SOCIEDAD
› TRES LADRONES TOMARON A 20 PERSONAS COMO REHENES DURANTE CUATRO HORAS
Noche de pánico en el supermercado
Los asaltantes –uno mayor y dos menores, de 14 y 16 años– entraron a robar a un Eki de Lanús Oeste. Llegó la policía y tomaron a empleados y clientes como rehenes. Hubo un gran despliegue policial y pánico de vecinos y familiares. Todo se vio en directo. Se entregaron casi a la medianoche.
› Por Horacio Cecchi
“Primero quiero hablar una cosita con mi mamá y después me entrego.” Eran las 11 de la noche. En el supermercado Eki, de Pavón al 2300, Lanús Oeste, empezaba a desinflarse el final. Tres asaltantes, al menos dos de ellos menores (14 y 16 años), habían asaltado el supermercado a las ocho menos cuarto, cuando en el interior se encontraban al menos seis empleados y un número impreciso de clientes, alrededor de 14 según las versiones policiales. El custodio del local alcanzó a dar aviso a un patrullero de la comisaría 1ª de Lanús. Inmediatamente, una importante cantidad de policías y efectivos del grupo Halcón rodearon el local y vallaron la zona, un vallado con ostensibles baches. Poco después, fueron liberados una mujer con un bebé y un chiquito de alrededor de dos años. Otros cuatro rehenes fueron liberados más tarde. Los asaltantes exigían una camioneta de cuatro puertas, con el tanque lleno. Luego pidieron un fiscal. La tensión llegó a su pico cuando uno de los delincuentes disparó un tiro al aire. Alrededor de las 11, uno de los empleados fue liberado mientras se realizaba la negociación para recibir el celular. Casi a la medianoche, después de hablar con sus madres, los tres asaltantes se entregaron.
“¡Abran la calle, loco! ¡Colaboren, loco!” Quien gritaba, desde la doble puerta del supermercado no era uno de los asaltantes, sino el carnicero del local. Adentro, además de los tres ladrones, se encontraban seis o siete empleados, entre cajeras, repositores, un vigilador privado, y más de una docena de clientes. En los gritos desesperados del carnicero, el “loco” al que se refería era la policía. “¡Hay uno muy nervioso, están tomando birra, nos van a matar a todos! ¡Colaboren!”
Y la policía colaboró. Retiró los móviles cruzados sobre Pavón, frente al local. A esa hora, el vallado policial había cumplido con notable éxito parte de su función: desvió el tránsito de la concurrida Pavón hacia otra arteria. La otra parte, la del déficit, era visible: una multitud de curiosos y periodistas se había instalado más allá de los móviles, sobre la otra vereda de Pavón, justo frente a la vidriera del local. Se podía ver a vecinos acomodados en los balcones, analizando los hechos en una inesperada y tardía matinée. El periodismo se situó, estratégicamente y en masa, a no más de 20 metros, cruzando la calle y en línea recta al local.
Adentro, el supermercado se encontraba a oscuras (la policía cortó las luces) y sólo se podían divisar los perfiles de rehenes y asaltantes, iluminados por la luz de un refrigerador alimentado por un generador interno. Durante las cuatro horas en que se extendió la toma de rehenes, la confusión fue el color característico. Mientras los asaltantes se dedicaban a vaciar las góndolas, los rehenes deambulaban en el interior. Incluso, alguno de ellos daba golpes al vidrio y a gritos pedía que se retirara la policía.
Pasada una hora del asalto, uno de los empleados, tomado por detrás por uno de los asaltantes que le apoyaba una pistola en la cabeza, abrió la puerta exterior y a los gritos intentó transmitir las peticiones. “¡Conseguime una camioneta de cuatro puertas, loco, con el tanque lleno!”, gritaba. “¡No toman conciencia, loco”, se lo escuchaba pedir a 20 metros de las cámaras. “¡Pelotudo, correte de atrás de la patrulla!”, gritó el rehén a un comando que se ocultaba detrás de una camioneta policial. El comando se retiró. La camioneta exigida no llegó, presumiblemente como parte de la estrategia de la negociación.
Poco después, volvió a salir el mismo rehén, siempre amenazado por un arma en la cabeza: “¡Che, que venga el comisario! ¡Acá están muy nerviosos, hay mujeres, están chupando, nos van a matar a todos! –gritaba desesperado– ¿Dónde está el comisario? ¡Que venga! ¡No le gustaría estar en mi lugar!”. Imprevistamente, el muchacho que sostenía al rehén, hizo un abanico con el arma apuntando hacia los medios, la levantó y disparó al aire. En la calle se produjo una desbandada. Los vecinos del balcón, cruzando Pavón, decidieron dar por terminada la matinée, y bajaron laspersianas. El periodismo quedó comprimido detrás de un exiguo kiosco. Fue un aviso. Dentro del supermercado, la calma se había esfumado. Las puertas se cerraron y, durante media hora, sólo fue posible escuchar el ruido del silencio.
Después, mientras en el exterior avanzaban las especulaciones, en el interior, once de los doce rehenes que quedaban eran colocados contra la vidriera, con los brazos cruzados sobre la nuca, mientras uno de los clientes era golpeado porque no levantaba las manos: al parecer, había sufrido un accidente seis años atrás y había quedado con parálisis en los brazos. “¡Que venga el fiscal!”, gritó el mayor de los asaltantes, de alrededor de 20 años. “¡No estamos jodiendo! ¡Nos queremos ir!” Fue la primera señal de que allí dentro comenzaba a circular la idea de la entrega.
Alrededor de las once de la noche, las señales fueron concretas: el asaltante de 16 años, con una gorrita con visera y un arma en la mano, se asomó para reclamar un celular: “Nos vamos a entregar. Pero antes quiero un celular”.
–¿Para qué querés un celular?
–Quiero decirle unas cositas a mi mamá –respondió.
La entrega del celular demoró otra media hora. En ese lapso, uno de los empleados que había quedado parado en la vereda se fue retirando lentamente, silbando bajito como quien no quiere la cosa. Casi a las 12 de la noche, los tres asaltantes se entregaron, el menor de ellos tambaleándose por efectos del alcohol. Cuando los retiraban en un camión celular, la distensión tomó la forma de un intercambio de insultos con los detenidos.