Un viaje para los fanáticos de la pesca deportiva y con resistencia al oleaje. La recompensa: salmones, meros, chernias y lenguados de los bancos de peces Patria y Levante.
› Por Carlos Rodríguez
Desde Mar del Plata
En su viaje de bautismo, el Mako V, bajo el impulso de sus dos motores de 315 caballos de fuerza, se fue internando en el Atlántico en una mañana a pleno sol, con un oleaje bastante importante. El barco iba al galope sobre el mar y los menos experimentados comenzaron a sentir cierta ebullición interna que los hizo mirar el reloj: recién eran las 8.30 y faltaba mucho para el regreso, previsto para después de las 16. Hiano, nombre si se quiere artístico del capitán de la nave, seguía inmutable su hoja de ruta, a la búsqueda de una zona de piedras –en el fondo del mar–, a 23 millas de la costa, donde están los bancos de peces conocidos como Patria y Levante. Unos diez pescadores, ansiosos por llegar al lugar señalado, se ubicaron en el salón principal del barco, algunos sentados en un cómodo sillón circular. Sólo dos de los fanáticos de la pesca deportiva, Alejandro, porteño de Villa del Parque, y William Coates, canadiense trasplantado a Buenos Aires por amor a una mujer, siguieron en la cubierta de popa, cerca de las cañas, soñando con salmones y lenguados gigantescos.
El Mako V iba a una velocidad de crucero de 23 nudos (37 kilómetros por hora), acercándose al objetivo situado a 23 millas (cerca de 40 kilómetros) de la costa. “Lo mejor que pueden hacer es recostarse en el asiento, con la cabeza levantada, que ya les va a pasar”, fue el consejo del capitán y de sus marineros, Daniel y Santiago, para unos pocos que comenzaron a sentir mareos y otros inconvenientes desagradables. El resto consumía facturas y gaseosas, para acortar la espera y frenar la adrenalina. El barco tiene un espacio cerrado equipado con microondas, cocina eléctrica, heladera, freezer, fábrica de hielo, aire acondicionado, calefacción y dos camarotes con baño en proa.
Cuando ya había un par de “heridos” por el movimiento de la nave, se llegó a la primera parada, donde se inició una rutina que duró más de cinco horas. Para pescar, “con línea, no con red, porque no sería pesca deportiva”, explicó el capitán, la nave detuvo los motores y quedó navegando al garete, es decir a merced del vaivén de las olas y el viento. Un verdadero sucundún, por lo general amable, que los hizo sentir como en la cuna, salvo a los pocos que habían quedado fuera de combate con las primeras olas. En la cubierta, cada uno se aprestó con su equipo de pesca obligatorio, aportado por los organizadores de la travesía: cañas de 50 libras con nylon de 0.70 en reel, dos anzuelos 7/0, otros accesorios y carnada de magrú o de besugo cortados en triángulos y rectángulos.
Cuando todos estuvieron listos, comenzaron a sacarse las escamas en su “sana competencia deportiva”. Los que se alistaron fueron los hermanos mendocinos Jorge y Andrés Villalón, el padre de ambos, Sergio Villalón, y un amigo de ellos, Facundo Alba; los canadienses William Coates y George Deforest; los porteños Osvaldo Pesaresi y Alejandro; el platense Fabián, hoy residente en Mar del Plata, y el cordobés, de Río Cuarto, Héctor Benegas.
La orden de partida “todos al agua, ya”, la daba de tiempo en tiempo el capitán Hiano. Entonces todos, al unísono, lanzaban los plomos de 40 gramos de peso cada uno, que llevaban líneas y anzuelos hasta el fondo del mar, donde los peces aguardaban su destino milenario. Una vez que todos sacaban sus presas o al menos levantaban sus líneas para volver a intentar, el capitán volvía a reacomodar el barco sobre el banco elegido y vuelta a empezar. Así, durante cinco horas. La profundidad del océano, señalada con precisión por los monitores del barco, oscilaba entre los 34 y los 47 metros de profundidad. De a poco se fueron llenando las ocho bachazas de plástico duro en las que se iban depositando los pescados extraídos a un ritmo feroz.
El claro ganador de la contienda fue el mendocino Facundo Alba, experto en la materia, quien sacó un salmón de unos 20 kilos, con toda su cresta. El certamen se definió por calidad y no por cantidad, ya que todos se llevaron sus bachazas llenas de frutos de mar. Alba suele viajar al Litoral y en Corrientes supo ir a la pesca del dorado. “La excursión de hoy está buenísima, pero en Corrientes lo que tiene otro sabor es que para sacar ejemplares tenés que pelearla un poco más. Acá es más fácil porque los capitanes del barco saben bien dónde pararse para facilitarte la tarea.” Sólo para molestar a su amigo Horacio Scaiola, otro mendocino que no pudo viajar hasta esta ciudad, Alba le dedicó su triunfo. “Cuando lo lea, se muere”, pronosticó con cara de gaste.
El segundo puesto fue compartido por el canadiense William Coates y por el porteño Alejandro. Ellos, como todos, sacaron salmones, meros y chernias de todos los tamaños, pero tuvieron, como toque de distinción, el plus de dos lenguados –uno cada uno–, que le dieron el toque especial, por la elegancia y el buen porte de esos dos ejemplares. William, a pesar del esfuerzo y de la simpatía, habla un castellano horrible. Sorprendió por eso que dijera que vive en Buenos Aires desde hace tres años. “Estoy en pareja con una argentina que es profesora de inglés”, aclaró. Eso significa que con ella no tiene problemas idiomáticos –los dos hablan inglés– y cuando tiene que comunicarse con hispanoparlantes la usa de traductora. Alejandro es empleado de Metrogas y aficionado a la pesca “de toda la vida”.
La empresa que organiza las excursiones, cuyo propietario es Sebastián Arbizu, tiene otro barco más pequeño, el Mako III, que el mismo día rumbeó para la zona de Mogotes, no muy lejos de la costa, a unos diez kilómetros, con el objeto de buscar tiburones. La pesca del tiburón es posible, en Mar del Plata, de octubre a mayo. Se pueden sacar ejemplares de varias especies de tiburón: bacota, cazón, escalandrúan, gato pardo y martillo. Los Arbizu siguen la huella de don Carmelo, abuelo de Sebastián, quien fue uno de los pescadores más reconocidos de la ciudad. Una vez de regreso en el puerto, personal especializado del Mako Teem realiza, como parte de una travesía que cuesta 300 pesos por persona, el fileteado y limpieza de los peces capturados. “Todo lo que se pesca, se come”, es la consigna de los que se hacen a la mar.
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