SOCIEDAD › MILES DE PIBES FESTEJARON LA LLEGADA DE LA PRIMAVERA
El Día del Estudiante, soleado como nunca, fue un festejo para los pibes. En la Costanera Sur, en Palermo, en todas las plazas y en todo el país los chicos ocuparon las calles de hecho.
› Por Horacio Cecchi
La escena llama la atención por la coreografía uniformada: Pablo, de Los Descontrolados de Barracas, hace sonar el silbato murguero en precalentamiento a metros de la entrada de la Reserva Ecológica. Alrededor suyo se va armando el rondín de chicos en pleno festejo primaveral y dispuestos a cerrar la fiesta con ritmo candombe. A escasa distancia, pero desentendidos del rondín, ocho federales charlan atentamente. Al escuchar el silbato de Pablo giran sus cabezas al unísono, como si un llamado ancestral hubiera pulsado su control remoto interno. Pablo vuelve a sonar el silbato y las ocho gorras vuelven a girar hacia él. Es a la tercera pitada, justo cuando empieza el candombe, que los policías se descubren como parte de la coreografía y desisten de seguir en escena. Dentro del rondín, Pablo empieza a romper la ley de gravedad bailando en el aire. Es el Día de la Primavera. En la Costanera Sur, en Palermo, en Córdoba, en Jujuy, en todo el país, el bolsón de riesgo más golpeado intenta escapar al término peyorativo de menores y ser reconocidos si no niños y adolescentes, al menos por un día como estudiantes.
Alrededor de la estatua de Lola Mora, colores, remeras negras de Callejeros, algunas birras. Nada que alarme a los ocho guardianes de la ley, que siguen charlando atentamente. Del otro lado de la avenida Costanera, más allá de Lola Mora, el auditorio es espacio de otra situación curiosa. Frente al anfiteatro, Quique Polo baila sus clases de aerobics desde el escenario al ritmo marcha, levanta sus brazos y golpea sus palmas por sobre su cabeza, igual que la chica que está detrás suyo, tal vez su asistente, que también golpea sus palmas por sobre su cabeza. La primavera parece haber llegado coreográfica esta vez. Abajo, los niños y adolescentes, como hicieron siempre hasta que dejan de serlo, toman lo que les interesa y lo transforman. O sea, nada de aerobics, nada de palmas por encima de la mano, todo pogo, la diversión es lo que prima y arriba con el pogo, a chocar cuerpos, la mejor forma de conocerse que eso es lo que están pidiendo desde hace rato.
Ya tocaron Tempo, Alternativa, Durling, Serpiente de Bronce, invitados por los organizadores de “No más violencia”. Empieza Año Cero apenas termine Quique Polo con su aerobic devenido en pogo. Del otro lado de la Costanera, a Pablo de los Descontrolados ya se le sumaron Marcos de Fileteando Ilusiones, de Parque Patricios, y Paulita, de Calaveras de Constitución.
Más allá, sobre la vereda de ingreso a la Reserva, Yoele está tirado debajo de un cuatriciclo celeste. El vehículo tiene uno de los ejes salidos. “No va más”, dice Yoele. “¿Que cuánto cobro? Ocho pesos la media hora. Tengo cinco coches, menos este que ya ve, no va más. Y los tengo andando desde las diez de la mañana seguido. Apenas unos minutitos parados –dice con la felicidad entregada a su bolsillo–. Hacé la cuenta”, dice. Y antes de volver al eje del coche celeste agrega: “Ojo que hoy cobro eso. Por el día, ¿vio? Si no, la media hora la cobro cinco y la hora ocho”.
El perfil de Yoele cae abruptamente, tras la confesión del simpático encargado del alquiler de cuatriciclos al oscuro y melindroso usurero. Y el prejuicio se mantiene hasta que por la Costanera se divisan dos de sus cochecitos en plena vuelta. En uno hay cinco chicos. En el otro, pedaleando quién sabe cómo porque ya no hay lugar para moverse allí dentro, hay diez chicos y chicas, encaramados unos sobre otros, empujando el atiborrado vehículo a fuerza de carcajada limpia. Ahora dicen que Yoele es un héroe martirizado.
Por la vereda, además de remeras negras con el nombre del grupo, suena Callejeros. Son algunos que escuchan el recital como si estuvieran en Córdoba. Escuchan alrededor de una parrilla que lleva el ostentoso nombre de La Parrilla. Sus paredes están pintadas con ofertas: vacío, bondiola, choripán, superpancho, churrasco, morcipan. Y, a guiarse por la muchedumbre reunida alrededor del mostrador, el choripán o el superpancho son una fiesta interior, aunque también podría tratarse de los parlantes que exhuman las letras de Callejeros.
Más allá, la camioneta de la Prefectura se detiene en el semáforo. Casualmente, los prefectos giran también sus cabezas al unísono y en un mismo sentido, como las ocho gorras federales giraban más arriba, pero no es Pablo de Descontrolados ni Marcos de Fileteando Ilusiones, sino una morocha bastante voluptuosa que juega al voley con unas amigas en la placita del medio, con camisa apenas traslúcida.
También están los motoqueros, algo más grandes, se supone que por encima de los 18 de guiarse por las leyes, reunidos de negro, pantalones ajustados y algunos con alguna tacha, alguna nada más para que no se los confunda con punkies, pero alguna al menos para dar fiereza. Son varios flacos y una chica, más grande que el resto de las miles de chicas que dan vueltas por la Costanera, y que se aprieta contra el chico de la moto más grande y que juega a eso.
“Solange, mostrame la foto”, dice una nena, que nada que ver con los motoqueros (está a un par de cuadras de la chica del centro), y le tironea la cámara a la que obviamente es Solange. “A ver la fotito”, pide. Solange, de no más de 15, le muestra la imagen en la cámara digital a su amiga. Al lado, una nena pasa en patines de los viejos, los de cuatro rueditas de metal. Se cae y se levanta, se cae y vuelve a levantarse.
No pasa lo mismo con la vendedora de artesanías. Tiene sus objetos a la venta, desplegados sobre una pequeña manta. Y ella, desplegada también al sol, roja como un tomate, duerme profundamente el día de la primavera.
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