Dom 04.08.2002

SOCIEDAD

Sin pena ni gloria

Experto en seguridad, actual subsecretario de Planificación y Logística del Ministerio de Seguridad Bonaerense, Sain está publicando un libro sobre el “colapso” del sistema policial del país, titulado “Sin pena ni gloria”. Su diagnóstico es durísimo: la clase política se desentendió del problema, dejó hacer y ahora sufrimos el crimen policial. Un fragmento sobre el origen de esta crisis.

Por Marcelo Fabián Sain

La debacle institucional a la que llegó la Policía Bonaerense hacia fines de los años noventa fue la primera expresión significativa del colapso de una forma particular de organización y funcionamiento de la seguridad pública de nuestro país. En su conjunto, el sistema de seguridad pública argentino, del que el sistema policial configura apenas una dimensión particular, se estructuró sobre la base de un conjunto de parámetros tradicionales que ha primado durante décadas, tanto en nuestro país como en otros países latinoamericanos. Este modelo tradicional ha guardado ciertas características que constituyen una herencia institucional de los países de la Europa continental del siglo XVII y que, en nuestros casos, data desde la propia conformación del Estado nacional. Vayamos a su consideración.
En primer lugar, el modelo tradicional estuvo signado por un recurrente desgobierno político de los asuntos de la seguridad pública y policiales, por el cual la dirigencia política y, en particular, las autoridades gubernamentales delegaron el monopolio de la administración de la seguridad pública a las agencias policiales. Es decir, la seguridad pública configuró una esfera institucional controlada y gestionada exclusivamente por la policía, sobre la base de criterios, orientaciones e instrucciones autónoma y corporativamente definidas y aplicadas sin intervención determinante de otras agencias estatales no policiales. Ello respondió, básicamente, tanto a la falta general de voluntad y capacidad gubernamental para ejercer la conducción del sistema de seguridad pública y policial, así como a la ausencia de un marco legal e institucional adecuado para el diseño y formulación de políticas y programas de seguridad pública, y para la gestión, administración y mando operativo civil sobre la seguridad, específicamente, sobre la institución policial. Todo ello, en suma, quedó en manos de las agencias policiales, generando así lo que podemos denominar policialización de la seguridad pública.
Del mismo modo en que la clase política argentina se despreocupó de los asuntos militares al compás del apuntalamiento de la autonomía política de las Fuerzas Armadas, en la actualidad esa despreocupación se hace claramente visible frente a los temas de la seguridad pública y, en particular, frente a la necesidad de conducir el sistema de seguridad y la institución policial. Esto da cuenta del desinterés y de la incompetencia con que la dirigencia política ha hecho frente a todos aquellos aspectos básicos del Estado referidos al uso de la fuerza y que son, por consiguiente, estructurantes del Estado de derecho y del propio sistema democrático.
Toda forma competente de ejercicio del gobierno político institucional –en este caso, referido a la conducción sobre el sistema de seguridad pública y policial– supone, como condiciones de efectividad, la manifestación de una clara y firme voluntad de ejercicio de la conducción gubernamental en el proceso de formulación e implementación de las políticas del área. También la puesta en práctica de cierta capacidad operativo-instrumental para el desarrollo de los imperativos de implementación correspondientes a las iniciativas y las políticas decididas. Implicaría, además, los necesarios conocimientos técnico- profesionales acerca de los problemas a resolver o situaciones a transformar, de los mecanismos a aplicar, de los recursos disponibles y de las condiciones sociopolíticas de su implementación.
Sin embargo, estos atributos estuvieron reiteradamente ausentes en el desempeño de la clase política frente a las cuestiones atinentes a la seguridad pública, al sistema policial y, en general, al fenómeno delictivo. Se desatendieron los profundos cambios que se estaban produciendo tanto en la sociedad como en el sistema político institucional, en particular, en el sistema administrativo y judicial responsable de las administración y gestión de las cuestiones criminales penales. El evidente aumento y complejización del fenómeno criminal en nuestras sociedades, así como el virtual colapso del sistema de administración de Justicia penal y los efectos de ello sobre la sensación colectiva de inseguridad fueron cuestiones sistemáticamente relegadas por la propia clase política a un plano no prioritario de la agenda política nacional o provinciales. En consecuencia, la falta de control y gobierno civil sobre el sistema de seguridad y policial no se originó ni derivó exclusivamente de las resistencias interpuestas por los uniformados ni del apuntalamiento de la autonomía policial respecto de las autoridades políticas, sino también de la ineficiencia y la incapacidad gubernamental para ejercer sus funciones de comando político-institucional sobre la seguridad y la institución policial de manera competente.
Una clara expresión de ello lo constituye la falta general dentro de la administración central del gobierno de diferentes estructuras legales e institucionales específicamente abocadas a la gestión y dirección institucional de la policía. En el esquema administrativo-institucional imperante en la mayoría de los casos, la policía depende orgánicamente del ministro o secretario del Interior o de Gobierno, sin que exista entre ambas instancias una secretaría o subsecretaría encargada específicamente de la dirección de los asuntos de la seguridad pública y de la conducción general de la policía, por lo cual queda en sus manos la dirección táctico operativa y la coordinación funcional de todo el sistema. Tampoco se han conformado organismos colegiados o consejos consultivos compuestos por autoridades y funcionarios del gobierno administrativo, fiscales, magistrados y legisladores, con la misión de asesorar y servir de instancia consultiva a la autoridad política del ramo en todo lo referido a la elaboración e implementación de las políticas de seguridad. Ello, además, ha sido apuntalado por la inexistencia de funcionarios y agentes gubernamentales especializados en esas tareas. No hay, en definitiva, una estructura burocrática específicamente encargada del ejercicio del gobierno de la seguridad pública y del sistema policial.
Este conjunto de deficiencias, en suma, obstruyó la posibilidad de que se formularan e implementaran políticas integrales en materia de seguridad pública desde la esfera gubernamental asentadas en un claro y sistemático conocimiento de la dinámica criminal y de los problemas básicos del área, en el establecimiento de prioridades y objetivos de corto, mediano y largo plazo, en la planificación de las actividades a desarrollar y la disposición sistemática de los recursos humanos y materiales necesarios para ello.
Ante este cuadro, tanto los lineamientos básicos seguidos por el Estado en la materia como la organización y el funcionamiento de las agencias componentes del sistema han estado exclusivamente en manos de la propia cúpula policial. Esto trajo aparejado la autonomización política de la policía, que así contó con la potestad para definir sus propias funciones, misiones y fines institucionales y para proporcionarse sus propios criterios y medios para cumplirlos.
En efecto, la autonomía política de las agencias policiales les permite sustentar una marcada independencia doctrinal, orgánica y funcional frente al gobierno estatal y frente a la sociedad política y civil, y, a partir de ello, desenvolver en forma autosustentada ciertas modalidades organizativas y de funcionamiento y ciertas prácticas institucionales regulares. Asimismo, a medida que la policía acumula poder, protege cada vez más sus logros e intereses autodefinidos, e intenta vigorosamente reproducir esa autonomía resistiendo a todo tipo de iniciativa que pudiera ser llevada a cabo por el gobierno político tendiente a erradicarla, reducirla o cercenarla.
En este contexto, se ha estructurado un tipo de vinculación entre el gobierno central y la policía asentada, básicamente, en la existencia de un pacto explícito o tácito entre ambas instancias. Conforme lo observado en la experiencia argentina y regional, por medio de ese pacto el gobierno delegó a la policía la administración de la seguridad pública y, en particular, la formulación e implementación de su política criminal, así como también la conducción estratégica y operativa de la propia institución policial, y aceptó no intervenir en la organización y el funcionamiento de la institución o a hacerlo conforme los criterios indicados por su cúpula. A cambio de ello, la policía se comprometió, por su parte, a garantizar una situación signada por cierta tranquilidad pública independientemente de los lineamientos preventivos o conjurativos desarrollados para ello, es decir, independientemente de que tal tranquilidad resulte de un cierto vínculo de complicidad, encubrimiento o sociedad entre la policía y la actividad delictiva. En algunos casos, inclusive, la policía aceptó convertirse en un factor o instrumento político-institucional básico de un sector político determinado o del gobierno de turno.
El autogobierno policial
Una segunda característica es que, como consecuencia del desgobierno político y de la impronta delegativa señalada, el modelo tradicional ha supuesto el autogobierno policial sobre la seguridad pública y el sistema policial mismo. Tal como se dijo, la institución policial contó con amplios márgenes de autonomía para gobernarse orgánica y funcionalmente para, desde allí, administrar la seguridad pública general. Vale decir, la organización y el funcionamiento institucional de la seguridad pública y de la policía siguieron parámetros definidos y mantenidos por la propia policía que, en general, permitieron la conformación de una determinada estructura orgánico-funcional y dieron lugar al establecimiento de ciertas prácticas institucionales recurrentes que le infringieron una impronta particular.
En cuanto a la modalidad de organización y funcionamiento institucional, la policía se conformó como un cuerpo institucional signado por dos características básicas que le otorgaron un trazo ciertamente centralista.
Por un lado, la unicidad funcional, esto es, la concentración de un mismo cuerpo de las funciones generales de seguridad preventiva y de investigación criminal, todo ello bajo la conducción institucional y la dependencia orgánica exclusiva de un mando policial único conformado dentro de la esfera del poder administrativo. Por otro lado, el centralismo organizacional, o sea, la organización del mando en forma centralizada a través de un estado mayor de corte castrense, con estructura cerrada e hiperjerarquizada.
(Sin pena ni gloria es editado por el Fondo de Cultura Económica).

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