Dom 19.02.2006

SOCIEDAD  › LOS TESTIGOS DE UNA MASACRE QUE NO HABLAN PORQUE NO TIENEN PROTECCION

La impunidad del miedo

› Por Cristian Alarcón

Desde el piso, mientras se arrastraba entre los puestos de la feria, vio al hombre que, con los brazos apoyados en un paredón, disparaba una ametralladora. El testigo, en silencio desde entonces, podría hacer avanzar la investigación de la masacre de Bajo Flores que navega entre la niebla y el desierto. Vio cómo los sicarios enviados por el jefe de una banda de narcos peruanos disparaban contra los cientos que peregrinaban tras la imagen del Cristo de los Milagros. Pero, aunque estuvo en las puertas del juzgado que trabaja el caso acompañado por abogados de la Comisión Antimpunidad, no pudo declarar: “No podemos garantizarle protección y seguridad en condiciones”, reconocieron ante Página/12. Fuentes de la Comisión Antimpunidad, la Oficina de Atención a la Víctima y del juzgado y la fiscalía que investigan la masacre coincidieron en que no existen herramientas suficientes para investigar causas complejas como las que se presentan ante el nuevo desarrollo de las “empresas narco” y sus guerras de sangre y fuego. Desde el área de Política Criminal, de quien depende el único programa de nivel nacional, aseguran que es posible protegerlos durante seis meses, pero que no se puede cambiar la identidad de un testigo ni mantenerlo bajo el programa por largo tiempo. Mientras tanto, en la villa 1.11.14 los disparos no cesan. Las venganzas ya empezaron a sonar como ráfagas.

En estas crónicas sobre los territorios en los que reina un orden paralegal, ya se bautizó en ediciones pasadas de este diario al capo narco que controla la villa del Bajo Flores: Salvador. Ese es el adjetivo con que lo nombran muchos vecinos que viven en la zona y gozan de la seguridad que les da su aparato militar de vigilancia, tanto como de ciertos gestos asistenciales. Del otro lado del campo de batalla está su ex socio, Ruti, otro peruano, el principal sospechoso de haber planeado y ejecutado el ataque con armas de ocho calibres distintos –todos ellos de guerra– para arrebatarle el poder en el cuadrado encerrado por las calles Bonorino, Sin Nombre, Camilo Torres y Riestra. Esta trama que comienza con un enfrentamiento en la cárcel, hace cuatro años, fue contada en una investigación publicada pocos días después del crimen y anexada a la causa judicial por Domingo Altieri, titular del Juzgado en lo Criminal 28, quien además convocó a este cronista para que ratificara con una declaración testimonial lo publicado. En esa declaración se aclara que las personas que se atreven a hablar con Página/12 temen por su seguridad si no se les preserva la identidad para que hablen.

Ojos que ven

La investigación de la masacre avanza en cámara lenta. Después de encontrarse con la inmovilidad de la Policía Federal, el juez –le llamó la atención al jefe de la fuerza, comisario Néstor Valleca– comenzó a evaluar algunos datos que llegaron a través de dos declaraciones de testigos que pidieron reserva de identidad (aunque es un estado que les puede durar sólo hasta el juicio oral).

El primer hombre que habló ante el juez recordó cómo el sábado de los tiros había aprovechado que la procesión se había detenido frente a la imagen de una virgen para ir al baño. Cuando escuchó los gritos se asomó por una ventana desde donde vio los brazos de un hombre que disparaba una ametralladora. Bajó desesperado: su hijo había quedado entre los fieles. Cuando vio que alguien ya había metido al chico en una de las casas que dan a Bonorino, respiró mejor y se volvió a esconder.

La incesante balacera provocó una estampida. Los cajones de los puestos de verdura caían y las frutas rodaban por la calle. Los más ágiles volaban en palomita hacia los autos estacionados. Algunos caían. Una mujer lloraba con la pierna herida. Otra se desmayaba. Entre todos ellos el testigo reconoció a un joven que disparaba con una pistola. No era uno de los sicarios. Roger Zubieta, peruano de 23 años, disparaba para defender a la gente de Salvador de los francotiradores.

Cuando la policía llegó, de los matadores no había rastros. Se encontraron con Zubieta, que intentó correr. Los propios vecinos se lo pelearon a la policía como si se tratara de un muñeco. En el revoleo, la pistola Glock con la que iba se perdió, pero él se quedó con un cargador en la mano. Es la posesión de ese cargador lo que lo tiene preso aún, procesado por tenencia de arma de guerra. Paradójicamente, es el único preso en la causa por la masacre, pero del bando contrario al que atacó el barrio. El testigo de identidad reservada dice no haber reconocido a los sicarios. Pero aportó un elemento: el celular que se le habría caído a uno de los asesinos del bolsillo al saltar un cerco. Hasta el momento, nada ha surgido de lo que ese celular tiene en su memoria.

La muerte va en carrito

¿Cuánto dinero se necesita para ordenar una masacre en la que mueren cinco personas inocentes y queda una decena de heridos? ¿Cuánto cuesta atacar como se hizo en el Bajo Flores? Según el relato de un segundo testigo de identidad reservada del crimen narco, sólo el que hizo de campana y sacó al jefe de la banda de la avenida Bonorino hacia la Villa 31 de Retiro cobró seis mil dólares por su tarea. “Los asesinos llegaron en una Renault Trafic blanca por el barrio Rivadavia (frente a la 1.11.14), por una calle donde hay un lavadero. La idea era asesinar a Salvador. Desde una esquina, Alex, con un handy tenía que informar si venía un patrullero”, cuenta el testigo. “Cuando terminó todo, Alex sacó a Ruti del barrio en un Renault 9 blanco y lo llevó hasta la villa 31 de Retiro, donde vive la amante”, dijo en su declaración.

La mañana del 9 de diciembre, cuarenta días después de la masacre, un carrito de cartonero llamó la atención de los vecinos. Hacía dos días que estaba abandonado en una esquina. “Uno de los pibes del barrio se lo había robado un par de días antes, pero cuando se dio cuenta que adentro había un finado corrió a devolverlo”, le contó a Página/12 un allegado a la familia de la víctima. Cuando el mal olor hizo inevitable que alguien se fijara en el carro estacionado frente a un barcito, vieron a un hombre de pelo largo desangrado. Lo habían degollado.

Nada peor en la villa que no saber medirse cuando se cobra por un asunto turbio. Más aún si se trata de homicidios. Alex Rodríguez, dijo el testigo de identidad reservada, cometió el pecado de la ostentación. De la nada apareció por el barrio con un Fiat Siena gris casi nuevo. “El estaba trabajando para Ruti, pero lo habían infiltrado en la banda contraria. Otros dicen que se había quedado con dos kilos de cocaína del propio Ruti y que en realidad todos lo querían matar”, contó una fuente judicial. Alex es el hombre que apareció en el carrito.

Con estos datos la investigación de la masacre apenas muestra una manera de combatir por el poder territorial entre bandas narcos. Pero ni siquiera se acerca a la posibilidad de hacer justicia. El hombre que tiene en su memoria los rasgos de los matadores de Bajo Flores prefiere callar hasta que alguien le garantice seguridad. Las bandas de narcos no son sencillas: crecen en su complejidad y en su fuerza, tienen presencia más allá de los límites de la villa. La larga mano de la mafia puede alcanzar al delator. Y parece que por ahora nadie podría salvarlo.

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