SOCIEDAD › LA VIDA DE UN EX SACERDOTE QUE DEJO EL CLERO Y VIVIO CON LOS WICHI TREINTA AÑOS
Hijo de un aventurero irlandés, Patricio Doyle decidió que quería ser cura. Primero fue al norte, a trabajar con la comunidad wichi. Y tras cuestionarse el celibato, dejó el clero y se casó. Durante treinta años estuvo con los aborígenes y escribió seis libros sobre su experiencia.
› Por Andrea Ferrari
Seguramente a Patricio Doyle la atracción por la aventura le venía en la sangre. Hijo de un irlandés que desertó de la marina británica y se vino a la Argentina como polizón en un barco, Doyle ha pasado treinta años trabajando junto a los wichí en el norte. Dos crisis lo sacudieron en su vida. La primera la disparó una conversación con el encargado de una gomería de Montevideo sobre los sacerdotes y la pobreza. La segunda provino de sus fuertes dudas en torno al celibato. Las respuestas que encontró fueron por un lado el trabajo con los indígenas y por otro el abandono de los hábitos. Doyle se casó, tuvo una hija, se separó y volvió a casarse. Hoy se dedica a escribir sobre la experiencia adquirida con los wichí y dice que da gracias a Dios por haber podido entrar en el clero y también por haber podido salir.
Un ventarrón: así describe Doyle a su padre, Edward, quien escapó de su casa porque su propio padre era alcohólico y además un déspota. Lo que a Edward le gustaba era navegar y en aquel momento la única opción que encontró fue incorporarse a la marina inglesa. En Irlanda no lo miraron muy bien, por cierto, pero se embarcó igual.
–En una oportunidad, el barco donde estaba tenía que hacer un operativo en un puerto irlandés, él no lo quiso hacer y desertó.
Pero había pena de muerte para los desertores, de modo que tenía que escapar. Se metió en un barco como polizón y recaló en Buenos Aires. De aquí se trasladó a la Patagonia y trabajó un tiempo a las órdenes de un estanciero inglés. Un día se pelearon, juntó sus cosas y se mandó a mudar.
–Tenía diez yeguas, un padrillo, un Winchester y dos Colt. Se fue a caballo desde Esquel a Río Gallegos. Ahí se encontró con la noticia de que había muerto el rey y había amnistía.
A partir de entonces fue y volvió muchas veces. Dice la historia familiar que en una oportunidad, cuando llevaba ovejas para un inglés, el barco donde viajaba fue atacado por un submarino alemán. Aunque se trataba de un buque mercante, tenía un pequeño cañón para defenderse y resultó que sólo Doyle sabía manejarlo. La suerte quiso que diera en el blanco, pero lo condecoraron al capitán y a él, ni las gracias.
La adversidad le cayó en La Pampa de una manera menos heroica: una noche un caballo lo pateó en la cabeza. Un médico dijo que no iba a sobrevivir y ni siquiera lo atendió. Pero como tres días después seguía vivo, lo enviaron a Buenos Aires, donde pasó una temporada internado. De vuelta en Irlanda, conoció a la que sería su mujer: Anne Marie, o simplemente Mollie. Edward le preguntó si de luna de miel le gustaría hacer un viaje en barco. Ella dijo que sí. Vinieron a Buenos Aires y se quedaron el resto de la vida.
Con los hábitos
Patricio fue el octavo de diez hermanos. Para las familias irlandesas en aquel entonces, dice, tener un hijo sacerdote era casi un título de nobleza. En la suya, tres tomaron el camino de la religión. El ingresó al seminario de los padres pasionarios a los 13 años. A los 21 tomaba los primeros votos y a los 25 se ordenó como sacerdote. Pero en el medio hubo dudas.
–Yo no quería hacer los segundos votos porque no le encontraba sentido al celibato. Hice un retiro espiritual con unos sacerdotes muy honestos pero muy fundamentalistas. Planteé que pensaba irme de la congregación. Uno de ellos me dijo: “Si te vas sos un traidor, porque vos tenés vocación”. A los 22 años, yo no tenía capacidad de cuestionar algo así.
Siguió adelante. Trabajó como asesor de maestros rurales y estuvo a cargo del seminario menor. Dice que de joven era muy reaccionario.
–Era admirador de Franco, de Escrivá de Balaguer. Mi primer voto fue por la Unión Federal. Hasta el ’66 me pareció genial Onganía. Después fui viendo otras cosas, me conecté con la gente de la Teología de la Liberación y fui cambiando internamente.
Ahí es cuando viene a cuento la conversación en la gomería de Montevideo. Había llevado una moto a arreglar y se puso a hablar con el gomero que era, dice, un tipo muy leído. Lo empezó a cuestionar sobre la presunta pobreza de los sacerdotes. “Dicen que son pobres pero es puro verso”, lo increpó.
Patricio tenía un discurso muy estructurado de respuesta a ese tipo de planteo, pero no convenció al gomero ni a sí mismo. Tiempo después decidió visitar a una amiga monja que estaba en La Rioja con el obispo Angelelli. Quedó impactado por la forma en que vivían y trabajaban. Decidió entonces pedir en su congregación que lo mandaran a Salta. Lo pusieron a cargo de una capilla, “monte adentro”, a 200 kilómetros de Orán. Los indígenas allí no eran católicos, ya que habían sido evangelizados por los anglicanos.
–Me instalé y me quedó claro que no tenía sentido hacer capillismo entre católicos y anglicanos. Lo importante no era a qué gremio pertenecía cada uno, sino una apertura a lo trascendente. Me hice muy amigo de los indígenas.
Dice que hubo dos cosas que de entrada favorecieron esa amistad. La primera fue que él llegó el 4 de julio de 1974, cuando se celebraban varias misas en memoria por la muerte de Juan Domingo Perón.
–Si bien los indígenas no tenían idea del peronismo, a Perón lo tenían endiosado porque les había dado la libreta de enrolamiento. Entonces, que yo celebrara una misa por Perón significó mucho.
El segundo episodio tuvo que ver con el mate. Había ido a visitar a un jefe wichí, a 30 kilómetros de su casa. Al jefe la esposa le cebaba mate, pero a él no le llegaba nada: entonces pidió que le convidaran. Dice que se sorprendieron y trajeron otro mate, más “pituco”. Mucho más tarde se enteraría de que los wichí no estaban acostumbrados a ese tipo de gesto, ya que los misioneros nunca habían compartido el mate con ellos por temor a los contagios. Se interpretó como un gesto de amistad que le abrió las puertas.
Otras puertas, sin embargo, se cerraron con el golpe en 1976. El intendente con quien venía trabajando fue depuesto y se cortaron los fondos que permitían traer un médico en avioneta una vez a la semana para ver a los indígenas. Cuando lo llamaron a bendecir una escuela, Doyle hizo un duro discurso a propósito de esa situación frente a las autoridades militares. Un mes después un grupo paramilitar rodeó el pueblo y entró en su casa. Patricio dice que la Providencia lo salvó porque él estaba en la ruta haciendo dedo, para venir a Buenos Aires. Tras algunas gestiones volvió. Sabía que habían corrido imaginativas historias sobre él: que entrenaba guerrilleros o pasaba armas. Al cabo de varios meses se repitió la situación: lo fueron a buscar cuando no estaba. Esta vez el obispo le impidió volver.
Fue recién un año más tarde cuando retomó el trabajo con los indígenas, ahora en Formosa. Pero volvía con dudas. En el grupo había una enfermera, Cristina, a quien se sentía muy cercano. Dice que al poco tiempo se generaron suspicacias por esa relación. El superior le dijo: “Se va ella o te vas vos”.
Se fue a rezar un tiempo con los benedictinos, en Victoria y decidió dejar el clero. Cuenta que su madre lo maldijo, aunque tiempo después le pidió perdón.
–Algunos amigos no me quisieron ver más porque dijeron que era un mal ejemplo para sus hijos. Otros me felicitaron.
Sin los hábitos
Ahora estaba pobre y debía buscar trabajo. Lo encontró en el Chaco, donde un antiguo amigo era en ese momento comisionado municipal en Sauzalito. Allí necesitaban alguien para trabajar junto a los indígenas en la localidad de Tres Pozos y se quedó. Ya entonces había formado pareja con Cristina, con quien montó una sala de primeros auxilios. También tramitaron ante Juan Pablo II una autorización que le permitía oficializar su abandono del clero y casarse. Llegó dos años después.
–Habíamos decidido esperarlo porque si no, a mi mamá directamente le iba a dar un infarto.
Al año del casamiento nació su hija, que pasó sus primeros años junto a la comunidad wichí. Cuatro años después, la vida le volvió a dar un vuelco. Un vuelco literal: un auto en que viajaba se estrelló y él se quebró la cadera. Estuvo un año sin poder caminar y en ese tiempo también se quebró su matrimonio. Tras la separación, quedó solo en Sauzalito.
El siguiente giro de la vida le llegó en 1994, cuando se quedó sin el trabajo que le daba el Instituto del Aborigen de Chaco. Luis Prol, quien estaba a cargo de Desarrollo Social de la Nación, lo llamó para ofrecerle quedar a cargo del INAI. Decidió consultarle a los wichí. Se comunicó por radio y ellos hicieron una reunión. A los tres días le llegó la respuesta: que aceptara.
De los dos años en los que se mantuvo en el cargo destaca el reconocimiento a los onas en Tierra del Fuego, que les permitió recuperar tierras, la intervención ante un atropello contra la comunidad guaraní en Misiones y una extensa recorrida por el país. Los que la llevaban peor, dice, eran los indígenas en Salta. Por eso centró allí un plan que reunía fondos provinciales, nacionales y de organismos internacionales. Cuando los periodistas le preguntaron por qué privilegiaba Salta, dijo que era porque los indígenas allí eran los más postergados de todo el país y probablemente de Sudamérica.
–Y como los responsables de que la cosa fuera así eran los Romero, eso no gustó nada. Días después me llamó Eduardo Amadeo (ministro de Desarrollo Social) y me dijo que por imposición del Presidente tenía que pedirme la renuncia. En Salta mi renuncia apareció un día antes de que yo renunciara. Doyle siguió viviendo unos años más en el Chaco y se dedicó a escribir. En 2003 recibió un mail de una mujer que había leído uno de sus libros. Se hicieron amigos por correspondencia, hasta que en una visita a Buenos Aires la conoció. Dice que cuando la vio se dio cuenta que ya había soñado con ella. Desde entonces están juntos.
Cuenta que la vida junto a los wichí lo cambió completamente.
–Cuando más distinto es uno, más grande es la riqueza del intercambio.
Viviendo allá se propuso estudiar la lengua wichí. Para eso consiguió el material con el que habían trabajado los misioneros anglicanos cuando tradujeron la Biblia a esa lengua. Lo estudió, pero cuando intentó hablar le dijeron que así no eran las cosas.
–Eso lo hicieron los gringos –le explicaron–. Nosotros lo entendemos, pero no hablamos de esa forma.
A partir de ese material y de traducciones facilitadas por los wichí, armó un diccionario. Una vez le preguntó a uno de ellos cómo decían amigo. “N’eth”, le contestó.
–Me gustó esa definición. Significa “el distinto que está conmigo”.
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