá, unas 600 personas que conforman unas 200 familias, nos vinimos porque estábamos cansados de Buenos Aires. Fundamos la ciudad y sus instituciones, la Sociedad de Fomento y la Asociación de Emprendedores Turísticos. Muchos somos de Buenos Aires o de La Plata y lo que vemos es que cada vez viene gente más tranquila, que no quiere lo fashion sino el contacto con la naturaleza.” Este año llegaron unos 3500 turistas por quincena que ocuparon los 84 complejos turísticos, uno de los cuales, Avalon, es propiedad de Lanteri.

“Nosotros fundamos un club en cuyo estatuto se reivindica, expresamente, el arte del boludeo.” Mientras se ríe, comenta que él es uno de los responsables de “un coro bizarro formado por gente que no sabe cantar y que son propietarios de los complejos turísticos o laburantes de la construcción”. Se rectifica a sí mismo y dice que es “la directora del coro, porque me disfrazo de gorda y los dirijo mientras cantan mal, malas canciones de Palito Ortega, de Pimpinela. Somos 14 personas que disfrutamos de hacer cosas que jamás podríamos hacer en Buenos Aires. Y también generamos cosas serias, como el primer encuentro de escritores locales. Hasta editamos un libro. También estuvimos siete días con artistas plásticos, al frente de un espacio cultural que en Buenos Aires es difícil de obtener”.

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