SOCIEDAD › UNA INVESTIGACION Y UN HOMENAJE SOBRE EL BOMBARDEO DE 1955
El 16 de junio de 1955, la Aviación Naval bombardeó Plaza de Mayo, partes de Barrio Norte y barrios obreros al sur. Nunca se contaron ni identificaron esos muertos. Un nuevo libro relata su historia y una comisión de investigación ya contó 321, para homenajearlos con un monumento.
› Por Alejandra Dandan
Hasta ahora eran los muertos de la Plaza. Muertos sin nombre. Sepultados bajo las bombas lanzadas por la Marina el 16 de junio de 1955. O barridos por las ametralladoras que sonaron esa tarde y desataron peleas en las calles, cuerpo a cuerpo, entre golpistas y resistentes. El bombardeo a Plaza de Mayo dejó cientos de muertos, y tal vez miles de heridos. Sin embargo, los números nunca se conocieron completamente. La cifra original fue de 386 muertos, pero la lista tenía errores y nombres repetidos. La Secretaría de Derechos Humanos de la Nación trabaja desde hace meses en la depuración de los datos y la reconstrucción de un nuevo listado que en este momento tiene 321 nombres, de los cuales 84 todavía son NN. Los datos servirán para un homenaje, un monumento a instalar en Plaza de Mayo. Y serán una razón para volver al bombardeo y a muertos que siempre fueron incómodos, glorificados como héroes o condenados al silencio como “caídos” de una guerra interna de que la todavía cuesta hablar.
“La primera bomba cayó en la boca del subte, frente al Ministerio de Economía, a las 12.40”, dice Liliana Bacalja. “Y cayó retrasada porque ese día había una gran neblina sobre Buenos Aires y el bombardeo estaba proyectado para hacerse a las 6 o 7 de la mañana, por eso se explica la gran cantidad de muertos que hubo: bombardean una ciudad abierta a la hora en la que la gente se está movilizando hacia sus trabajos o hacia su almuerzo. Como pasa hoy en día.”
Liliana Bacalja es la hija de una de las pocas víctimas de las que se sabe algo más que un nombre. Su padre José Mariano murió bajo esa bomba, a la salida del subte. Era agente de policía, chofer de un comisario de la Federal e iba a hacerse cargo de una guardia. Normalmente hacía sus guardias en el Departamento Central, pero ese día cambió la rutina.
Con él viajaba un compañero. Cuando llegaron a la terminal, se quedó en la estación unos minutos más con una señora. Estaba estremecida por los zumbidos de los aviones que en ese momento empezaban a pasar. Reaccionó tarde. Subió a la Plaza. José Mariano ya estaba muerto.
La cantidad de bombas se multiplicó rápidamente. A Perón le quedaban pocos meses en Casa de Gobierno. Después de diez años de mandato, las correlaciones de fuerzas esta vez no lo ayudaban. En pleno enfrentamiento con la Iglesia, la Marina preparó el alzamiento junto a un grupo de civiles del nacionalismo católico. La revisión de lo que pasó ese día, de las bombas caídas y de la cantidad de muertos nunca se hizo. Con un 90 por ciento de la Marina católica y antiperonista en contra, el único punto de apoyo del gobierno en ese momento eran el Ejército y la Fuerza Aérea. En ese contexto, una revisión del bombardeo no parecía posible sin precipitar la crisis que terminó precipitándose de todos modos. Al bombardeo le siguió el famoso “cinco por uno” de Perón convocando al pueblo a la quema de las iglesias. Y la quema terminó con el golpe de los Libertadores. Para fines de 1955 las listas de muertos seguían siendo las mismas que cincuenta años después.
Carlos Lafforgue es el director de la Comisión Nacional por la Memoria, de la Secretaría de DD.HH. de la Nación. Junto con Isabel Fernández Blanco llevaron adelante personalmente el trabajo de compilación y depuración de datos que se está terminando. Uno por uno. Rastrearon nombres en libros de historia. En la morgue de Lanús. En los archivos de los diarios. Pero también lo hicieron en la puerta del edificio de la CGT. Hacia allí fueron los dos una mañana de los cuatro meses de trabajo dedicados a la reconstrucción. Pidieron hablar con el secretario de DD.HH. de la CGT. Esperaron. Esperaron. Y volvieron a esperar. Nunca los atendieron. Enseguida salieron del edificio preparados con lápiz y papel y se pararon frente a un gran chapón de homenaje a las víctimas con los nombres de los caídos. Estuvieron buen rato, tachando, poniendo y sacando nombres correctos por falsos.
“Acá siempre se trató de tapar la historia para no generar conflictos y contradicciones internas”, explica Lafforgue sobre eso que parece preservarse como uno de los hechos malditos del peronismo. Algo de lo que generalmente no se habla. “Y la prueba está en que en materia de genocidios en la Argentina hay un logos, una línea de continuidad de que la del espíritu genocida de esta gente brota cada tantos años como brotó en ese momento y como va a brotar nuevamente en 1976.”
Entre los rebeldes de la Plaza estuvo Emilio Massera, entonces teniente primero de navío, secretario del ministro de Marina. Además estaban los generales Pedro Eugenio Aramburu e Isaac Rojas. Un juicio hubiese evitado lo que más tarde pasó.
¿Y las listas dónde están?
Todavía nadie sabe la topografía de los muertos. Cuántos eran jóvenes, cuántos viejos, cuál fue el número de obreros. Tampoco está claro cuántos eran civiles. Ni dónde cayó la principal masa de bombas. O cuáles fueron los puntos completos del bombardeo, dado que hubo bombas que cayeron en la Plaza y los alrededores, pero otras se dispersaron en la ciudad. En Las Heras y Austria, donde estaba entonces la residencia de Perón. O en Las Heras y Pueyrredón.
Un suboficial ayudante de Aeronáutica llamado Manuel Gutiérrez murió por las esquirlas de las bombas de aviación. Según el expediente instruido por el Consejo Superior de las Fuerzas Armadas, la única documentación de carácter judicial de la época, Gutiérrez recibió las esquirlas por la espalda mientras estaba trabajando en su escritorio de la División de Operaciones del Comando. Fuera de unos pocos casos, muchos de los muertos permanecieron como NN o ingresaron a los listados oficiales varios días más tarde. Una de las imágenes que causó más impacto entre quienes hicieron el trabajo de reconstrucción fue el resultado que dejó la bomba que cayó en la esquina de la Catedral de Buenos Aires. Las imágenes recorrieron el mundo. Un trolebús con cuarenta chicos que viajaban de Retiro a Casa de Gobierno terminó partido al medio. Los cuerpos quedaron amontonados en el piso, vestidos con los clásicos pantalones cortos. Nunca se conocieron sus nombres. La legislación de la época, como ahora, impedía publicarlos. Y pese a que los últimos rastreos los ubican como parte de una escuela de Lanús, la Comisión por la Memoria todavía no pudo localizar a nadie con los datos.
Pedro Bevilacqua es una de las pocas personas con información, cuyas investigaciones fueron esenciales a la hora de reconstruir los listados. Bevilacqua trabaja en el Archivo General de la Nación. Hace un año publicó el resultado de cinco años de cruces de datos, avisos fúnebres, listas publicadas por los diarios y los datos de la Fundación Eva Perón en un libro. “Hay que matar a Perón” se volvió ahora pieza esencial de la compilación oficial de los muertos.
La reconstrucción
Hubo algunos casos en los que Bevilacqua se detuvo particularmente. Un jeep blanco del Ministerio de Salud Pública en el que murieron Viola Sara Bun y Pilar Amezua, enfermeras salteñas que procuraron atender a los niños heridos. Y los datos de un tal Armando Fernández, del sindicato de jaboneros. Bevilacqua lo encontró tres días después de las bombas, en un aviso fúnebre del diario La Prensa: “Armando Fernández - q.e.p.d. Dio la vida por Perón el 16-6-55. La asociación de Trabajadores Jaboneros, Perfumistas y afines y sus seccionales (...) invitan a sus afiliados a acompañar los restos de su compañero (...) en Villa Insuperable”.
¿Por qué su nombre apareció en los diarios recién tres días después del ataque?, se preguntó Bevilacqua. ¿Por qué no figuró en las listas oficiales? Después de la primera hora de bombardeo los gremios empezaron a convocar a los obreros para organizar una Marcha de Resistencia a la Plaza de Mayo para defender al General. El problema de Fernández fue que nunca llegó a la Plaza. Una bomba lo mató a las 13.30 en la puerta de la fábrica donde trabajaba y frente a la cual el gremio se congregaba para ir a la Plaza a defender a Perón. Su cuerpo entró en la morgue de La Matanza horas más tarde. Los listados oficiales y públicos no lo contaron porque se estaban haciendo sobre la base de las nóminas de los datos recogidos en la morgue judicial de Capital Federal, en los hospitales habilitados para la atención a las víctimas y en algunos casos de datos de la Policía Federal y del Ejército.
Bacalja
Hasta el día de la muerte, José Mariano Bacalja era relojero cronometrista, estudiaba derecho y los domingos enceraba pisos de madera con los hermanos en las casas de las familias ricas del centro. A fines de 1954 trasladó a su familia a una casa de Castelar con un crédito hipotecario a treinta años. El día del bombardeo se despidió de su esposa dos veces. Sabía que esa noche no volvía porque iba a cumplir una guardia. En la puerta de calle saludó a su mujer y a sus dos hijas, Graciela de dos años y Liliana de uno. Las dejó y volvió diez minutos más tarde. Saludó de nuevo a sus hijas. Y ya no volvió.
La familia lo buscó durante cuatro días. Lo encontraron en el Hospital Argerich. “Y le aclaro para que usted tenga conocimiento de cómo eran las cosas en ese momento –dice Liliana–, que en los corredores de pisos y pisos había un cuerpo al lado del otro y la gente pasando al lado de uno y del otro.”
Hace un año, Liliana le pidió al gobierno de Néstor Kirchner un homenaje público para las víctimas. El proceso terminó con el diseño de una escultura de siete metros de alto que estará instalada en la Plaza sólo si consigue el acuerdo de la Legislatura de Buenos Aires. De ellos depende la autorización para instalarla, pero el permiso está empantanado por falta de acuerdo entre los bloques de los partidos políticos.
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