SOCIEDAD
› PACHI, UNA DE LAS “PIBAS CHORRAS” QUE PISAN FUERTE EN EL DELITO
Muñeca brava
Cada vez aparecen más en las crónicas policiales. Las chicas ladronas empiezan a los 13 o 14 años en el delito y suelen estar subordinadas a los varones. Pero no todas. Hay algunas, como Pachi, que sólo aceptan entrar si llevan el arma, si controlan la situación. Pachi hoy tiene 16 años y quiere correrse de ese mundo en el que vio demasiadas muertes, hasta la de su novio. Aquí cuenta su historia.
Pachi es el nombre elegido por una chica de dieciséis años que siente que si sigue empuñando el caño del revólver con el que desde los 13 roba para sobrevivir terminará sólo al encontrar la temprana muerte. Así ya les ha pasado a seis de sus amigos, incluido al novio que murió en sus brazos, tendidos los dos en medio de una calle desolada del Conurbano. No puede olvidar la cara del chico que lo remató de un tiro en la frente con una bala sicaria que ni siquiera le produjo un hilo de sangre en su cara de niño. Pachi se ha dedicado al robo desde que la mujer de su padre la llevó a un asalto que le resultó más fácil de lo que imaginaba. Y trata por estos días de parar la vorágine en la que el abandono la precipitó desde siempre. Esta morocha de nombre difícil y apellido sencillo es una lolita ladrona especializada en remises, que no asume roles secundarios como los que suelen tocarles a las chicas que hacen de campana o de señuelos, tareas “menores” que las colocan en la misma línea de fuego que a cualquier “pibe chorro”. Las “pibas chorras” cada tanto son noticia por algún robo desesperado y tienen historias parecidas a la de Pachi, la nena que mira a los remiseros con candor por el espejo, hasta que saca el fierro y dice: “No te muevas mi amor, estás puesto”.
Cerca del Riachuelo, bajo ese vaho que acusa la contaminación ribereña, en un barrio de casas de material y profundos pasillos que llevan al quinto infierno, Pachi habla en una catarsis que esperaba hacía tiempo. Comienza por el último gran “quilombo” que el sábado se desató en la casa de unos enemigos íntimos, una reciente jugada del dominó que cruza su vida, concatenando unas muertes con otras, aquellas pérdidas con éstas. Cuesta ir del presente de guerras intestinas de la pobreza a aquellos tiempos en que ella nació y fue abandonada. Su padre mató a un compañero tras una cadena de traiciones que había terminado con un tajo cruzándole la cara a su madre. Pagó con 13 años de cárcel. Su madre decidió que era demasiado ser tan joven y tener tres hijos. “Durante toda mi vida, la veía a mi mamá en el barrio pasar y ni la miraba. Ella me dejó, y siempre pensé: ‘si dejás a tu hija y no tenés nada para ayudarla, por lo menos la sacás un ratito a la vereda aunque sea’. Ella ni iba a mi casa. Ella aprovechó a mi abuela, nos dejó y se fue con un macho. Por eso cuando me quería saludar yo le decía: ¿Qué mirás ¡sucia!?”.
–¿Qué fue lo que te llevó al delito?
–No tener a mi papá... Yo no sé, porque yo me crié bien como pude. Mi abuela me da todo, pero no me entiende, no me habla. Si yo me siento mal me compra algo, pero nunca me habló de la droga, de tener novios, de tener relaciones, de nada. A los doce años me fui a vivir con unas pibas.
Empezar con los grandes
Pachi piensa que en una de ésas salieron a buscarla, pero que mucho no importó porque la veían en el barrio y nada le decían. Entonces se pasó dos años en una casa de otros chicos solos, los hijos de un policía que, divorciado, decidió que terminaran de criarse entre ellos, ya grandes, de 13, 17 y 21. Ella también era alcanzada por el caos de la casa que vivía de fiesta y por la comida escasa que el policía mandaba cada semana. Pero no fue hasta los 14, con el regreso de su padre al barrio, que comenzó en el camino del delito. El tiempo pasó como una bala que no cesa: por fin, cuando nadie lo esperaba, el padre salió de la cárcel y no quiso más que vivir con sus hijos. A los abuelos los mandó de paseo a Corrientes y se instaló en la casa con su nueva pareja. “Pero hizo remal. Empezaron a venir los compañeros que traían coches, heladeras, esto, lo otro. O te decía: ‘tomá negra, llevame el bolso de papá a la pieza’, y yo lo llevaba arrastrando, porque estaba lleno de fierros. Llevaban merca, un ladrillo, lo ponían ahí arriba. Yo vi cómo mi hermano sacó un pedazo y yo hice lo mismo y me lo llevé para los pibes. Hasta que una vuelta la que era mujer de él me dijo: ‘¿vamos a tomar?’. ‘Bueno’, le dije yo. Ahí empecé”. Al poco tiempo ya sabía cómo bajar con pastillas, cómo dormirse a la madrugada después de una cerveza, cómo tratar de parar antes de quedar boqueando, “tartamudeando como una tarada”. Claro que papá no sabía nada, pero pronto, a los dos meses apenas, volvió a ir preso. “La verdad es que él salió sólo para hacer cagadas”, piensa su hija, tres años después.
Lógico razonamiento teniendo en cuenta que pasaron semanas hasta que la mujer del padre y uno de esos compañeros que traían cosas robadas a casa la sacaron a la calle sin entrenamiento, a pura fuerza de voluntad, con una pistola en la mano que no sabía manejar pero que le dio poder a pesar de todo. “No tuve miedo, fue más fácil de lo que esperaba”. Ella y su madrastra pidieron un remís y se robaron el auto. Con ese coche asaltaron un supermercado. El hombre se quedó en la puerta, al volante. Ellas dos vaciaron las cajas.
–¿De verdad no tenías miedo?
–No, de verdad no.
–Para vos, ¿qué es el miedo?
–No sé. ¿Qué cosas me dan miedo? Cuando mi hermano dice se pudrió todo, y se va, y no sé si vuelve. O escucho tiros y veo que no está mi hermano, que no está mi papá, que ahora salió hace poco otra vez. O cuando mi hermano dice: “Fíjense, llévense a los chicos a otro lado que seguro vienen esta noche, eh”. Entonces me da mucho miedo.
A Pachi le da miedo la venganza, la pelea de su banda con otras, por viejas disputas, por antiguos muertos que siguen pidiendo sangre en una interminable zaga de ajusticiamientos. Para colmo esa casilla donde vive la madre, con la que finalmente habla y con la que a veces convive, es de una madera enmohecida y enclenque por la que atraviesa hasta una miserable bala de 22 corto. Así fue, por ejemplo, como le dieron a su hermanito de dos años un tiro de nueve milímetros en una pierna que apenas le dejó una cicatriz redonda.
–Y si no tuviste miedo, ¿qué fue lo que te pasó en ese primer robo?
–Me gustó la plata. Entramos y no pasó nada. Pero en esa época yo era retonta, sabés cómo me cagaron ellos dos... hasta que un día caí en cana, al chabón lo mataron y la mina está presa.
Fue una vez que ella salía del boliche y se encontró con sus compañeros de robo. Ella insistía en que los seguían, pero no le daban crédito porque habían estado tomando y creían que era pura paranoia. “Tengo costumbre cuando laburo de ir mirando por el espejito del auto. Las veces que caí nos seguían.” “Más vale que sea cierto porque no te convido más”, le decía el hombre al volante. Y era cierto. “No vi cómo lo mataron. Se escucharon los tiros y los gritos de la mina. El otro chabón me echó las culpas a mí, salió y yo quedé. En la comisaría me tuvieron en una oficina y me trasladaron a la Brigada.” Adentro conoció a J., su nueva amiga y compañera de asaltos. Con J. perderían la cuenta de los choferes que encañoraron.
Las muertos son de nosotros
En realidad, dice ella, siempre robó con cualquiera, pero conocidos y de confianza. A los amigos del padre les confió porque pensó que su padre no iba a andar con giles. Pero la traicionaron. Cuando lo dice, cuando lo recuerda y se siente una estúpida, piensa en las veces que ella fue al frente y que ellos se quedaron con la plata. Después nunca más quiso ser segunda. “Yo sólo salgo si soy yo la que manejo el fierro. Las chicas del instituto cayeron casi siempre de garrón, pero yo antes de un garrón prefiero caer por lo que yo hago.” La máxima no es algo que compartan o una especie de derecho que puedan ejercer la mayoría de las chicas ladronas. Lo especialistas coinciden en que las adolescentes suelen asumir roles secundarios y seguir lo que mandan sus novios algunos años mayores haciendo de campana, guardando armas o seduciendo a la víctima. En el caso de Pachi las cosas quedaron demasiado claras después de la experiencia con los adultos. Ni con J., su amiga, ni con Orlando, el chico que se convirtió en su compañero de asaltos, volvería a ceder el lugar del poder que da el arma cargada.
Aunque ha dado golpes en mercados, a camionetas cargadas de mercadería, a restaurantes, se acostumbró a robar autos. Orlando le hacía de chofer. Ella manejaba los tiempos. Tomaban un micro, él se bajaba en una plaza a esperarla. Ella seguía mirando en el camino qué coche estacionado frente a una remisería le gustaba o era como el que ya le habían pedido. Vestida “como para ir a bailar”, con pollera y tacos, encaraba. Haciéndose la tonta, y la dulce, la más inofensiva de las nenas, se ha subido a decenas de autos. Hasta que al momento de pagar, en lugar de sacar de una carterita el dinero, saca el arma. “Callate y dame todo porque te pongo”, suele ser la frase. Sobre todo que cierren la boca. “A mí me convencen al toque, entonces le digo que por favor no me hable. Porque si no empiezan... que mis hijos, que tengo chicos, y me parten el alma y me convencen. Tampoco nunca he pegado. Cuando el Orlando se ponía nervioso y quería pegar, le decía yo: ‘¡quedate quieto que te doy a vos, eh!’”.
Ese es otro rasgo que marca a quienes trabajan en institutos con chicas en conflicto con la ley penal: son, en general, menos violentas con las víctimas de sus robos. Pero no lo son a la hora de defenderse en el propio barrio de los varones violentos. Este cronista ha visto en persona los magullones en el cuerpo de un chico de zona norte sorprendido en un engaño por su mujer de 17. Suele ser la propiedad amorosa la que suscita las reacciones más brutales. Pachi, jura, no se ha peleado “como una gila” por ningún hombre. Lo que ha sufrido es la pérdida de su primer amor, P., que cayó en sus brazos después de un último robo juntos. Y aprendió, dice, a defenderlos, ella misma, con su propia fuerza de metro y medio. Ella era de la primera línea el día en que T. quedó encerrado en la casa de un traficante cansado de que le manguearan cocaína que decidió ajusticiarlo. Los amigos fueron al rescate. “La policía hizo guardia en la puerta hasta las ocho y nosotros disparábamos desde una zanja contra los ‘tranzas’, contra los canas, hasta que se terminaron las balas y nada”. T. murió desangrado por falta de atención en ese aguantadero del que escaparon sus dueños para aparecer meses más tarde vendiendo lo mismo en villa Tranquila. Claro que nunca tanta tristeza como cuando mataron a P.
Era de noche. Recién habían vuelto de asaltar un restaurante donde se dieron el lujo de largar a los clientes sin que pagaran. Ella tuvo que tirar la caja contra el piso y las monedas, recuerda, saltaron hacia todos lados: demoró en juntarlas y meterlas en la bolsa de nylon que había llevado para tal efecto. Después adentro de una camioneta se cambiaron de ropa. Cuando entraron al barrio él se alegró: “ya zafamos, ya estamos acá, ahora no nos pasa más nada”. “¿Qué? A la media hora lo mataron”. Alcanzaron a darle algo de plata a su madre. “‘Tome doña, esto es para usted, ahora vamos a tomar algo, eh?’, le dijo él, porque mi mamá toma también”. Y se fueron a comprar una gaseosa, un cuarto y un toco, que son tres pesos de cocaína y dos de porro. Venían con eso en el bolsillo cuando se cruzaron al marido de su madre que avisó: “Tené cuidado que ahí a la vuelta andan todos los giles”. Uno de ellos se les apareció de la nada, en medio de la desolación de la calle un viernes a la noche. “Caminamos, no se escuchaba nada, sólo nuestros pasos, hasta que sentí un salto.”
Se dio vuelta y vio al otro apuntando. Entonces atinó a empujar a P. El sólo alcanzó a reírse. Su enemigo, enviado por otros a ajustar cuentas, le dio un tiro en el medio del pecho. “El chabón se acerca. Lo quería rematar. Me dio una patada en la cara. Yo me caí y le sacó el fierro a P., lo miró bien, y le dio un tiro acá –se marca la frente–. Se le notaba el color de la bala dorada. Se iba, se iba, lo levanté, le puse acá mi brazo. Cuando miré, venía el chabón, y ¡pum!, lo puso. Después lo llevamos al hospital. Falleció, yo no fui al velorio, ni al entierro. La familia de él decía que yo tenía la culpa, que le hice la cama, que lo entregué.” Después de P. murieron otros seis amigos de su esquina. Algunos asesinados por la policía, algunos en las guerras que no cesan en esas calles detierra y en los pasillos secretos hacia el corazón de las manzanas. La sospecha sobre ella –que se impone sobre las mujeres desde la más rancia y antigua tradición machista del delito– se ha disipado. Pero no los vahos del Riachuelo que siguen llegando hasta la cocina estrecha en la que habla y habla Pachi de su historia, mientras se pelea como una nena con un gato impertinente que se le trepa a la falda. Pero no las marcas a fuego, ni el fuego de la violencia del que ella, después del encierro en demasiadas comisarías e institutos, y de tanta muerte, quiere alejarse.
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