SOCIEDAD
› FISCALES Y DEFENSORES ORGANIZAN LA COMIDA DIARIA DE 300 CHICOS DE UNA VILLA
El comedor de la Justicia
Son todos empleados judiciales: además de fiscales y defensores, hay secretarios y meritorios. A la hora de terminar con los expedientes, se ocupan de un comedor en Don Torcuato, junto a la villa San Jorge. “Si no les damos herramientas, terminan desempleados o en el sistema penal”, dicen.
Las mesas del comedor popular que maneja un grupo de profesionales de la Justicia de Capital y de provincia se empiezan a llenar a las seis y media de la tarde y no paran de repletarse y vaciarse hasta la noche cerrada junto a la villa San Jorge, de Don Torcuato. Cada vez entran sesenta personas, entre niños y madres. Cada vez afuera esperan otros tantos. Son unos 300 los que en este frío julio comen allí gracias a la organización de una decena de fiscales, defensores, secretarios de ejecución, secretarios de juzgado, meritorios y hasta de una museóloga que por amiga más que por leguleya integra la tropa dedicada a llenar platos, repartir pan, jugo y mantener con donaciones de todo tipo la cena del comedor Hermana Teresa de Calcuta. No sólo desbordados en sus trabajos en la Justicia donde los expedientes se acumulan como los hambrientos en un país a la deriva, “los doctores” –como les dicen en el barrio– ven crecer la pobreza y buscan algo más que comida para resistir a lo que se viene: “Si no les damos las herramientas para que estudien y dignamente decidan su futuro, estos chicos van a terminar formando parte del cúmulo de desempleados y es probable que muchos terminen en el sistema penal”.
Es así, los judiciales que ponen hasta lo propio para sostener el comedor en funcionamiento saben que estos mismos niños y adolescentes pueden formar parte del ejército de excluidos que terminan siendo incluidos sólo en el proceso de criminalización de la pobreza. La pregunta que se hacen es qué sentido tendría continuar con el esfuerzo si los chicos que alimentan al llegar “a los 15 años desaparecen del comedor y ya no ven allí ningún aporte porque lo que les resta es una sobrevivencia casi siempre violenta”. No en vano el comedor Hermana Teresa, con su salón para sesenta chicos y su cocina llena de madres de amplios delantales que homenajean al doctoraje con tortas fritas y desde las cuatro de la tarde preparan las 300 cenas, está en la zona del escuadrón de la muerte. Muy cerca de la calidez que se respira en el lugar y del proyecto de ampliarlo en los fondos con más espacio para un salón comunitario al que le falta sólo un empujón más de solidaridad, la Policía Bonaerense ha asesinado en supuestos enfrentamientos a una lista de por lo menos nueve chicos ladrones de poca monta.
Jazmín Florentín es una nena de tres años que indica su edad con los dedos bien separados y hace tambalear la cuchara llena de lentejas con la otra mano. Ocupa la punta de una mesa larga que está casi sólo destinada a su familia, nueve hermanos y una joven mamá, Susana, de 30 años. “¡Nosotros somos los Florentín!”, grita uno de los hermanos de Jazmín y arman una rueda ruidosa, amuchándose para contar cómo cada día hacen cola en la puerta del comedor, llenos de frío, y cómo es que al comienzo, cuando ellos empezaron a asistir, eran tantos menos.
–Antes, cuando empezamos y esto era un ranchito de chapa, eran poquitos.
–¿Y por qué ahora vendrán tantos?
–Lo que pasa es que después los agarró el corralito.
Dice Gastón Florentín, explicando la desesperación con esa categoría de otra clase social que suena a ajuste. De los hermanos de Gastón hay dos que, según los médicos le dijeron a la mamá, están subalimentados. “En la salita me dieron vitaminas, calcio y leche –cuenta Susana–, pero yo lo que les digo es para qué me dan tanto si después los sábados y los domingos, los días que no hay comedor, igual mis chicos muchas veces no comen.”
El comedor que funciona desde 1997 y que crece al ritmo que los voluntarios y colaboradores le imprimen, al margen de cualquier subvención estatal, ya tiene su brazos continuadores de la tarea eminentemente asistencial. “¿Qué quiere que le contemos? –pregunta una nena de pelo rubio, acomodándoselo detrás de la oreja–. Los martes y los jueves tenemos apoyo. Y también los sábados tenemos taller de juegos.” “¡Es rico el pollo!”, se cuelga uno entre el montón de relatos dispuestos a ser anotados por el cronista. “Son buenas las chicas de apoyo, una es relinda y se llama Vicki”, dice otro. ¿El barrio? “Hay algunos que te roban, cada vez más: te meten el fierro en la cabeza y te dicen ‘dame la plata’”, cuenta otro de los Florentines. ¿La policía? “El 20 de diciembre nos tiraban mal a todos con sus armas porque no querían que saqueáramos, pero era para comer”, dice Adán Florentín, compitiendo entre todos por aportar lo suyo. “Adán, soy Adán, ponelo”, ordena para que su nombre no pase desapercibido. “Ellos tiraban a todos los del barrio y nosotros íbamos agachados; mi papá parecía un enanito”, dice Anabel.
Los funcionarios judiciales escuchan de costado. Saben que en la conformación del mundo que los chicos del comedor se hacen en base a su existencia cotidiana, el lugar de la ley es relativo, es por lo menos un lugar de cuestionamiento si se trata de la fuerza represiva. Ellos, embarcados en el desafío de dar de comer después de horas de expedientes y de causas, de interrogatorios y de nuevas prisiones, saben que la salida no es sólo la comida. “Entendemos que al trabajo que hacemos meramente asistencial le faltaría un final si no vislumbráramos la posibilidad de que los chicos pudieran seguir estudiando, tuvieran un futuro –cree Juan Manuel Casolatti, secretario de ejecución de San Martín–. Por eso pensamos en la necesidad de buscar padrinos para estos niños.”
La idea de los juristas es que 300 ciudadanos comunes de la golpeada y desigual Zona Norte puedan asumir el compromiso de oficiar de padrinos de uno de los chicos del comedor. “Es casi una hipocresía no ver la relación entre pobreza, exclusión y delito, y en cómo los chicos aunque alimentados pueden ser víctimas de este sistema de exclusión –considera el funcionario–. Por eso lo único que se nos ocurre como medida urgente es que desde chicos tengan alguna ayuda extra que no sea la del Estado que no responde. Que sean ahijados de alguien que los ayude para estudiar, que se ocupe de ver si tienen cuaderno, lápices, zapatillas, una mínima contención que les muestre que no todo el mundo es igual, que importan.”
El lugar, donde trabajan gratis un médico, una odontóloga y un grupo de trabajadoras sociales de la Universidad del Museo Social Argentino, está en Asunción nº 2111, esquina Rosario, a cinco cuadras de la ruta 202. El teléfono para los lectores de la Zona Norte dispuestos a visitar el comedor y apadrinar a uno de los niños es el 4741-7860. Las cenas son de lunes a viernes, de 18.30 a 21. Además de padrinos, se aceptan donaciones para multiplicar las ollas al ritmo que los nuevos llegan a sumarse.