SOCIEDAD › OPINION
El propietario de un automóvil BMW es intimado por la Dirección de Rentas de la Provincia de Buenos Aires a pagar una deuda de alrededor de quince mil pesos. El intimado no abona ni ofrece abonar y los responsables de la Dirección de Rentas intentan retener el automóvil. El propietario resiste de la única manera posible, manteniéndose en el interior del automóvil junto con su esposa, en el country donde habitan.
El propietario del automóvil es también –probablemente– propietario de una casa en ese mismo country cuyo valor de mercado desconocemos, pero que, independientemente, es en sí misma una manifestación de una posición social clase media alta.
La casa y el automóvil constituyeron a lo largo del siglo XX dos indicadores estratégicos para la definición del status en las sociedades occidentales centrales y periféricas. Pocos señalaron con tanta precisión, poesía y crueldad los sacrificios que los individuos están dispuestos a realizar para mantener el status social, como en La muerte de un viajante. El protagonista pagaba con su vida, literalmente, ese objetivo próximo e inalcanzable a la vez, de una posición social expectable.
Uno de los mayores sociólogos norteamericanos del siglo XX, T. Veblen, analizó el consumo conspicuo, expresión precisa capaz de definir por sí misma, el significado de la búsqueda o mantenimiento del status. El siglo XX no hizo más que mostrar la expansión del consumismo enajenado. Lo interesante es que Veblen en realidad estaba señalando la transición del capitalismo calvinista y austero del siglo XIX al capitalismo dilapilador del siglo XX y sus imitadores locales, que nunca fueron calvinistas pasaron sin transición de la rapacidad colonial al despilfarro ostentoso.
El propietario del BMW sufrió una lipotimia o equivalente que demandaron atención médica urgente. El hombre no escuchaba razones: parapetado en su automóvil, atrapado por el símbolo del status, estaba dispuesto a perder la vida, para mantenerlo.
Las conductas individuales de este tipo ilustran más la cultura de la clase media alta que decenas de encuestas. Es un testimonio límite que establece una relación explícita entre valores (sociales), normas (culturales) y su práctica, de grupo o clase. Aquí aparece desnuda la relación entre el Estado obviado, la sociedad civil descalabrada y el mercado suntuario anudados por una necesidad artificialmente creada.
La alienación no es la única lectura posible. El episodio puede testimoniar también la extrema desigualdad social: el propietario del BMW debe al fisco, más o menos, el equivalente de un sueldo anual de un maestro/a de la provincia de Buenos Aires.
Sabemos que América latina en su conjunto presenta la mayor desigualdad social del planeta. Sabemos también que nuestro país no es una excepción. Finalmente, sabemos también, examinando los resultados de la década del noventa, que las llamadas “teorías del derrame” no alcanzan para mitigar la extrema desigualdad.
La responsabilidad para comenzar a superar estas desigualdades hirientes corresponden sin duda al Estado y a la administración que lo gestione, pero también a una sociedad cuyos estratos altos tienen obligaciones adicionales. Pagar las obligaciones fiscales es, en estas condiciones, no sólo una obligación legal sino también una obligación moral.
El señor Montoya está procediendo legalmente, conforme lo habilita una ley provincial, pero también está poniendo en evidencia un comportamiento de clase anacrónico: mantener el status evadiendo fue una de las conductas que derrumbaron las elites argentinas y el país con ellas.
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