SOCIEDAD › COMO ES LA VIDA AL LADO DEL CEAMSE
Los vecinos de González Catán que conviven con la basura cuentan sus padecimientos. Y sus muertes.
Desde hace casi diez años, los vecinos de San Enrique, en González Catán, no toman mate en los patios de sus casas. Tampoco hacen asados. Y los niños no salen a jugar en los pastos o en los arroyos. El olor nauseabundo y el aire contaminado se lo impiden, pero el gran problema es el agua. Las napas están contaminadas, según denuncian, por los jugos de la basura del relleno sanitario del Ceamse, que levanta en el barrio una montaña de basura de 40 metros de altura. Ana Garnica la vio crecer. Ahora, Ana está sentada en la rectoría de la Escuela 128, escuchando un testimonio más de cómo los niños y los adultos se enferman y mueren en esa localidad del conurbano bonaerense.
Está callada, con la voz agotada de gritar su mensaje: que cierren el relleno. Está triste porque acaba de contar cómo fue que su hijo murió a causa de la contaminación. Está sudando, porque para llegar a la escuela tuvo que recorrer doce cuadras bajo el sol. Hace casi treinta horas que Ana no duerme y hace diez minutos que no habla. Lo último que se le oyó decir, antes de entrar a la escuela, fue que extraña el “matecito” al aire libre, el “asadito” de los domingos, pero por sobre todas las cosas a su pequeño Nahuel.
Junto a Ana, las maestras de la escuela señalan la boca de una pequeña de seis años. “Son como éstos”, dice Alejandra Braco para explicar que los niños llegan a las clases con granos en todo el cuerpo. Para ella, que no vive en González Catán pero que permanece allí medio día, “el ambiente del lugar es peligroso”. “Te bajás del colectivo –dice– y sentís el olor de inmediato.”
A la hora del recreo, los chicos no están en los patios. Una varita de incienso se enciende en el interior de las aulas y todos se quedan a su alrededor; quieren evitar el repugnante olor que el viento trae desde el morro de basura. Durante las clases, la situación se repite: “Es difícil concentrarse así, pero tenemos que esforzarnos”, explica la docente.
En los patios y los baños, las canillas están selladas. Nadie, y menos los niños, puede tomar el agua que viene por los viejos caños de acero. Está sucia, hace daño. Y eso lo saben todos, en especial la Municipalidad, que les ordenó a las escuelas del barrio comprar bidones de agua para los chicos. Walkiria Conde, la vicerrectora, cuenta que “cuando se hacen análisis de agua, sale con un alto contenido de contaminantes. Por eso ya se sabe que hay muchas escuelas de la zona donde el agua está mal”.
El tanque que se nutre de la napa está lleno, pero ése sólo se usa para baldear. Mientras, los bidones vacíos y transparentes están amontonados sobre una pared azul, verde y amarilla en un cuarto pintado con dibujos infantiles. Allí los guardan hasta que el camión cargado con las 20 botellas llenas de agua llega a la escuela a la mañana siguiente. Son unos 360 litros de agua sana, limpia y desinfectada. Así sueñan el agua los habitantes de González Catán, porque hoy nadie puede bañarse con agua sana, lavar con agua sana, cocinar con agua sana ni mucho menos tomar agua sana. Por ahora tienen que recorrer las calles de tierra del barrio para sacar el líquido de napas que nacen a 70 metros de profundidad y por eso, se supone, están menos contaminadas.
Para llegar hasta el pozo, Ana Garnica camina sobre calles polvorientas y secas. Hace calor. La mujer tiene una campera negra, un pantalón negro, y el cabello, también negro y largo, suelto sobre sus hombros. Sus pasos son lentos. Mira al suelo y piensa en el resultado de los exámenes de sangre de su hijo Ariel. No quiere vivir otro duelo y es por eso que desde que Nahuel murió de leucemia, en 2004, es una de las luchadoras más aguerridas del Grupo de Vecinos Autoconvocados de González Catán. Ese día, como amaneció en el corte de ruta a la entrada del Ceamse y frente a la comisaría reclamando que liberaran a los 26 vecinos detenidos en la madrugada, Ana no pudo ir al hospital por el resultado del examen. Tiene la voz ronca, los ojos pequeños y muchas historias para contar.
Para empezar, dice que a Ariel le duele todo, que está decaído, que así mismo fue que empezó la enfermedad de Nahuel. “Espero que mi hijo esté bien –comenta– porque no me voy a quedar tranquila con los antibióticos que le recetaron. Así sucedió con mi otro hijo y en tres meses se nos fue.”
Cuando Nahuel falleció, ya había una víctima fatal que todos allí adjudican a la contaminación en González Catán. En 2003, una nena de quince años se enfermó, también de leucemia, también de un momento a otro, y también sin manera de remediarlo. Murió en noviembre. Para febrero de 2005 ya eran tres los pequeños muertos. El último fue uno de siete años. Así, se completó la lista de tres niños que fallecieron por leucemia en menos de un año y medio.
Hoy, la montaña de basura sigue creciendo y con ella el número de muertos y enfermos de cáncer de todo tipo, de lupus, de púrpura, de aplasia medular, de alergias en la piel y afecciones respiratorias. Esa es una de las razones por las que los barrios de González Catán son cada vez menos habitados.
Avisos de venta y alquiler se ven por todas partes, pues muchos se van para evitar la enfermedad. Otros se marchan enfermos para evitar la muerte. Y algunos abandonan el barrio, pero ya sin vida. Ese fue el caso de Julia y José. Ana lo narra de pie, bajo el sol picante de la mañana del viernes, parada en la esquina de las calles Bustos y Perseverancia. Ahí vivía el hombre que murió en 2005, culpa de un cáncer de páncreas. La señora Julia falleció de cáncer de útero en 2004.
Ana camina hasta la puerta de su casa. Desde allí puede señalar sin moverse las casas de los vecinos enfermos de cáncer. “Ahora los médicos están relacionando los casos de cáncer con la contaminación –explica–- porque son demasiados.” En su cuadra hay dos: cáncer de mama en una señora adulta y aplasia medular en un hombre joven. Mientras indica con la mano cuáles son las casas de los enfermos, Ana Garnica explica que los vecinos están aterrados: “Es terrible, porque las enfermedades están atacándolos a todos”. La razón: contaminación. Así lo reconoce Isabel Sánchez, madre del chico con aplasia medular. “Lo primero que me preguntaron cuando le encontraron la enfermedad a mi hijo fue que si trabaja con químicos. Yo dije que no, pero que teníamos el Ceamse a dos cuadras, y el médico se quedó callado. Después de la internación no pudimos volver acá y tuvimos que alquilar en Capital, pero la situación nos obligó a volver a González Catán”, dice Isabel en medio del bullicio de los Vecinos Autoconvocados que gritan a la entrada del relleno.
Ya es mediodía. El sol arde más y el olor a podredumbre es más fuerte. Junto a Isabel, un hombre confiesa: “Este es el perfume de nuestro barrio”. Y todos están de acuerdo, hasta los policías de cejas fruncidas y bocas tapadas.
La solución, para unos pocos que pueden, ha sido comprar bidones de agua. Pero Irma Aguirre, como la mayoría, no tiene dinero para eso. De sus manos cuelgan dos botellas con cuatro litros de agua que sacó del pozo sugerido por la Municipalidad. Aunque sabe que no está limpia, con ese agua Irma cocina, lava los platos y la ropa y se cepilla los dientes. “Lo que más me preocupa es la salud de mis hijos y de mi nieta, que anda con los ojitos irritados y problemas para ver”, cuenta la señora de canas, brazos fuertes y piernas gruesas.
Todos los días, Irma llena los bidones en el pozo y los carga hasta su casa, haciendo pausas de cuando en cuando, por las mismas calles polvorientas que Ana Garnica recorrió aquel viernes para ir hasta la escuela. Allí está Ana con sus ropas de luto, sus ojos a punto de cerrarse y sus reclamos por el cierre del Ceamse. A su lado, la vicerrectora se lamenta de la situación. “Aquí han nacido y crecen con la contaminación”, asegura. Para ella, no es fácil controlar a los chicos que reparten los chocolates vencidos sacados del relleno, pero es posible. En cambio, que otros mueran de cáncer, que personas de todas las edades se enfermen y que la montaña de basura siga creciendo, es algo que los habitantes de González Catán no pueden soportar más. Ana, menos que nadie, no aguantaría otra vez la noticia de que un hijo suyo tiene cáncer. Por eso, antes de que anochezca, ahora con más de cuarenta horas sin dormir, la mujer no está leyendo los resultados del examen de sangre. Sigue de pie. Es la entrada del relleno sanitario del Ceamse. Ana mira la montaña de basura. Pero ya no está sola. Hay cuatro mil hombres y mujeres viendo cómo crece con cada camión que ingresa. Ahora sí, la vocecita ronca de Ana Garnica se escucha fuerte mientras pide: cierren el Ceamse.
Informe: Katalina Vásquez Guzmán.
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