SOCIEDAD › OPINION
› Por Juan Sasturain
Un amigo, el entrañable Cacho Martínez, solía contar una anécdota agridulce, extraordinaria. Cuando muchacho, hincha de la Academia, había seguido literalmente a todas partes al Equipo de José y viajado incluso a Montevideo para asistir a la final intercontinental contra el Celtic Glasgow. Estuvo en la tribuna del Centenario esa tarde, se bancó la incertidumbre del resultado, el primer tiempo en cero y, ya en el segundo, en un momento dado se dio vuelta para discutir con uno o llamar al cafetero. Ahí fue que escuchó el grito y sintió el temblor a su alrededor: se acababa de perder el gol de Cárdenas, uno de los tres o cuatro más famosos de la historia del fútbol argentino.
Todos recordamos la secuencia inicial de La fiesta inolvidable en que el memorable personaje que hacía Peter Sellers –un simpático indio chanta–, trabajando como extra en una película ambientada en las guerras coloniales británicas, apoya el pie para atarse los zapatos sobre el detonador de una carga de dinamita y hace volar, antes de tiempo, la inmensa escenografía de una fortaleza cuya destrucción se iba a filmar en instantes más: todo revienta sin que nadie lo registre...
Hay un maravilloso cuadro de Brueghel, La caída de Icaro, al que William Carlos Williams y algún otro le han dedicado su atención y sus poemas, que muestra un paisaje con mar, barcos en el horizonte, labradores haciendo lo suyo en primer plano, gente en sus cosas y, en un costado, como al descuido, un chapuzón: el medio cuerpo despatarrado de alguien que cae –el soberbio Icaro, claro– al mar, entre patéticas plumas que adivinamos mal pegadas, sin testigos...
“Ser es ser percibido” decían Berkeley y los radicales idealistas británicos hace un puñado de siglos. Hoy, “Ser es ser (percibido) en los medios”. Ese sería el nuevo y perverso credo de estos tiempos. Con doble implicación: algo sólo existe si lo registran los medios y “porque” lo registran los medios, existe. Alguien puede así sospechar que la misión de la Apolo XI fue un fraude televisivo, que Armstrong siempre pisó Tierra. Las casas ya no son, sólo parecen.
Este fin de semana de aparatosa vigilia mediática –horas, días de cámara fija– ante el moroso glaciar que defraudaba a expertos y turistas de emoción programada con su demora en romper aguas, terminó con un chiste descomunal: lo que tenía que pasar pasó sin que nadie lo viera... Y hubo quien, sintiéndose “responsable” del chasco natural, dijo que el fenómeno había sido igualmente soberbio, sólo que se había convertido, “de visual en auditivo”. Qué bárbaro. Esta noche voy a desconectar mi veterana heladera y dejarle la puerta abierta. Espero que me despierte la épica rotura de varios meses de hielo empedernido y mañana les pueda contar lo que sentí.
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