SOCIEDAD › FESTEJOS EN LA CIUDAD, CON EPICENTRO EN EL OBELISCO
› Por Carlos Rodríguez
En el sur de la ciudad, el festejo largó con algunos minutos de demora. En Pompeya, Parque Patricios, Constitución, los hinchas argentinos se tomaron un respiro antes de salir a la calle, rumbo al Obelisco. Había que recomponerse del angustioso desarrollo que tuvo el partido contra los mexicanos y había que empezar a endurecer el semblante para hacerle frente al fantasma alemán que se avecina. “La última vez que nos cruzamos con los alemanes en un Mundial los salvó el turro de (Edgardo) Codesal”, recuerda Ismael, de 19 años, que tenía tres cuando el árbitro mexicano cobró el penal que decidió la suerte de la final que Alemania le ganó a la Argentina en el campeonato jugado en Italia. En los bondis repletos, en autos o camionetas, muchos a pie, todos especulan y gritan mientras se dirigen al Obelisco, que volvió a llenarse después de finalizado el partido con México. Una multitud había llenado antes los bares del centro, frente al televisor, confiada en que el festejo seguía. “Hasta el viernes tenemos franquicia y después vemos”, suspira Patricia, 25, a punto de recibirse de abogada y de experta en fútbol. Mientras tanto, el coro ensaya el grito de guerra que dejó de lado, por ahora, a los ingleses: “El que no salta es un alemán”.
En Callao y Corrientes, María sigue con cristiana resignación a su esposo Tomás, que cámara digital en mano filma y se filma. Las imágenes devuelven a un señor pelado, panzón, con una remera que tiene la cara de Crespo como única razón de ser. “Es como un chico”, define María con una sonrisa, y después reacciona como una madre comprensiva: “Y bueno, está bien. Estuvo un poco enfermo y ahora se curó”. En una disquería de Corrientes al 1700, veinte chicos y chicas arman una coreografía celeste y blanca con el fondo musical de Attaque77. Atilio aprovecha para vender las últimas tres banderas que le quedan, a 10 pesos cada una.
Angelita, de 8 años, con gorro de lana blanquiceleste y un coquetísimo pilotín largo de color rosa, arrastra con ganas a su papá Marcelo, que la sigue con cara de desconsuelo. “Sí, me gusta el fútbol. Veo los partidos. Pero salí a la calle porque era el gusto de ella (señala a su hija) y porque la madre se borró.” La barra con olor a birra se vino de Liniers, temprano, para ver el partido en un bodegón de Once. Y de allí, después del triunfo, se largaron a pie hasta la avenida 9 de Julio. “Tío, hoy la birra es obligatoria”, dice Francisco, que lleva una botella de cerveza en la mano izquierda y una novia abrochada bajo el brazo derecho.
“Si hacemos este quilombo por haberle ganado a México: ¡te imaginás si los bajamos a los alemanes!”. Juan Carlos le hace el comentario a su amigo Rolando, mientras delira con las mieles de la gloria por venir. El cartel publicitario de la película Noche diabólica promete una historia que está “entre la vida y la muerte, entre la luz y la oscuridad”. Muchos recuerdan el desarrollo del partido con México, pero siguen gritando: “Vamos, vamos, Argentina”.
Un matrimonio joven, frente al Obelisco, avanza hacia el centro del descontrol con un carrito cuya carga son dos hermanos gemelos, Joaquín y Tiago. “Guarda, guarda, no me aplasten a los pibes del Sub-1.” La madre confirma que los niños cumplieron los doce meses de rigor que los habilita “para participar en grandes manifestaciones populares”. En la Plaza de la República, la que rodea al falo gigantesco, la concentración se desbanda. Siete-lindas chicas-siete gritan a lo barrabrava. Una se para desafiante y asegura: “No necesitamos novios para venir. Con Mariana jugamos al fútbol mejor que algunos hombres, pero no somos lesbianas”, aclara Luciana mientras señala a su amiga, una rubia muy bien formada, que tiene todo lo necesario para ser una fiera en el área chica.
Cinco atorrantes, vestidos con remeras de sus equipos favoritos, acompañan los cánticos con trompetas, saxos y trombones. Prefieren mantener sus nombres en reserva. “Nos piantamos del laburo; no nos mandes en cana”, dice uno de ellos. La fiesta siguió hasta tarde. El único que no grita nisalta es un grandote barbudo, mal entrazado, que se durmió en los canteros de la plaza. El carnaval se olvida y la miseria no.
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