SOCIEDAD › LOS INMIGRANTES BOLIVIANOS DE LOS TALLERES CERRADOS
El gobierno porteño otorgó un subsidio y reubicó a los 110 trabajadores que quedaron en la calle tras las clausuras. La historia de Teófilo, un emblema de la incertidumbre que viene.
Cuando se le pregunta por el trabajo que ya no tiene, cuando se le habla del taller textil donde pasaba sus días, Teófilo empieza a recordar. Su memoria se vuelve llamas, olor de telas quemadas, gritos que claman ayuda y piden por sus hijos, bomberos que echan agua por las ventanas enrejadas del primer piso de Luis Viale 1269. Tampoco puede dejar de pensar en las seis vidas llevadas por el fuego la noche del 31 de marzo pasado. Y probablemente ya no las olvide. Por todo eso, Teófilo se sabe víctima, pero desde que todas las miradas se dedicaron a escrutar lo que había sido su vida y la de muchos de sus paisanos, por momentos se cree perseguido. Clava los ojos en la nada y explica que en el trabajo estaba todo bien, que nada más trabajaba y que fue un accidente. Va hablando como pidiendo disculpas, con una hilacha de voz casi inaudible. Ahora, sin trabajo ni documentos, tiene plazo hasta el lunes para decidir si se queda en la Argentina o si vuelve a Bolivia. Entonces no sólo el pasado se le vuelve denso, sino que además el futuro se le aparece difuso, informe.
Junto a Teófilo, unas 110 personas estuvieron alojadas durante trece días en el polideportivo de Parque Avellaneda, en Lacarra al 1200. De ellas, unas cuarenta provenían del taller textil clandestino de Luis Viale y las demás, de otros lugares clausurados por no cumplir con las normas de seguridad que establecen las leyes. Ayer, las últimas cinco familias dejaron el gimnasio que ocupaban para mudarse a hoteles o lugares alquilados con subsidios del gobierno de la ciudad. Cada familia recibirá hasta 1800 pesos en seis cuotas. Lo demás es sólo incertidumbre.
Hace dos años que Teófilo, de 22, llegó a Buenos Aires. Emigró para “ver cómo es la Argentina”. En La Paz “estaba bien, hacía trabajos de tapicería para una mueblería”, cuenta en un breve diálogo con Página/12, mientras termina con los últimos preparativos para su traslado.
Sus ganas de progresar lo trajeron hasta esta ciudad junto a dos hermanos. El objetivo era claro, “juntar un capital para volver a Bolivia y poder hacer algo”. Cada peso que ganaba y que no necesitaba para su austera vida lo enviaba a Bolivia para los ahorros familiares.
Mientras habla, las tareas para la mudanza se vuelven unánimes. Decenas de brazos doblan ropas y las guardan en grandes bolsas plásticas de color azul. Otros enrollan y atan los colchones que intentaron dar descanso en las camas dispuestas a cada costado de lo que usualmente es una cancha de básquet. Entre los damnificados por el incendio y los que perdieron sus trabajos como consecuencia de las clausuras, las caras muestran el desaliento, la indefinición acerca de lo que pueda venir.
Teófilo ve pasar a la gente con sus bultos, cargando colchones. Los sigue con la mirada, al tiempo que continúa el relato. En el taller de Luis Viale, “éramos 35 o 40, trabajábamos de 8 a 8.30 de la noche, algunos se quedaban hasta las diez”. Según afirma, los dueños, “un socio argentino y otro boliviano”, les pagaban entre 0,90 y 1,50 peso por prenda, “dependía del modelo de pantalón”, detalla. Trabajando hasta 14 horas diarias, cada costurero llegaba a confeccionar entre 300 y 400 pantalones por semana. Hasta que se incendió, Teófilo llevaba cuatro meses en el taller. “Estábamos trabajando, estaba todo bien. Lo que pasó fue un accidente, ya está”, intenta convencerse. La respuesta que dará el lunes cuando le pregunten si quiere volver a su país le costará horas de sueño. “Me quiero quedar, pero también me quiero ir”, confiesa con desconcierto.
A pesar de que por un tiempo el problema de la vivienda estará resuelto, cerca de la mitad carece de documentos y sin ellos la posibilidad de un nuevo empleo se desvanece. La cuestión de los DNI parece la más compleja de resolver. Para arribar a una solución interviene el gobierno porteño, la Dirección Nacional de Migraciones y el Consulado boliviano, donde los trámites se empantanan con facilidad.
Las complicaciones pasadas, las actuales y las del porvenir sembraron en todos caras de preocupación. Entre ellos, las ganas de hablar escasean.
Apenas unos pocos conversan en pequeños grupitos, solamente con susurros. Lo único que quieren escuchar son las voces de quienes les van a decir adónde se irán, en qué lugar van a despertar mañana.
Ese estado de ánimo se repite en el comedor, donde durante su estadía se turnaban para comer, debido al poco lugar. Las únicas sonrisas aparecen en las caras de los chicos. Para ellos la mudanza se transformó en un juego y los bolsos, en juguetes. Una pareja de hermanitos de no más de ocho años lleva una bolsa que casi los iguala en altura levantando uno de cada manija. De a ratos la arrastran. A veces frenan y vuelven a empezar. Lo mismo quisieran poder hacer todos. No es tan simple.
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