SOCIEDAD › LAS SECUELAS DE CROMAÑON EN LOS QUE NO MURIERON
Jóvenes, con algo roto adentro, con marcas visibles e invisibles de una tragedia, son los que lograron salir esa noche del incendio. Pero nunca pidieron salir realmente de esa noche terrible, que sigue atormentándolos.
SANDRA VELLIDO, 27 AÑOS
Antes del 30 de diciembre de 2004, en su vida pre-Cromañón, Sandra Vellido tenía 25 años, era empleada de una inmobiliaria y todavía mantenía la idea de seguir la carrera de Derecho. Hoy, a los 27, Sandra Vellido no es la misma. Dejó sus estudios, perdió su trabajo y tiene una visión amarga sobre el trato que recibieron los que, como ella, sobrevivieron a la tragedia. “Nos hicieron a un lado desde el primer momento y los padres de los chicos que fallecieron nos trataron como si fuéramos los culpables de esas muertes. Eramos culpables de estar vivos.” Sandra se quedó sin trabajo porque “en los primeros tres o cuatro meses no podía dormir. Me acostaba con la luz prendida, para no tener pesadillas y de todos modos no me podía dormir. Estuve en tratamiento psicológico, tomé pastillas para dormir, pero igual me costaba salir de casa y en la inmobiliaria no me esperaron”. Ahora trabaja en una dependencia oficial, “a la que ingresé por concurso, cumpliendo todos los requisitos, pero me siento discriminada porque mucha gente cree que tengo un empleo porque estuve en Cromañón. Siento que los sobrevivientes no existimos, que somos una carga”.
Sandra estuvo el 30 de diciembre en el boliche del barrio porteño de Once. Fue con un amigo. Los dos sobrevivieron, con algunos golpes en el cuerpo y otros en la psiquis, que todavía perduran. “Los padres de las víctimas siempre fueron la prioridad. Nosotros sentimos que no teníamos nada que reclamar. Ellos coparon todo, la televisión, las marchas, aunque nosotros éramos los que llevábamos la gente. Nos obligaron a participar desde el lugar que cada uno podía, porque no estábamos organizados ni politizados. Muy pocos hablábamos con la prensa.”
Para Sandra, la mediatización del caso llevó a que la sociedad hiciera una síntesis caprichosa de una realidad mucho más compleja. “Nos meten a todos en la misma bolsa, por ejemplo con los padres violentos, que son unos pocos y que están politizados. Mezclados con la política, con la baja política. A algunos los compraron y hasta son funcionarios. Nosotros creemos todavía en la Justicia y esperamos que se haga justicia. Eso, a pesar de nuestras propias divisiones, porque hay chicos que están todavía con Callejeros y otros que pensamos que ellos tienen una cuota de responsabilidad en lo que pasó.”
“Nosotros no buscamos destruir a ningún político, sólo intentamos hacer que reflexionen sobre lo que había pasado. Vimos cómo compraron a algunos padres. Los políticos los compraron y eso es bajísimo. A nosotros nos han discriminado en el Gobierno de la Ciudad, en la Casa Rosada, trabajamos como cadetes, como contratados, mientras que hay padres de Cromañón que son funcionarios. La única plata que recibimos fue la de los subsidios, nadie nos financió nada. Hay sobrevivientes que nunca pidieron nada. Ni cobraron ni pidieron nada.”
El tema Callejeros es motivo de división entre los sobrevivientes. “Algunos chicos son fanáticos y los siguen apoyando porque les tienen lástima. Los de la banda también perdieron a sus familiares y es cierto que nunca tuvieron la intención de matar a nadie. Se comieron un garrón. Cromañón ocurrió en diciembre, cuando a los argentinos se nos da por hacer un montón de macanas. El público también tuvo que ver con lo que pasó. Fue un cóctel de un montón de cosas. De todos modos, otros sobrevivientes pensamos que los chicos de Callejeros tienen que ser juzgados como todos, porque también son responsables de lo que pasó.”
Sandra asegura que lo del 30 de diciembre de 2004 fue “un cimbronazo”. Ella estuvo cuatro meses “fuera del mundo” y en ese tiempo se quedó sin trabajo. “De todas maneras, cuando empecé a salir, sentí que no era una perjudicada y me dediqué a ayudar a otros chicos que estaban mucho peor que yo. Hay pibes que tenían 13 años y que ahora los padres no los dejan hacer nada, por miedo a que les pase algo. Esos chicos están muy mal, deberían estar en el hospital, porque viven una situación horrible.” Como si le hiciera falta otro golpe, Sandra perdió a su madre el 17 de noviembre pasado. “Falleció de cáncer.”
En el incendio, Sandra sufrió “algunos golpes y contusiones”, además del daño psicológico de “no poder dormir”. En realidad, lo que le pasaba era que “ni siquiera tenía ganas de dormir. Cerraba los ojos, dejaba la luz prendida, pero no podía. Después tuve que salir porque pensaba que había otros que estaban mucho peor que yo, otros que habían perdido amigos, familiares”.
“El mayor dolor es cuando sentís que la madre de tu amigo te culpa a vos, como les pasó a muchos sobrevivientes. Nos hicieron sentir culpables. Cuando íbamos al templo en Plaza Once o cuando nos invitaban a programas de la televisión. Si algún chico iba con la remera de Callejeros, los escupían, les pegaban. En los primeros tiempos, todo era un caos. Eduardo Vázquez, uno de los músicos de Callejeros, fue al santuario porque a él se le murió un familiar y lo maltrataron. Los padres lo echaron y poco más se agarran a piñas.”
Sandra asegura estar preocupada porque “las normas no son parejas para todos”, porque hay gente que “tuvo que dejar el estudio y después perdió el trabajo. Y ahora no es fácil encontrar un nuevo empleo. Hay muchos chicos que tienen que tener un tratamiento psicológico real y no lo que se está haciendo en los hospitales”. También la desvela pensar en la posibilidad de una tragedia similar. “No estamos preparados para una catástrofe. Ya lo vimos con el atentado a la embajada de Israel y con la AMIA. ¿Cuántas tragedias tienen que pasar para que tomemos las precauciones necesarias. Los médicos fueron solidarios con nosotros, hicieron todo lo que pudieron, pero la infraestructura no sirve, es deficiente. Es hora de que las autoridades tomen conciencia, porque lo de Cromañón se le fue de la mano a todo el mundo y la situación se puede repetir. No puede ser que los gobiernos recauden tanto dinero y que no hagan una inversión para mejorar los problemas de fondo.”
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DAIANA, 17 AÑOS, Y CELESTE, 21
Por M. C.
Daiana tiene 17 años y vive en Almagro. Dos años atrás, en la noche del 30 de diciembre perdió a Florencia, su mejor amiga y compañera de escuela, en el infierno de Cromañón. Era la primera vez que iba a un recital de Callejeros y nunca más quiso escuchar un disco de la banda. La tragedia le pegó duro, y aunque inhaló cianuro durante el incendio, se recuperó pronto. El año pasado dejó la escuela, tuvo tres intentos de suicidio y estuvo internada tres meses en una clínica neuropsiquiátrica de La Plata. Hoy está mejor y se aferra a la vida a partir del vínculo que creció en este tiempo con Celeste, de 21. Celeste también estuvo en Cromañón. Antes de la noche siniestra lo único que tenían en común era la amistad con Flor. Su muerte las acercó tanto que ya se consideran familia. “Decimos: el momento va a pasar. Lo importante es estar juntas”, dice Celeste.
A simple vista comparten los aros: uno colgante y otro más pequeño, de dos pares que se repartieron. También se pusieron el mismo piercing en la nariz, una del lado derecho y la otra del izquierdo. Si se ponen frente a frente, los aros y el piercing se repiten en cada una como en espejo. Pero no es lo único que comparten. Por dentro llevan el duelo de la amiga fallecida y el horror del incendio, heridas que no terminan de curar a dos años de la tragedia.
A Celeste se la ve más entera. Daiana todavía parece una hojita temblorosa. Celeste va a todas las marchas en reclamo de justicia convocadas por familiares de víctimas y sobrevivientes. Dai –como le dicen sus amigos– no, y no sabe si irá a la de hoy en conmemoración del segundo aniversario.
–No me hace bien ir a las marchas. Me da mucho miedo de caer en la depresión. Caer es fácil, lo difícil es salir. Lo que siempre trata uno es levantarse todos los días. Lo que vivimos ahí adentro no lo vivió nadie. A mí me pasaron muchas cosas, me cagaron la vida –dice Daiana. Un par de años antes de Cromañón había fallecido su padre. Eso también la unía a Flor: ella había perdido a su mamá.
El encuentro con Página/12 es en un bar de Almagro. Prefieren que sus apellidos no figuren y no quieren fotos. Sienten que ser sobrevivientes de Cromañón es un estigma.
De la disco de Once, Dai fue trasladada al Hospital Ramos Mejía y después al Gutiérrez –donde un año antes la habían operado del corazón y los pulmones– y permaneció allí internada por tres días. Había inhalado cianuro durante el incendio. Hasta marzo de 2005 siguió yendo a atenderse cada día. Una vez que le dieron el alta médica, inició un tratamiento psicológico. Pero el 8 de septiembre de 2005 tuvo un intento de suicidio: se quiso cortar las venas. “Todo el tiempo manifestaba que se quería matar por la culpa que sentía por estar viva y su amiga muerta”, cuenta su mamá, Karina Otero. Inmediatamente decidió internarla en un hospital psiquiátrico. Durante dos de los fines de semana que estaba de visita en su casa, tuvo dos intentos más de suicidio.
–No sabía cómo seguir viviendo. Lo único que quería era no vivir. No pensaba. No entiendo qué me pasaba –dice Daiana.
Estuvo tres meses internada en una clínica de La Plata. La tenían atada a la cama, dopada, recuerda ella. Después siguió siete meses más un tratamiento ambulatorio. Ahora tiene proyectos: acaba de terminar quinto año en la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano, de Barracas, donde había afianzado su amistad con Flor, y piensa seguir Bellas Artes durante 2007 y además, ingresar al CBC para cursar la carrera de Psicología en la UBA.
Celeste vive en Wilde, es auxiliar de kinesiología, trabaja en un consultorio y se inscribió para estudiar Terapia Ocupacional el año próximo.
–Una siempre está triste. Pero para estas fechas se siente más –cuenta. Dice que los primeros once meses después del incendio “era un ente en una cama”. Recién en noviembre de 2005 se levantó por la “necesidad de ver justicia y el recuerdo de Flor”.
Daiana todavía no puede dormir con la luz apagada, como les pasa a mucho sobrevivientes de Cromañón. También, como tantos, no aguanta los lugares cerrados:
–Si me quedo encerrada me agarra un ataque de histeria. Es inconsciente, no lo podés controlar –describe.
Celeste nunca más fue a un recital “ni al aire libre ni en un lugar cerrado” y evita las aglomeraciones. “Yo viví Cromañón pero lo sigo viviendo. Anoche fui a una parrilla a una cena de fin de año con amigos y lo primero que busqué es si había matafuegos y por dónde podía escapar (si había un incendio)”, cuenta. Y reflexiona: “A mí una vez me dijeron: ‘justicia es salud’ y creo que es así. Una vez que haya justicia creo que nosotros vamos a poder hacer el duelo de nuestra gente. Hoy por hoy no podemos ni convivir con nuestras ausencias”.
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JUAN BAZAN, 24 AÑOS
Por M. C.
Juan Bazán todavía siente las manos de otros pibes aferradas a sus piernas en un gesto desesperado de ayuda, cuando él, al borde de la asfixia, trataba de encontrar una salida en la disco de Once. A Juan lo sacaron desmayado, moribundo. Salvó su vida, pero algo en su interior murió aquella noche en Cromañón, como le sucedió a tantos sobrevivientes. Desde entonces se le borró la sonrisa, cambió su humor y su personalidad: se irrita con facilidad, se pone muy nervioso, se agita, siente que le falta el aire y se ahoga. Sus pulmones quedaron dañados. Además, se brota: tiene el pecho, la espalda y la cara llena de unos granos horribles. “Soy otra persona, sufro mucho, mucho...”, dice con una impotencia conmovedora. Su salud deteriorada y el hecho de que tiene que ir al hospital al menos una vez por semana (lo atiende un neumonólogo, una dermatóloga y una psicóloga y pronto, también, un psiquiatra) le impiden conseguir un empleo. Juan tiene una hija de 10 meses. Dice que no quiere un subsidio: quiere trabajo. A dos años de la tragedia, Juan tiene miedo de volverse loco.
Desde bebé a Juan le dicen “Pollo”. Nació sietemesino y pesaba un kilo trescientos: parecía un pollo. La catástrofe del boliche de Once le cambió hasta su sobrenombre de toda la vida. “Ahora, en el barrio me dicen Cromañón. ¿Por qué me dicen así? Si yo no me llamo así”, se enoja.
El viernes Juan cumplió 24 años. Vive en Merlo, en Fraga al 3000, en una de las pocas calles asfaltadas del barrio, a unas diez cuadras de la ruta 200. En el fondo del terreno de sus padres, este año construyó una casilla de madera, muy precaria, que se llueve cuando hay tormenta y en invierno deja entrar el frío, que no tiene vidrios en las ventanas, apenas un nylon transparente. Vive ahí con su mujer, de 26, y la pequeña hijita de ambos: Milagros del Mar. “Le pusimos Milagros por lo que me pasó, porque estoy vivo. Y del Mar, porque me gusta el mar”, cuenta Juan.
A Cromañón llegó por cuestiones de azar, literalmente. Aquel final de año del 2004, Teresa, su mamá, tenía planeado regalarle a la familia para Reyes los pasajes para unas vacaciones en Las Toninas, junto al mar. Por esa razón, Teresa estaba ahorrando y no tenía dinero para darle a Juan –el cuarto de sus diez hijos– para comprar la entrada del recital de Callejeros. “Teníamos economía de guerra”, recuerda ella, manzanera desde hace 13 años. Ese 29 de diciembre, cumpleaños de Juan, Teresa tenía pensado jugar a la quiniela: al 82 –el año del nacimiento de su hijo– y al 22, los años que cumplía. Pero se olvidó. A la noche se le ocurrió apostar al 25, “la gallina”: si su hijo era Pollo, ella era gallina, razonó. Jugó un peso y ganó. De esos 70 pesos que cobró en la mañana del 30, Teresa le dio a Juan la plata para la entrada al recital. Juan se fue en bici hasta la estación Paso del Rey con un amigo y desde ahí en tren hasta Once. Así llegó a Cromañón. Lo sacaron desmayado: lo revivieron en una ambulancia camino al Hospital Penna y durante dos días escupió esa “cosa negra” que le dejó los pulmones averiados.
Hoy a esa bici destartalada, que no tiene frenos y está oxidada, le engancha un carrito y sale a vender plantines, lo único que puede hacer a falta de un trabajo mejor. Todas las mañanas pedalea unas cien cuadras hasta un vivero en Pontevedra y después recorre varios barrios de Merlo para colocar la mercadería. Hace 20 pesos por día. “Me da mucha bronca tener que andar así”, dice. No consigue otro trabajo.
Antes de Cromañón cartoneaba con algunos de sus hermanos y a veces con su papá, que es empleado “en negro” en una empresa de Flores, en el área de mantenimiento. Juan cartoneaba y sacaba 200 a 250 pesos por semana por la venta del aluminio que le guardaban semanalmente en un laboratorio. Se las rebuscaba. Las lesiones pulmonares le impiden arrastrar el carro porque se agita y le falta el aire. “Trabajo y me agito. Hablo demasiado y me ahogo. Antes era resano. Nunca me pasaba esto. Este año me enfermé de los bronquios como veinte veces”, dice Juan con mucha bronca. Hasta hace quince días en su casilla de madera tenía un tubo de oxígeno, que lo ayudaba a recuperarse. Vive con broncodilatador y tomando otros medicamentos. También tiene que ponerse cremas para los granos que lo atormentan. Se levanta la remera y los muestra, pero no quiere que salgan en la foto. Le dan pudor. “A mí me da vergüenza dar lástima para que me den algo”, dice. Por mes gasta unos 80 pesos en remedios y cada vez que va al Hospital Posadas –al menos una vez por semana, a la psicóloga– se le van 5 pesos en colectivos. Cobra los 600 pesos del subsidio que da el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, pero no le alcanzan. Pero no quiere que le den plata: quiere trabajo. Necesita trabajar, no sólo para mantener a su familia: también para ocupar su cabeza. “El otro día le pregunté a la psicóloga si me voy a volver loco. Sueño siempre que se incendia mi casa. Anoche soñé que mi hermano me perseguía con un bidón de nafta”, cuenta, con una mezcla de angustia, tristeza y desolación.
Hace unos meses el padre le consiguió un trabajo en una obra en construcción, en La Boca, pero el polvillo del lugar le hacía mal, le cerraba los bronquios. En el Posadas, donde también lo atienden un neumonólogo y una dermatóloga, le recomendaron que use barbijo. Pero cuando el capataz de la obra lo vio, le dijo que volviera curado. “Yo lo que quiero es curarme. Si tengo brazos, piernas... pero hace dos años que estoy así”, dice Juan y no se resigna. Tiene una remera amarilla que le dieron en una ONG que dice “Basta de culpar a Callejeros”. Al Pato Fontanet y a los demás músicos de la banda los defiende. Al manager del grupo, Diego Argañaraz, no: “El sabía dónde los metía”, diferencia.
“Juan era un pan de Dios, la alegría de la casa”, dice Teresa. De ese Juan, queda poco.
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