SOCIEDAD › ESCRITO & LEIDO
› Por José Natanson
El triunfo de Evo Morales generó análisis de todo tipo, desde las desmesuradas expectativas de algunos exaltados hasta las previsibles críticas de la derecha más rústica. Mario Vargas Llosa, con esa increíble habilidad para pararse siempre en el lugar equivocado, escribió lo siguiente en un artículo publicado en La Nación: “Tampoco el señor Evo Morales es un indio, propiamente hablando, aunque naciera en una familia indígena muy pobre y fuera de niño pastor de llamas. Basta oírlo hablar su buen castellano de erres rotundas y sibilantes eses serranas, su astuta modestia (‘me asusta un poco, señores, verme rodeado de tantos periodistas, ustedes perdonen’), sus estudiadas y sabias ambigüedades (‘el capitalismo europeo es bueno, pues, pero el de Estados Unidos no lo es’), para saber que don Evo es un emblemático criollo latinoamericano, vivo como una ardilla, trepador y latero, y con una vasta experiencia de manipulador de hombres y mujeres, adquirida en su larga trayectoria de dirigente cocalero y miembro de la aristocracia sindical de su país”.
El comentario del autor de La ciudad y los perros es un ejemplo especialmente gráfico de las reacciones que generó el ascenso de Morales. Desde su resonante victoria en las elecciones bolivianas, circularon artículos y análisis sobre sus viajes a diferentes países, su giro moderado (“lulalización”, definieron algunos) y sus visitas a los jefes de Estado europeos, a lo que se sumaron análisis sobre el estilo Evo y todo tipo de evaluaciones sobre el famoso suéter de alpaca.
Hubo, en medio de la avalancha de información, un gesto clave del flamante presidente que, al menos en la Argentina, pasó casi desapercibido: la invitación a Ricardo Lagos a la ceremonia de asunción. El histórico encuentro, que en otras circunstancias hubiera resultado improbable, fue posible por la conjunción del arrasador triunfo de Evo y la increíble popularidad de Lagos, que se retira del gobierno con índices que superan el 70 por ciento de imagen positiva, convirtiéndose en uno de los líderes políticos más prestigiosos de América latina. Fue la primera vez en el último medio siglo que un presidente chileno asiste a la asunción de uno boliviano.
En este contexto adquiere relevancia la lectura de El largo conflicto entre Chile y Bolivia, donde se reúnen dos visiones distintas acerca de una de las disputas territoriales pendientes más importantes de América latina. El tema está abierto desde que, en 1910, Bolivia planteó por primera vez su voluntad de revisar los efectos del Tratado de Paz, Comercio y Amistad firmado con Chile en 1904, donde cedió el litoral pacífico luego de la guerra de 1879, que comenzó con una batalla naval por el dominio de la costa y terminó con una dura derrota de los ejércitos bolivianos, que cedieron la salida al mar a Chile, que continuó luego el conflicto con Perú. Como consecuencia, en los últimos 50 años Bolivia y Chile mantuvieron relaciones durante apenas once, y los vínculos formales entre ambos países se encuentran interrumpidos desde 1978.
El libro incluye dos visiones. La primera corresponde al actual embajador chileno en la Argentina, Luis Maira, uno de los intelectuales más brillantes de su país: Maira analiza detalladamente la crónica del conflicto, describe las diferentes iniciativas de los gobiernos de su país para buscar una solución consensuada y relata, en forma bastante delicada, los episodios de inestabilidad política de Bolivia que, según sucriterio, fueron uno de los factores que impidieron una negociación de largo plazo. Politólogo boliviano y ex embajador, Javier Murillo de la Rocha es el encargado de dar la otra visión: en un tono más pasional, sostiene que la clave no pasa tanto por buscar soluciones creativas, sino por la voluntad política que –dice– Bolivia siempre tuvo, y que constituye la única forma de romper el enclaustramiento de su país.
Las dos miradas permiten entender mejor las posiciones de cada uno y también identificar posibles puntos de acuerdo: ambos diplomáticos coinciden, por ejemplo, en la importancia de la integración regional como camino para resolver las disputas. El libro –una idea sencilla y bien realizada– se cierra con un epílogo de la historiadora brasilera Mónica Hirst, que repasa los argumentos y destaca la importancia del Mercosur como un actor clave para que, sin dejar de tener en cuenta que se trata de un tema bilateral, se logren avances significativos en una coyuntura favorable.
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