SOCIEDAD › LA ORGANIZACION QUE PUSO DE RODILLAS A SAN PABLO
Jonathan era un joven de 19 años que como otros tantos de una barriada empobrecida del norte de San Pablo había dejado de ir al colegio hace años y no tenía trabajo conocido. El pasado martes fue tiroteado por la Policía Militar de San Pablo cuando el coche en el que viajaba no se detuvo en un control. Cuando los policías se acercaron a su cadáver todavía empuñaba una pistola de mediano calibre con las siglas PCC grabadas en la culata y de su cuello colgaba una placa dorada con una inscripción grabada: “Paz, Justicia y Libertad”.
En uno de sus bolsillos los agentes encontraron un papel del Primer Comando de la Capital –la organización criminal que ha puesto en jaque al Estado de San Pablo durante cuatro días–, con la palabra “vestibular” escrita en él. “Se trata de una especie de salvoconducto que dice que el chico es un aspirante a entrar en la banda, para muchos jóvenes es un sueño. Las palabras de la placa son el lema del PCC”, explica un agente de policía destinado en una zona menos conflictiva de la capital paulista. La familia de este agente, cercano a los 50 y con un hijo también policía, ha pasado cuatro días fuera de casa, refugiada en lo de unos familiares en otra zona de la capital paulista, pendiente del teléfono mientras radios y televisiones retransmitían en directo desde helicópteros asaltos y tiroteos.
“Ha sido una gran victoria del crimen organizado. Ellos dicen que van a actuar y todos se van a casa”, se lamenta el sociólogo Demetrio Magnoli. Y el vencedor es Marcos Willians Herbas Camacho, alias Marcola, quien dirige la organización fundada por ocho presos hace 13 años durante un partido de fútbol en el penal de Taubaté, a 130 kilómetros de San Pablo. Seis están muertos y los otros dos, aún presos, apartados de la organización. Marcola, condenado a 44 años por el asalto a un banco se ha abierto paso hasta la cúpula, ha eliminado a sus rivales, evitado traiciones y hoy dirige con mano de hierro una engrasada maquinaria que asegura “combatir la opresión dentro del sistema penal paulista”, pero que en la práctica extiende sus redes mucho más allá de los muros de las atestadas prisiones de San Pablo.
Aunque apela a la simbología –utiliza el ying-yang como bandera–, el PCC basa su poder operativo en una financiación perfectamente estructurada. Los miembros de pleno derecho, denominados “hermanos integrados” y que la policía estima en unos 130.000, pagan, todos sin excepción, una cuota mensual que va de los 25 reales (12 dólares) de aquellos que se encuentran presos en régimen cerrado a los 500 de los que viven fuera de la prisión, pasando por los 50 reales de quienes estando encarcelados disfrutan de un régimen abierto. A estos aportes hay que añadir los pagos que realizan los familiares tanto en sus visitas a prisión como en el exterior. “Creemos que sólo así manejan más del millón de reales al mes”, advierte Joao Rinaldo Machado, presidente del Sindicato de Trabajadores Penitenciarios de San Pablo.
Con este presupuesto, la dirección de PCC, desde la cárcel, controla el tráfico de drogas, ordena la compra de armas y organiza acciones delictivas de gran impacto, pero también fleta autobuses para que los familiares de sus miembros los visiten en la cárcel, distribuye cestas de alimentos entre presos, organiza fiestas en las cárceles o compra juguetes a los hijos de sus miembros en prisión.
En un paso más audaz, el PCC quiere presentar un candidato –naturalmente oculto– a las elecciones legislativas de octubre. Según los datos que maneja el Departamento de Investigaciones sobre Crimen Organizado, el grupo está invirtiendo unos 700.000 reales (350.000 euros) en la campaña. Las investigaciones se centran en saber quiénes son estos candidatos.
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