Vie 30.06.2006

SOCIEDAD  › OPINION

Por mano propia

› Por Eduardo Videla

Hace exactamente veinte años venía de una serie de cuatro robos a mi casa, en Monte Grande, cuando un vecino con conexiones policiales me propuso: “Los tienen identificados pero no pueden hacer nada. Si les das el OK los limpian”.

Por supuesto, preferí mudarme de barrio.

En esos años no existía la palabra menemismo y todavía no había pasado por la sociedad el vendaval que dejó a tantos mayores sin trabajo y a sus hijos a merced de la desesperanza.

Tiempo después, la realidad se encargó de mostrar que hubo vecinos que sí dieron el OK para esos “operativos limpieza”, como lo demostraron las investigaciones de Página/12 sobre escuadrones de la muerte y otros casos.

Los partes policiales que reproducen las agencias de noticias (y que a veces ni siquiera aparecen en los diarios) hablan con frecuencia de la aparición de cadáveres, baleados, a veces calcinados y de probables ajustes de cuentas que terminan sin ser esclarecidos.

Estas imágenes sueltas confluyen cuando se conoce el caso de Lucas, el chico asesinado por dos suboficiales de la Armada y su hermano, en un barrio pobre de Moreno. El salvajismo del hecho y los símbolos que lo rodean (como el secuestro previo en un Falcon verde) estremece tanto como el testimonio de los vecinos –expresados también en las páginas de este diario– que en cierto modo defienden a los homicidas y a lo sumo piensan que se les fue la mano con la metodología.

Esos argumentos ¿tienen un parentesco con los que hace 30 años apoyaban o justificaban el golpe de estado?

De ser así, podría decirse que el comportamiento de los acusados no es el resultado de la acción perversa de hombres formados en una institución con una historia siniestra, o al menos no solo eso. Habría en ese caso condiciones sociales que avalan su comportamiento. No son extraños que llegan para cometer un hecho aberrante sino vecinos a los que todos conocen.

Su condición los pone apenas por delante de aquellos que compraron un arma sofisticada para atrapar a un ladrón y darle “su merecido”, como hizo aquel famoso ingeniero.

La justicia por mano propia es una mala semilla que germina especialmente en territorios arrasados, donde la ausencia del Estado –tanto en materia de seguridad y de Justicia como en políticas sociales– esmerila el mejor valor que siempre tuvo esta sociedad: el de la solidaridad.

Algo de eso debería leerse en las palabras de la jueza de Menores Mirta Guarino, cuando sugirió lo que todavía hace falta para que haya una cabal vigencia de los derechos humanos.

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