SOCIEDAD › NUEVA ORLEÁNS, A SEIS MESES DE KATRINA, QUE DEJO 1500 MUERTOS Y 300O DESAPARECIDOS
El tradicional Mardi Gras, el primero después de la tragedia, volvió a atraer a los turistas. También llegan centenares de voluntarios para colaborar con la reconstrucción, ante la falta de asistencia del gobierno. Miles de personas abandonaron para siempre la ciudad. Y los que quedan temen que la historia se repita.
› Por Yolanda Monge *
Cerca de 1500 muertos y 3000 desaparecidos. Barrios enteros destruidos y miles de personas desplazadas. El huracán Katrina dejó Nueva Orleáns arrasada. Seis meses después, la voluntad de recuperarse de la tragedia marca el espíritu de quienes lo perdieron todo. El Carnaval fue una oportunidad para demostrar que la vida sigue.
La vida sigue, “no importa cuántos muertos cuentes entre los familiares o los amigos”. De encima de la chimenea de su casa toma en sus manos la careta que cubrió sus intensos ojos azules durante el carnaval del año pasado. Decidido, Joel Haas sale a la calle, se retira su flequillo rubio de la cara y se coloca la máscara. A su espalda, parte de los restos de la tragedia norteamericana: una casa de la que el viento sólo se llevó el tejado. Afortunada. Enfrente, Nueva Orleáns, una ciudad anegada por el agua y la ineficacia de la administración de George W. Bush.
A punto de cumplirse medio año desde que el huracán Katrina golpeó con fuerza desmesurada el golfo de México, este hombre de 43 años necesita una gota de esperanza que devuelva a la ciudad lo que el agua de unos diques desbordados de incompetencia le arrebató. “El Carnaval está en mi sangre, como está en la de mi padre, que formaba parte de una comparsa desde muy joven, y yo, a mi manera, he hecho lo mismo”, relata Haas. Ese “a mi manera” significa que Haas pertenece al grupo The Krewe of Armeinius, una de las pocas agrupaciones gays que celebran Mardi Gras en Nueva Orleáns. Desde 1969, The Krewe of Armeinius no ha faltado ni un solo año, y ya van 37, a su cita con la música y los desfiles. “Este año más que nunca necesitamos el Mardi Gras”, asegura Haas. “No sólo porque eso traerá de nuevo a los turistas, sino porque hemos sufrido demasiado y durante unos días merecemos olvidar el dolor y la destrucción.”
Este año, el Carnaval lleva impreso en las carrozas y los disfraces el azul que cubre muchos de los tejados de las casas en la ribera del Mississippi. El plástico azul que las agencias humanitarias facilitan en el Tercer Mundo para que los desplazados por las hambrunas, los refugiados de las guerras o los damnificados por terremotos se pongan a cubierto define ahora el paisaje aéreo de Luisiana. Las 23 carrozas de que dispone el grupo The Krewe of Mid City fueron cubiertas por el agua después de que los diques reventaran tras el azote de Katrina el pasado 29 de agosto. Estuvieron encalladas hasta que el agua se fue. Su huella es visible: con un pequeño roce, la madera de los bajos se vuelve aserrín. Apesta a humedad.
“Mardi Gras es toda mi vida”, reclama Ricardo Rick Pustanio. “Cuando usted mira las carrozas está viendo mi corazón y mi alma”, confiesa. Con 50 años y mucha vida a las espaldas –viajó como escenógrafo durante los años setenta y ochenta con bandas como AC/DC o Judas Priest–, Pustanio lleva más de una década dedicado a “crear magia”. “De pequeños, los niños quieren ser bomberos o policías. Yo siempre tuve claro que quería ser el chico que crease las carrozas, el que las cubriese de papel de colores y flores”, explica Pustanio. “Mardi Gras es la personificación de la comunidad. Si este año la ciudad se ha vestido de plástico azul, nosotros nos vestiremos de azul.” Para Pustanio, el Carnaval de este año fue como uno de los tradicionales funerales con jazz de Nueva Orleáns. “Las bandas de música tocan himnos solemnes para despedir el dolor que nos dejó Katrina.”
La esclavitud africana, la cercana colonización española y la presencia francesa de más de un siglo hicieron de esta ciudad portuaria, pirata y con el lado oscuro que le aporta el vudú, una mezcla de culturas que tiene en el carnaval y la música una de sus máximas expresiones. Y ningún momento mejor que el Mardi Gras para llenar de música las calles: jazz, cajún, zydeco... Un negro baila claqué en una esquina del Barrio Francés, casi inmaculado tras la furia de Katrina. Los locales de strip-tease reclaman clientes desde sus carteles de neón: es Bourbon Street, la calle turística por excelencia.
Máscaras de carnaval. Collares de cuentas de colores. Caretas. Los bons temps se borran cuando me reencuentro con Judy Morgan. Entonces no hay máscara que disfrace la realidad de Nueva Orleáns. Cerca de 1500 muertos y más de 3000 desaparecidos. Miles de toneladas de basura apestando las calles. Barrios enteros arrasados. Sin luz, ni gas, ni agua. Presos mantenidos en un limbo legal que ya ha hecho que se llame a Luisiana el “Guantánamo de los pantanos”. Un total de 100.000 millones de dólares en pérdidas. El mayor éxodo de personas desde la Gran Depresión de los años treinta. Desgobierno. Una reconstrucción que no se ve porque no existe: no hay planes concretos, no se sabe qué se quiere hacer con la ciudad.
Estar en medio del Bajo Barrio Nueve podría ser el equivalente a estar en cualquier ciudad arrasada por una guerra. Kabul tiene edificios más intactos en sus calles que la gran mayoría de los barrios de Nueva Orleáns. No hay ni una sola casa del Bajo Barrio Nueve que haya sobrevivido a la tragedia de Katrina. Pasear es pisar libros, juguetes rotos, platos que una vez pertenecieron a una vajilla. Es el tsunami americano.
“A esto ha llegado EE.UU. hoy”, certifica Rebecca Kaplan, de 37 años, blanca y artista. Kaplan ha llegado hace unos días desde San Francisco para ayudar a limpiar las casas tragadas por el agua y el barro. “Washington se ha olvidado de esta gente. Lo que ocurre en Nueva Orleáns debería hacernos reflexionar sobre el gobierno que tenemos, al que no le importa cuántos soldados más tengan que morir en Irak ni los vivos que ya no tienen nada.”
La ayuda la están aportando en Nueva Orleáns ciudadanos anónimos. Grupos de gente organizada bajo buenos propósitos que huye de ser etiquetada políticamente. Gente que va y viene. Que cruza el país desde Nueva York para servir durante una semana de sus vacaciones comida a los desplazados que sobreviven en caravanas.
A pesar de ser invierno, el clima es benévolo en Louisiana. Hace calor y a Marie Maynard le sobra la ropa. Su cara muestra el cansancio de quien lleva medio año viviendo de prestado. “Como de la caridad y me visto de la caridad”, cuenta Maynard. Con 57 años, tiene naciendo las canas que no le cubre el tinte de pelo que ya no puede pagarse. Maynard come, como ayer y anteayer, en un plato de plástico y bebe café en un vaso de plástico. Katrina le arrebató todo: “57 años de vida y los que estén por llegar, porque ya nunca seré la misma”. Asiente con la cabeza Sherly Gonzales. Las mismas canas crecidas. Más años: 63. “Yo además perdí dos hijos.” A su lado alguien toca el violín. Un hombre negro sorbe la sopa. No tiene dientes, y dice que “tampoco futuro”.
Callados, temerosos, como si quisieran ser invisibles, Inocencia y Claudio también tragan sopa. Son inmigrantes ilegales de El Salvador. La pesadilla de la derecha más radical de Estados Unidos, que ve cómo los inmigrantes latinos han llegado en masa a Louisiana para hacer el trabajo sucio de la reconstrucción y temen que se queden. “Sí que me quedaría si pudiese, tampoco sería mala recompensa por hacer lo que no está haciendo nadie.” Esta última frase significa: trabajar más de 18 horas, sin papeles, sin seguro y con el miedo constante a ser deportados. Inocencia y Claudio, marido y mujer, tienen miedo, no hablan mucho. Llegados hace años de El Salvador en busca del sueño americano. Katrina les ha dado una oportunidad.
“Pido a Dios que me deje morir”, confiesa Jim Couget a una de las personas que trabajan con Emergency Communities. Couget, de 79 años y blanco, tiene Parkinson y ha sufrido cuatro infartos desde que el huracán lo exilió de su casa. Joyce Couget, su esposa, de 75 años y blanca, fuerte como un roble, logró salir al tejado de su casa y pedir ayuda cuando el agua superaba ya el segundo piso. La Guardia Nacional los rescató en helicóptero. Jim Couget imploraba a los soldados que le pegasen un tiro. “Si me hubieran matado entonces no estaría viviendo ahora esta miseria.” Su mujer lo contempla con ternura, con tristeza, tras ver a su marido derrotado. “Jim no estaba bien, pero Katrina le rompió el alma, le quebró el espíritu”, cuenta en voz baja.
En un país en el que Dios se imprime en los billetes de curso legal, el alcalde Ray Nagin, negro, cree que “Dios está enfadado con América”. Y el castigo fue Katrina. En el día de la celebración del nacimiento de Martin Luther King, el alcalde Nagin aseguró que “Dios castiga a los afroamericanos por no cuidar a sus hijos”, por el hecho de que el 70 por ciento de esos niños esté siendo criado “por madres solteras, en hogares sin padres”. Nagin parecía estar, junto con Dios, en una misión: “Nueva Orleáns era una ciudad negra antes de Katrina, y Dios quiere que vuelva a ser una ciudad negra”. El alcalde hizo referencia a este deseo racista de una manera más dulce: “Dios quiere que Nueva Orleáns sea una ‘ciudad chocolate’”.
Nagin se disculpó de mil maneras posibles por el comentario. Se acercan las elecciones municipales, se aplazaron de febrero al próximo mes de abril. Y la base electoral de Nagin es mayoritariamente negra. Aunque nadie sabe muy bien ni dónde, ni cómo, ni con qué censo se desarrollarán esos comicios. Del cerca de medio millón de personas con que contaba el área metropolitana de Nueva Orleáns, ni tan siquiera una cuarta parte ha regresado; es el mayor éxodo de desplazados desde que el crac de 1929 sumiese al país en la pobreza. La tromba de agua desencadenada por Katrina provocó la expulsión de la población más pobre, la catástrofe se cebó con la población negra.
“No volveré”, asegura Leo Baker. Su casa perteneció a su padre, y antes al padre de su padre. Le aterra la posibilidad de que la historia se repita. “Y se repetirá”, vaticina. “No van a construir unos diques capaces de contener otro Katrina”, explica Baker. “Reconstruiremos. Y en unos años estaremos de nuevo llorando a más muertos.” A sus 39 años, negro, con mujer, tres hijos y un hermano del que no tiene noticias desde el huracán, ha empezado una vida nueva en la vecina Baton Rouge, la capital de Louisiana (más de 100 kilómetros al oeste de Nueva Orleáns). Cae el sol, y Baker se dispone a retornar a su exilio. Hoy ha recogido algún retazo más de su vida: un vinilo con la carátula embarrada del ciudadano más conocido de Nueva Orleáns: Louis Armstrong. La música sonará, pero los buenos tiempos tardarán en volver.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.
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