Un tribunal cordobés condenó a 14 años de prisión a un ex policía que regenteaba un prostíbulo y obligaba a prostituirse a chicas que compraba. Dos de ellas, pese a ser sus víctimas, también fueron llevadas al mismo juicio, acusadas de cómplices. Los jueces las condenaron a tres años, por lo que ayer mismo salieron en libertad.
› Por Marta Dillon
Dos bochas de helado de chocolate para cada una. Ese fue el festejo que Betiana Zapata y Vanesa Payero eligieron para honrar la libertad recién conseguida, después de un año y nueve meses en cautiverio y de un juicio oral que empezó en junio y terminó ayer con una condena que de todos modos las habilitó para correr hacia la calle y pisarla firme, cumpliendo con esa consigna carcelaria que suele contar los días, justamente, hasta ese acto. Aun cuando se las haya declarado culpables de esos delitos de los que también fueron víctimas –privación ilegítima de la libertad, reducción a la servidumbre y lesiones–, la pena mínima de tres años que les impuso la Cámara del Crimen de Bellville las distinguió claramente de su victimario, el ex policía federal Jorge González, un proxeneta que las “compró” por cien pesos y fue condenado, además, por promoción de la prostitución a 14 años de cárcel. Así, el final de un caso considerado testigo por las organizaciones no gubernamentales que denuncian la existencia de redes activas de trata de personas en el país tuvo un sabor similar al de la golosina que sorbieron las chicas en la mesa de un bar, a pasos de los Tribunales, como la prueba más concreta de que la vida todavía guarda buenos bocados para ellas.
La historia que empezó a reescribirse ayer para Vanesa Payero y Betiana Zapata salió de la clandestinidad en diciembre de 2004, cuando Sandra Amaya, otra joven capturada por González, pudo escaparse de un circuito de torturas que la había dejado seriamente herida y tan desnutrida que pudo deslizar sus manos de las esposas que la mantenían amarrada dentro de una cueva a metros del cabaret Puente de Fuego, en la localidad cordobesa de Inriville, construida por el proxeneta para disciplinar a las chicas que se negaban a prostituirse. Amaya fue encontrada inconsciente por un trabajador campesino a orillas del río Carcarañá. Apenas pudo recuperarse, la joven contó que González la había contactado en una feria rural para realizar tareas de limpieza en Puente de Fuego, pero que apenas llegó al boliche fue obligada a prostituirse porque tenía que “devolver” el dinero que el hombre había pagado por ella. Los golpes empezaron al mismo tiempo que su negativa y siguieron con torturas más sofisticadas después de que Sandra intentara, a través del celular de un cliente, denunciar su situación a la policía.
“Nosotras le dijimos que se quedara tranquila, que si no iba a ser peor, porque él (por González) siempre fue muy nervioso. Y ella se calmó y trabajó una noche, pero ahí fue cuando quiso avisar a la policía.” Vanesa cuenta así el modo en que intentó transmitirle a Sandra la manera en que había aprendido a sobrevivir, haciendo lo que le pedían, pasando lo más inadvertida posible. “Porque una vez que una empieza en esta vida creés que no hay otra; además tenés que elegir entre que te hagan recagar o atender a los clientes.” Y ella, en esa encrucijada parecida a un callejón sin salida, optó por disciplinarse: cuando Sandra llegó a Puente de Fuego hacía dos años que Vanesa “trabajaba” ahí. Tenía 19 años. Betiana, su compañera, había llegado a los 16, pero desde los 9 estaba atrapada en el circuito de la explotación sexual. Lo primero que dijeron las dos, después de haber bajado corriendo las escaleras de los Tribunales, escapándose incluso de las representantes de la Red No a la Trata que las acompañaron durante el juicio para apropiarse de la calle en el Día de la Primavera, fue: “Prostituirnos nunca más, ahora lo podemos gritar”.
Ese llamado a la policía desencadenó un primer allanamiento en el que los uniformados no descubrieron a Sandra ni a las dos menores –-una de 15 y otra de 16, además de Vanesa y Betiana de 18 y 19– ni ninguna otra irregularidad. Puente de Fuego siguió funcionando como siempre, atendiendo vecinos de Inriville y pasajeros de paso por el paraíso sojero del llano cordobés. Pero para Sandra empezó la peor parte de su cautiverio. González la trasladó a la cueva donde se suponía que dormían “las perras” –según consta en la causa– y obligó bajo amenazas a sus compañeras a participar de rondas de torturas que incluían quemaduras de cigarrillos, golpes y violaciones con “un palo”. Esa es la causa por la que Vanesa y Betiana fueron en primer término acusadas de los mismos delitos que el proxeneta Jorge González, junto a quien aparecía como su concubina, Valeria Calderón, de 20, quien fue condenada en este juicio a 3 años y seis meses de prisión y todavía no recuperó la libertad.
“Todas le teníamos miedo –contó Betiana durante el juicio–, incluso Calderón, porque él nos golpeaba a todas, nos tenía encerradas, abusaba de nosotras cuando quería. Era Sandra o nosotras o nuestras familias, porque él sabía dónde vivían y siempre nos decía que los iba a matar a todos. Nosotras íbamos a ver a Sandra y le llevábamos comida a la cueva cuando González no estaba, si no nos iba a pasar lo mismo.” Para el fiscal Telmo López Lema quedó acreditado en el curso del juicio que las chicas actuaron coaccionadas y por eso pidió para ellas la pena mínima. “Fue un esfuerzo de esta fiscalía separar los términos para evitar juzgar y penalizar a las mujeres que se ven obligadas a ejercer la prostitución”, dijo a este diario antes del veredicto, dando muestras de una toma de conciencia que parece haber despertado después de cuatro meses de audiencias. En junio había dicho a esta cronista estar convencido de la complicidad de “todos los acusados en hechos aberrantes propios de la Edad Media”. Lo cierto es que, en un principio, el pacto de silencio que las amenazas de González habían obligado a las chicas a cumplir se quebró cuando el presidente de la Cámara, José María Rocca, ordenó brindar protección a las acusadas y a sus familias. Entonces ellas se animaron a hablar y pudieron torcer su suerte y la de Valeria Calderón, que a partir de ese momento se negó a compartir la defensa con el proxeneta.
En esas primeras declaraciones, Vanesa y Betiana contaron cómo habían sido entregadas por distintas personas (ver aparte) a cambio de cien pesos que debían devolver con lo que generaban prostituyéndose dentro del cabaret. También se les descontaba de sus supuestas ganancias los gastos de comida y elementos de higiene. “Se suponía que teníamos que cumplir una plaza de treinta días –el período por el cual, en teoría, eran “cedidas” a ese prostíbulo por quienes las llevaron–, pero nunca llegábamos a cubrir lo que le debíamos. A veces nos daba algo de plata para mandar a nuestras familias, pero la deuda era cada vez más grande”, rememora ahora Betiana.
Toda la defensa de González apuntó a demostrar que Puente de Fuego era simplemente un bar y que las chicas que vivían ahí servían copas o hacían tareas de limpieza y en la cocina. Fueron muchos los testigos que así lo dijeron frente al tribunal, hasta que uno de ellos, otro ex policía, Eduardo De la Matta, se presentó espontáneamente después de su primera declaración para decir que no podía “dormir tranquilo sabiendo lo que pasa todos los días en los cabarets que todos vemos y de los que no se quiere hablar. Ahí hay chicas chiquitas, como mis hijas, que son obligadas a prostituirse. Yo lo sé porque yo lo vi”. A De la Matta, González le dedicó las últimas palabras que dijo antes de que los integrantes de la Cámara se retiraran a deliberar: “Soy inocente de todos los cargos, investiguen a De la Matta porque miente”. Sin embargo, no fue a este hombre a quien los magistrados ordenaron investigar a la fiscalía de Marcos Juárez donde se originó este caso sino a tres policías provinciales, uno de ellos jefe de la Zona II –con influencia sobre Inriville–, a quienes Payero y Zapata acusaron de visitar regularmente Puente de Fuego. “A (Rudi) Audisio, (Norberto) Rodríguez y (José) Ledesma los teníamos que atender gratis. Eran los jefes policiales de la zona, ¿adónde querían que denunciáramos lo que nos pasaba?”, preguntó Vanesa en el curso del juicio.
“Lo que aquí queda claro es que no podemos hablar de redes de trata de blancas; las mujeres ejercen la prostitución por su voluntad”, dijo sobre el final de la audiencia el fiscal López Lema, aunque obvió mencionar la existencia de dos menores de 16 en el cabaret Puente de Fuego al momento de ser detenido González y el resto de las acusadas y también que está en curso, a pedido del tribunal, la investigación sobre las actividades de Luis Saldaña, un empleado de una concesionaria de autopistas que entregó a Vanesa Payero a cambio de dinero, y de una mujer apodada Mangacha, de Santa Fe, quien captó a Betiana en Santa Fe y la vendió en Córdoba.
Estos circuitos fueron los que convocaron la atención, a lo largo del juicio, de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación –ayer estuvo presente Graciela Vargas, coordinadora del área género– y de la directora del programa Las víctimas contra la violencia, Eva Giberti, que depende del Ministerio de Interior de la Nación. Y es por estos datos que todavía están sueltos que tanto la Coalición Internacional contra la Trata, especialmente de mujeres y niños, y la Red No a la Trata de Argentina, se comprometieron con el caso. Si el final del juicio tiene un sabor parecido al helado de chocolate que saborearon las chicas en su primer momento en libertad es porque quedó demostrado que la distancia entre estas víctimas y las que figuran como tales en el juicio es el tiempo que cada una llevaba en cautiverio y las estrategias que obligadamente pusieron en juego para sobrevivir. Ahora falta develar la otra trama, la de la trata de personas con fines de explotación sexual que pareciera que no existe, aunque las víctimas que logran saltar el cerco digan lo contrario.
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