Mar 22.05.2007

SOCIEDAD

Como defensor oficial, antes que a la Justicia, te debes a los modales

Un funcionario de la Defensoría General de San Martín denunció el estado deplorable de un preso. La Procuración bonaerense lo sumarió por investigar sin ser fiscal y por ser mal hablado.

› Por Horacio Cecchi

Una visita al preso Roberto Sosa, en estado lamentable de salud, en la U34 de Melchor Romero, y una denuncia ante la Fiscalía por lo que encontró en su visita al penal le valieron a Juan Manuel Casolati, secretario de ejecución de la Defensoría General de San Martín, una investigación administrativa iniciada por la Procuración General de la Suprema Corte. La denuncia en su contra –hablar de mal modo a médicos y contadores del penal, y retirar documentación probatoria sin ser fiscal– fue aportada curiosamente por quien debería haber sido investigado, el imputado jefe de la U34 Miguel Jiménez, y recibida por Virginia Bravo, la fiscal que debería haber investigado el estado del preso y las cuentas negras de la U34. La denuncia no prosperó en el ámbito penal por ridícula, pero fue admitida en la Procuración, que abrió un sumario administrativo contra el mal hablado de Casolati. Cuando Casolati acudió a leer el expediente que le habían abierto para poder defenderse, se encontró con un ayudamemoria abrochado en la carátula del expediente: “DIC. Supervisado. Sanción”, decía, firma y sello de Gabriel Minietto, prosecretario de Control Interno de la Procuración a cargo de María del Carmen Falbo. Casolati no creyó equivocarse al interpretar que lo sancionaban antes de iniciarle el proceso y recusó a todos, incluyendo a la procuradora. Ah, por si interesa, Roberto Sosa murió con 45 kilos de peso y cucarachas aplastadas en la pared de su celda.

El inquieto Casolati ya había sido tildado de “buitre” por el ministro de Justicia bonaerense Eduardo di Rocco cuando el secretario de ejecución llegó antes que nadie a las cenizas del pabellón 16 de la U28, de Magdalena, donde 32 presos habían muerto incinerados o asfixiados, encerrados como ratas en octubre de 2005, reveló a Página/12 –después de hacer la denuncia– que los extinguidores del penal estaban vacíos o vencidos y que no funcionaba la bomba de agua de las mangueras.

Lo mismo ocurrió en diciembre de 2004, cuando presentó una extensísima y minuciosa denuncia de 40 folios titulada “Informe sobre sistemas de corrupción y responsabilidades en el Servicio Penitenciario Bonaerense”, en la que se detallaba el engranaje y la lógica de la corrupción del SPB. La denuncia recayó en la Fiscalía 7, a cargo de Virginia Bravo.

El 31 de marzo de 2006, Casolati acudió a la U34 de Melchor Romero, un hospital neuropsiquiátrico del SPB, para determinar si el preso Roberto Carlos Sosa continuaba con la misma escasa atención sanitaria con que lo había visto días antes el defensor general de San Martín, Andrés Harfuch. Sosa era sordomudo, tenía sida y tuberculosis. Cuando el secretario entró a su celda estaba sucia de vómitos y vio tres cucarachas, una de ellas estampada contra la pared. Casolati llamó entonces a la Fiscalía de turno, la 7, que envió al instructor judicial Juan Isnardi.

En el acta que levantó el instructor consta que la celda no tiene vidrios, “pudiendo observar sobre la pared de entrada por encima de la puerta un insecto aparentemente muerto que resultaría ser una cucaracha. Sobre la pared derecha en el extremo superior derecho, mirando de frente a la misma, se observan telarañas y en la misma insectos similares al anterior también presumiblemente muertos con una data superior a las veinticuatro horas”. Isnardi también detalló que el inodoro no descargaba agua y las canillas del lavatorio tampoco. Detectó “la presencia de moscas y suciedad en el piso, en el lavatorio, la que a simple vista databa de varios días”.

Después, Casolati la emprendió por el lado de contaduría. Presentó facturas del pago por la colocación de un alambrado que todos los datos parecen indicar que fue colocado por los loquitos presos. Denunció que a una camioneta diésel le habían puesto un equipo de gas pero pasaban vales de combustible gasoil. Y otros hechos.

Con tanta prueba, la fiscal Bravo debía al menos corroborar si era cierta la denuncia. Y citó al denunciado jefe de la U34, Miguel Jiménez, pero no como imputado sino como testigo. Después de todo, estando a la cabeza del penal, algo habrá visto. Jiménez negó y contraatacó denunciando a Casolati por tratar de muy mala manera a sus subordinados y a los médicos. Después de todo, las cucarachas estaban muertas.

Bravo arremetió contra el indecoro del malhablado Casolati mucho más rápido que lo que lo supo hacer con el informe sobre corrupción de 2004, y corrió la denuncia a la Fiscalía de Investigaciones Complejas para que investigue lo complejo del asunto. Esa fiscalía terminó cerrando la causa, pero giró el expediente a la Procuración General. Y la Procuración, de quien dependen tanto los defensores que denuncian como los fiscales que no investigan, entendió que Casolati “se dirigió a médicos y autoridades del penal en forma autoritaria, con malos modos y criticando la manera de realizar el trabajo que tienen a su cargo”.

Un año después de la visita, en marzo pasado, el malhablado funcionario fue a retirar una copia del sumario para presentar su defensa y se encontró con que ya tenía la ficha puesta. El talón amarillo decía “Supervisado. Sanción”, y tenía el sello del prosecretario Minietto. Casolati recusó a todos.

El sumario sigue. No así la denuncia que presentó ante la fiscal Bravo: un tiempo después que las cucarachas, el que murió fue el preso Sosa, con 45 kilos de peso.

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