SOCIEDAD › LAS HISTORIAS DE TRES HOMBRES QUE ESCAPARON DE SUS PAISES
La cooperativa constructora del Movimiento Territorial de Liberación, la organización piquetera del PC, dio trabajo a refugiados políticos. El relato de un francotirador checheno, un estudiante haitiano y un aventurero ruso que perdió sus ahorros con el corralito.
› Por Laura Vales
Tiene una cara dura, con pómulos marcados. Tiene, además, ojos claros. Es una cara de checheno. “No voy a hablar gran castellano”, dice Yuriy Tsukanof al entrar a la oficina donde se realizará la conversación. Se sienta un poco rígido en la silla, como un hombre grande y triste lleno de desconfianza.
–¿Hace mucho que vino a la Argentina?
–Tres años.
–¿Por qué?
–Los servicios de inteligencia rusos me perseguían.
–¿Por razones políticas?
(Tsukanof asiente.)
–¿Qué pasó?
–La guerra– dice él, y desvía la mirada. Por la ventana se ve trabajar a un grupo de hombres, trepados a un andamio. Estamos en el interior de un edificio en construcción.
–¿Cuándo decidió venir?
–Fue después de que terminó la primera guerra por la independencia de Chechenia. Mataron a seis paisanos míos. Estábamos en Ucrania y los seis fallecieron de bala; eran balas rusas. Ellos vinieron también a buscarme. Teníamos una ferretería con mi mujer; pero ese día estaba solo en casa, yo con mi perro. Cuando entraron, no pensaron que yo tenía gran experiencia de la guerra, soy soldado. Uno perdió su vida.
–Así escapó.
–Sí.
–Dejó el país.
–No tenía posibilidades de esconderme en Ucrania. No quería que mi familia siguiera en peligro, además.
–¿Por qué lo buscaban?
–Fui francotirador.
–...
–...
Tsukanof se mira las manos. Tiene las uñas sucias de grasa. Desde afuera, llegan ruidos de martillazos.
–Cuando era joven, en el colegio –sigue él–, tuve un gran maestro de escopeta, en deporte, mi país fue campeón. Yo era bueno, mis balas no fallaban. Por eso cuando hubo guerra cumplí tareas militares.
–¿Y ahora qué hace?
Tsukanof sonríe. Ahora es mecánico.
Es, además, uno de los cinco refugiados políticos que encontraron trabajo en la Cooperativa Emetele, del Movimiento Territorial de Liberación, una organización piquetera vinculada al Partido Comunista.
Debe ser una broma del destino que el checheno haya terminado trabajando para el PC. Lo cierto es que acá no conocen su historia. La sabrán recién cuando esta nota se publique. “No preguntamos a ningún refugiado por su ideología”, dice Carlos Chile, coordinador de la organización. El cree que la ayuda al refugiado es una cuestión moral, algo vinculado a la humanidad y a nada más. “¿Qué mérito tendría admitir solamente a los pares?”, pregunta. El mismo fue un exiliado durante la dictadura. Sabe qué se siente en un país extraño, solo y sin recursos.
Entre los refugiados de la cooperativa hay también un congolés, un senegalés, un ruso y dos haitianos.
Haití
Negro, alto, elástico como un gato, Gesner Cossier viene de Haití. Tiene 26 años. En su país dejó a cuatro hermanos, los que quedaron de una familia de siete a la que la violencia política desperdigó por el mundo. Cuando él tuvo que dejar Haití, su mamá ya hacía años que se había ido a Norteamérica.
Gesner vivía en Gonaives, donde tenía un kiosco; militaba en una organización estudiantil de izquierda, vinculada al Partido Comunista. Una tarde, después de repartir folletos en el centro, volvió a su casa y la encontró quemada. Del kiosco había sólo cenizas.
Gesner ya había tenido amenazas y los vecinos, que vieron actuar la banda de paramilitares, le aconsejaron la huida. Pasó un tiempo escondido en el campo, mientras el partido le conseguía una visa y dinero. Cuando los tuvo, cruzó en colectivo a la República Dominicana y de ahí se tomó un avión a Buenos Aires. “No sabía mucho de Argentina, pero había tenido un amigo acá, un haitiano con el que nos escribíamos por Internet”.
Llegó a Ezeiza el 4 de enero del 2003, sin saber una palabra de español. En el aeropuerto nadie lo esperaba. Se metió en un hotel familiar de Congreso, donde encontró a un ángel salvador: Javier, el portero del edificio, un sesentón que le exigió el pago por anticipado de la estadía, lo acompañó a un restaurante cercano para cambiar dólares por pesos, porque ya era de noche y lo ayudó a cargar la valija.
“Yo no sabía ni pedir comida; sólo hablaba francés o el criollo de Haití”, dice Gesner. “El me enseñó cómo moverme; me acompañaba a Coto, paseaba conmigo por Lavalle”.
Se ríe cuando recuerda esa época. Todo le parecía incomible. Con las mujeres no se entendía. Su única suerte era el portero, que lo acompañaba a todos lados.
Aprendió español en una asociación católica y luego en la UBA. Durante un tiempo dio clases de francés, pero ganaba poco. Recién cuando la cooperativa del MTL le hizo un lugar pudo mantenerse. Trabaja de pintor.
“Es una gran oportunidad de vivir mejor y un tema de ánimo, porque el trabajo es una distracción. Son afectuosos, me divierto. Creen que con el senegalés y el otro haitiano somos familia. Es que somos los únicos negros en la construcción”.
Un laboratorio social
La obra, un complejo de viviendas en Parque Patricios, es un gran laboratorio social en el que doscientos cincuenta desocupados pasaron de estar en la D a jugar en Primera. Ahora tienen una empresa constructora que compite en el mercado, sueldos en blanco, vacaciones y aguinaldo.
En la cooperativa no sólo hay argentinos, también peruanos y bolivianos. Esa mezcla no es un crisol de razas: provoca verdaderas guerras donde el tema central de las peleas es el menú del comedor, en el que los peruanos reclaman más picante y los locales defienden sus derechos gastronómicos. El tema es tan difícil que han llegado a gastar asambleas sólo para ponerse de acuerdo. “Acá hay problemas todos los días”, dice Carlos Chile.
Son las cuatro de la tarde en la obra y es casi imposible conversar por los ruidos: martillazos, serruchos, llamados entre los andamios, una retroexcavadora que perfora el hormigón y obliga a gritar para entenderse. Trabajan contra reloj porque tienen un plazo de entrega.
Rusia
El tercer entrevistado es Eugeni Bedrine, un ruso de 31 años que estudió filosofía y letras en Moscú y habla español, portugués e inglés. Aquí se gana la vida poniendo zócalos.
“Así es el destino. Las vueltas de la vida te dan sorpresas”, dice ahora. Parece divertido.
“Soy sagitariano, llevo los viajes en la sangre”. Bedrine no es refugiado, sólo inmigrante. Vino a la Argentina por primera vez en el ’96, con un contrato de trabajo con una empresa exportadora. En Moscú, cuenta, vivía con sus padres y una abuela. La abuela tenía una prima que había inmigrado a principios de los años ’20. Fue primero a París y luego a Buenos Aires, donde se casó con un médico. Desde aquí, escribía largas cartas que la familia recibía, acompañadas de fotos. Al niño Eugeni lo fascinaba Argentina. “Era tan lejos, un lugar imposible de llegar, atractivo y misterioso”.
Soñaba con los viajes; leía libros de viajeros. En especial los de Zigmurud y Canzelka, dos checos que en los ’40 recorrieron Latinoamérica y escribieron crónicas que contaron los grandes mitines por Perón y Evita, la pasión por el fútbol y la costumbre del mate. “Un criollo verdadero jamás mueve la bombilla en el mate”, recita Eugeni rememorando el libro.
Se echa atrás en la silla y se cruza de brazos. “Una cosa son los libros y otra la vida, ¿no?”, pregunta. ¿Se decepcionó al llegar? “No, no. Encontré muchas de las cosas que esperaba; la arquitectura, por ejemplo. Buenos Aires es una ciudad hecha por arquitectos europeos”.
La empresa exportadora lo ubicó en un departamento de Barrio Norte, en el ’96; pero en el 2001 quebró. Los ahorros del ruso quedaron atrapados en el corralito. Bedrine volvió a Moscú. Y hace dos años regresó, en un intento de rescatar su dinero. Contrató a un abogado, pero no le fue bien. El no lo dice, pero da la impresión de que lo estafó. “Ahora hago traducciones de manera temporaria. ¿Tengo que hablar de esto?... Es una lástima que le dé esta imagen para la nota”.
–No se preocupe.
–Acá todos quieren guita fácil. Voy a contarle algo: cuando volví a Buenos Aires tomé un taxi. Yo ya conocía el trayecto, pero como hablo con acento el taxista me paseó. Me cobra seis pesos por el viaje. Le doy un billete de diez, él me muestra uno de dos y me dice six, not two. Yo le había dado diez, pero él no sé cómo hizo, consiguió confundirme y le di otros diez. Yo estaba con mis bolsos, tenía miedo de que se fuera con mis cosas.
–Así que ahora se dedica a los zócalos.
–Parece loco, pero no me molesta. Yo hacía este tipo de trabajos cuando estudiaba. Los argentinos tienen una mentalidad distinta, se lo toman todo a la tremenda. En mi país, un tipo que tiene estudios puede perfectamente poner zócalos, no es menos por eso, simplemente es alguien que sabe hacer de todo, y que lo hace por necesidad. La verdad, gano mejor que con las traducciones.
–¿Y el sueño de encontrar París en Buenos Aires?
–Son las vueltas de la vida –repite.
–Debería escribir un libro. Como los checos.
–Voy a decirle algo: hay gente que tiene una vida monótona. Yo no. Por lo menos tengo para distraerme.
Guerras
Tsukanof, el checheno que le hizo la guerra a los rusos, tiene acá una sola persona con quien hablar sin la barrera del idioma: el moscovita.
–¿Ya estuvo con Eugeni? –ha preguntado apenas iniciada la conversación.
–Recién. Me hizo reír.
–Yo, en cambio, no podía hacer lo mismo.
Su mujer quedó en Ucrania, a cargo de la ferretería. Allá también viven sus dos hijos, un varón de treinta y una mujer de veinticuatro.
–¿Volvería?
–Es una pregunta difícil –dice Tsukanof. El quisiera quedarse, pero no se siente seguro: en febrero, estando en Buenos Aires, un desconocido le disparó por la espalda. Está convencido de que fue un ruso. “No me robaron, no tengo líos de mujer, no tengo enemigos.” Tsukanof cambió de dirección, cortó sus relaciones con la diáspora rusa.
–¿Le parece posible que vengan hasta acá sólo a buscarlo?
El checheno se inclina para agarrar su bolso; parece que se ofendió y ahora se va. Lo abre (¿tiene un arma?) y saca finalmente de adentro unos papeles. Los extiende a través del escritorio. Es una denuncia judicial donde se relata el episodio, más un certificado médico de su herida. Mete una mano por el cuello del pullover y tira de un cordel. Saca unos anteojos bifocales. Tsukanof tiene cincuenta y siete años. Se los pone para consultar un detalle.
–Volvería a luchar por mi país, pero la guerra quiere jóvenes. Yo ya estoy viejo.
En la vereda, se junta a otros trabajadores que empujan una grúa para meterla en el taller. ¿Saben ellos que él fue francotirador? ¿Y que Eugeni habla cuatro idiomas?
No. En realidad, habría que decir, aquí no acostumbran a preguntar por el pasado. Quién sabe qué historias podría contar cada uno. También los argentinos y peruanos vienen del dolor: la desocupación, de la vida en la calle, de las familias rotas. En este lugar lo mejor es mirar para adelante.
Los hombres se apoyan con todas sus fuerzas contra la grúa para darle impulso, concentrados; es una máquina pesada. Alguno grita para darse ánimo. El vehículo cruje un segundo, como resistiéndose a ser movido. Luego, las ruedas comienzan a girar suavemente sobre el asfalto.
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