Dom 22.10.2006

SOCIEDAD  › CRONICA DE UN BINGO DE LA MATANZA

Entre la nada y la salvación

La mujer que ganó 35 millones que tal vez nunca cobre despertó la solidaridad de miles que, como ella, gastan su ilusión billete a billete en el conurbano. Aquí, un día en el Bingo de San Justo, donde el viernes un hombre murió infartado.

› Por C. A.

¿Cómo medir la esperanza ciega de los cuatrocientos jugadores que llenan un lunes a las once de la mañana el Bingo de San Justo? ¿Cómo pesar la salvación de los que ganan, como esa mujer amotinada ante los 35 millones que se dibujaron en su pantalla? ¿Cómo cuantificar la frustración de la mayoría que pierde silenciosa? El bingo se cocina a fuego lento en el comienzo de la semana bonaerense, cuando los que apuestan son los “independientes”, los changarines, los remiseros, las modistas, las empleadas por hora, los maestros, los comerciantes, los beneficiarios de los planes sociales en la búsqueda desesperada por multiplicarlos, como peces y panes. “A mi hermana la saqué de la quiniela clandestina y se vino a meter acá”, dice una mujer sin un centavo tras abandonar el recinto, pleno de resonancias de Las Vegas. “Empeoró. Terminamos llevándola a los jugadores anónimos en la iglesia”, dice, despojada de sus últimos treinta pesos. “Estos están enfermos”, declara uno que pasa, amigote de la política y el juego. “El bingo ha destruido a los comerciantes y al pueblo de La Matanza”, blande como a una faca Leo, jugador empedernido que viene hoy lunes, tan temprano, al rescate de su mujer que salió a hurtadillas de la casa con lo que él ganó en el remise el fin de semana.

La descarriada por el bingo no aparece por esta cuadra céntrica de San Justo hace unos meses. Acude, religiosamente, a la iglesia de los Santos Justo y Pastor, a pocas cuadras, frente a la plaza. El grupo es un enjambre de ex jugadores compulsivos, en el límite entre la pobreza y la indigencia. Allí, en la “elaboración” de esa costumbre masiva los apostadores se posicionan en la crítica dura hacia el negocio del juego legal, ese que los dejó, como a la hermana de Mirta, al borde del divorcio, casi sin familia. “Ella podía pasarse el día entero acá. Hasta perder hasta la última moneda. Se tenía que volver caminando a la casa, que está a unas 30 cuadras, de tan viciosa”, sigue en su testimonio Mirta, que se jura una jugadora controlada, como su marido.

Dos vigiladores privados parados junto a un detector de metales supervisan el ingreso incesante de la clientela. El bip bip que produce el abultado bolsillo de un morocho los obliga a trabajar: lo palpan de armas. Pero es un paquete de clavos. Se trata de un carpintero que decidió “pasar un toque”. Es tan céntrico el Bingo de San Justo, queda tan a la mano, que los jugadores coinciden en que la tentación es insoportable. Es raro: se quejan a coro y entran y salen, y se vuelven a quejar. Al comienzo no hacen caso de las preguntas. No quieren hablar. Pero a la insistencia se dejan y a eso de las dos de la tarde, en el vaivén del ganar y perder que es un péndulo casi unidireccional, cuentan, agrupados, entre amigos del juego, cómo es esto del bingo.

–Vine porque hoy gané a la quiniela –dice Pedro, 51, el marido de Mirta, desempleado confeso tras un paso por la Municipalidad de La Matanza y hacedor de campañas electorales a pulmón y brocha.

–¿A qué número? –lo encara Leo, hombre grande de impecable conjunto Adidas original, habitué de la sala hace unos tres años, desde que en la provincia desaparecieron “los caballitos”, el extinto hipódromo virtual que le dejó paso al bingo.

–El 315.

–¡Esa!

–¿Qué?

–¿El sábado?

–El sábado.

–Vamo’ todavía –salta la mole de Leo que con la noticia se cree a salvo.

–¡Para mí esta gente está enferma! –se jacta un hombre sumado al grupo que se dice ajeno al vicio.

–¡Huy! Llegó el sobrino de Pinky –le dice Pedro.

El grupo se agranda con otros que escuchan el rosario de chistes y cargadas. El juego y la política copan la escena. El bingo comienza a dibujarse como un asunto cultural, profundo, inherente a la condición de existencia bonaerense, entre el abismo y la sobrevivencia.

El que los acusa de enfermos reconoce su pasado de puntero en campaña. Pasó tras el papelón de los radicales en el ’99 –por eso le dicen el sobrino de la presentadora de TV– y pudo recomponerse luego, cuenta, con la gente del Frepaso. Para finalmente terminar hoy siendo hombre del secretario de Obras Públicas.

–Una vez vine y gané mil pesos –larga el punterazo.

–Yo tuve la suerte de sacarle 25 mil –susurra al oído del cronista Leo.

–¿El trabajo?

–De lo que se te ocurra –lanza misterioso–. ¿En la política? Le damos a la política. Uno se las rebusca. Pero si tenés que poner algo, poné que soy remisero.

–Contá qué hiciste con las 25 lucas –le dice Pedro, risueño.

–Nos fuimos a Mar del Plata con mi jermu, que está acá adentro ahora y la vengo a buscar porque ésta no para hasta que se queda seca.

–Contá todo, dale –insiste Pedro.

–Bueno, me compré un 504. Tengo el 504 del ’74 y un Renault 12. Con eso tiramos.

–¿Y el resto? –tira el sobrino de Pinky.

–Quince lucas dejé acá adentro. Fue en febrero y ya no me queda nada.

–¿Viste que esta gente está enferma? –vuelve el otro.

–Sí, es cierto. Esto enferma –reconoce Leo, que porta dos detalles: una uña larga como la de un guitarrista de flamenco y dos aros de oro en la oreja izquierda.

Leo es un caso perdido, dice. Pedro se defiende: “Yo no llego a tanto. Me controla mi mujer”. Mirta no para de hablar del trágico destino de su hermana “adicta recuperada”. Leo no tiene esa chance. “El viernes quedamos en cero. Trabajé los coches el sábado y domingo. A full. Hice 300 pesos. Hoy –lunes– me levanto y veo que la bruja no está. Busco la plata. Se la llevó. La llamo. Me dice que está en el bingo. Le digo, ‘vení a cocinar, no dejaste ni pa’ comer’. Me dice que no, que comamos acá, que ella reserva mesa. Así que vine a buscarla.”

En la planta baja del Bingo de San Justo el sonido de las maquinitas tragamonedas impera por sobre el de las ruletas electrónicas. Es un silencio habitado. Un eco metálico que muy de vez en cuando se resiente con la cascada de monedas que premia al que insiste mucho, no al que tiene suerte. Así dicen los jugadores que es la dura vida del apostador bonaerense: los que menos tienen menos chances tienen. Pero todos tienen chance. Esa es la trampa de la propuesta. “Acá hay un japonés que lo ves todo el día, a veces también toda la noche, y el tipo por ahí se gana 500 pesos en una jugada, setecientos pesos de una sola vez”, dice Mirta. “Claro, pero vos lo ves que va al cajero y saca de a cien, de a doscientos, así gasta y claro, más chances tiene, más puede ganar. Pero a uno que juega lo poco que tiene...”, se queja Leo. “Esto cierra solamente los domingos de 5 a 8 de la mañana”, informa. Y el amigo que pasa tira el mito popular según el cual a las maquinitas también las carga el diablo. E insiste en que los malditos aparatos están preparados para no entregar más que miserables sumas cada tanto. Quizá por eso en el Bingo de Lomas del Mirador, el más nuevo, en el límite con la Capital, saltó esa cifra que los trastorna y los hacer suspirar: 35 palos.

Las más de trescientas máquinas divididas en doce hileras no paran. Son menos los que se sientan en torno de las ruletas sin croupier, y ante una pista de caballos en miniatura, que corren, como si fuera en Palermo, guiados por una mágica mano tecnológica. La seriedad, el rictus de concentrada preocupación de los sentados a esos tronos es la misma que la de todos y todas en ese salón de alfombras mullidas y cerrazón nocturna en pleno día de sol y calor suburbanos. Los empleados acercan qué tomar y comer a cada puesto. Leo, por ejemplo, se acuerda de cuando, ganador de ganadores, tras los 25 mil embolsillados, entró un sábado a las seis y se quedó hasta el domingo a las dos de la tarde. Uno de sus hijos llegó a buscarlo: “¿Qué hacés viejo, te volviste loco?”, le dijo y se lo llevó con todos los papelitos que entrega el cajero cuando se saca plata en el bolsillo. “Los sumamos después con la bruja. Eran 1800 pesos. A veces pienso en lo que habría podido comprar y no tengo.”

¿Cuánto puede durar un jugador en pie si la suerte no lo acompaña? Los muchachos calculan que con cien pesos no más de veinte minutos en las maquinitas. Arriba, con el bingo, es distinto. El cartón sale 3 pesos y la línea paga según el pozo acumulado. Pueden ser 250 pesos, con mucha garra. O, si se acumula, hasta 130 mil, que es lo que más se ha llevado algún suertudo. Aunque allí también está el asunto de las chances: “Se compran series, entonces los comerciantes que más tienen se compran varias, muchas, así ganan chances para llevarse el pozo grande”. “A mí –dice el ex pinkista– me da pena la gente del plan. Los ves llegar cambiaditos con la tarjeta, el día que cobran. Claro, si ganás 150 pesos, querés multiplicarlo, hacer 300 por lo menos. Pero los ves irse, llorando, sin nada en el bolsillo.” Pedro suma: “Los propios pibes que cuidan los autos nuestros cuando estacionamos por acá juntan algunas monedas y entran, juegan, pierden, y vuelven a juntar”.

Leo entra por su esposa. En los cuarenta, de un rubio ceniza, la mujer ni mira al cronista. Sigue apretando el botón de la maquinita, furiosa. Leo querría llevársela de allí. Pero no puede. “Es así, siempre la jugás hasta la última chance, porque nunca sabés cómo te recuperás de repente.” Afuera, confiesa, ella se acabó ya los 300 pesos que hizo con los coches. Le toca a él salir otra vez a la calle, a hacer el mango. Esa tensión entre la nada y la salvación es la vida de miles de miles.

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