SOCIEDAD
El duro trabajo de intentar que los veranantes olviden la crisis
Televisores apagados, masajes, yoga, música suave son algunas de las recetas con que en los paradores intentan que los turistas se relajen, abandonen los celulares y las charlas sobre el dólar y se dediquen de una buena vez a veranear y gastar su dinero. No siempre lo logran.
› Por Alejandra Dandan
El pelado es uno de esos galanes salidos de un corto publicitario. El mar de un lado, el Costa Galana del otro y él con su teléfono portátil hundiéndose cada vez más en una de las divinas reposeras de la playa. Hay algo de la city porteña que no abandona a los veraneantes recién llegados. Este hombrecillo de cabeza rapada es uno de los empresarios acorralados no sólo por los bancos sino también por sus negocios. Para terminar con toda esta onda melanco que no suelta a los turistas y con la idea de reposicionar el sanísimo tiempo de ocio convertido por aquí en una especie a punto de extinguirse, están los fabricantes del verano: todos ellos ahora inventan cualquier tipo de recetas con combinaciones de pensamiento mágico y budista. Las mejores fórmulas han aparecido en los balnearios más top donde la música celta se usa mezclada con un poco de yoga, una pizca de hidrogym bien revuelta y moda revisteril a gusto. Esas recetas que se extienden desde Playa Grande hacia el sur de la costa desaconsejan totalmente el uso frecuente de noticieros.
Quizá más que nunca las vacaciones se están volviendo un trabajo forzado. Aquel pelado que sigue boca arriba sobre la reposera de uno de los pasillos más cancheros del balneario le pasa letra a un socio que ha dejado abandonado en la furiosa urbe porteña. No tiene nada más que hacer por ahora, excepto seguir retrasando la hora de encontrarse con ese libraco que lo espera del otro lado. El libro y el pelado están sobre una sillita de plástico que le ha costado 150 dólares al dueño del balneario. Polo Giancaglini ha conseguido cientas como ésa y las ha desparramado entre las carpas como parte del combo relax que buscan sus clientes más viejos acostumbrados desde hace años a los andariveles de playa Grande. Claro que el precio de las sillas top es lo que menos atiende el pelado, ocupadísimo ahora con las modulaciones sobre números, sobre cuentas y, de paso, también sobre el dólar, el gran lugar común de los argentinos en tiempos devaluados.
Los celulares están provocando por aquí el síndrome de las bocas desatadas. Todo el mundo habla, murmura y tanto barullo empaña la purísima música celta que salen de las terrazas de Jorge Cuchillo González. El empresario es uno de los más preocupados con todas esas caras largas que este año pueblan su balneario. “Acá hay un concepto que tiene que quedar claro –dirá repitiendo la idea como político en campaña–: relax, relax y más relax cueste lo que cueste”. Esa idea obsesiona a Jorge casi tanto como el teléfono celular que ahora suena y vuelve a sonar y suena otra vez, recordándole lo complicado de los paseos en la arena por estas épocas.
–Esos tres tipos que ves ahí –dice mirando a sus clientes– otros años estaban juntos, pero hablaban de fútbol. Ahora siguen hablando, pero nada más que del dólar.
Los tres sujetos están arena abajo, contra las filas de las carpas y bajo las terrazas blanco Ibiza montadas entre los médanos y los bosques de este lado de Mar del Plata. El empresario los vigila desde arriba, entre las mesas donde ha montado su bunker de combate. Desde controla la información que le llega de sus tres balnearios, la disco menos exclusiva que otros años y ahora también supervisa los vaivenes de una pobre faquir contratada como parte de la escenográfica calma de temporada. La faquir es Adriana Aivazian y ha quedado contratada para reunir al manojo de turistas y convencerlos de que las genuflexiones del yoga no son una sarta de posiciones incómodas, sino parte de las dietas de vida sana. Cada una de sus lecciones servirán para eliminar toxinas, sobre todo esas que desde hace días todos aspiran en las colas de los bancos. En eso están ahora los Auad, la pareja de tucumanos que trabaja desde hace tres días para olvidarse de que en algún momento deberán pasar por el banco. A esta altura tienen bien claro que no hay colas de menos de una hora en los cajeros vecinos a la playa. De todos modos, nadie puede evitarlos y ya no saben cómo hacer para relajarse sabiendo que el día termina o empieza con la tortuosa búsqueda de plata. Amalia aprendió algunas de esas lecciones en estos días en cursos acelerados. Después de un par de colas quedó bien aleccionada: ya no compra sin la postnet y cuando no la encuentra se va sin despedirse. Eso mismo está indagando ahora frente al pobre Matías que durante estos días está acorralado en la recepción del balneario.
–Ey –dice la Auad–, conseguiste o no conseguiste la maquinita.
Matías hace lo que puede para postergar el momento de negarlo. No la consiguió ni tampoco la tendrá en los próximos días, como buena parte de los negocios de Mar del Plata. “Si hasta te vienen con cheques de 35 pesos para cancelar la carpa del día”, dice el muchacho cada vez más loco con las cinco cajas con las que se encuentra cada noche al final del día. Aún en medio de este caótico frenesí de números, más tarde volverá a aparecer Jorge pregonando el famoso estilo relax, uno de los recursos de los que habla como quien busca un salvavidas donde agarrarse.
Pero no es el único ni es la única playa que inventa de todo para abastecerse de clientes y de climas que logren por unas horas hacerles olvidar de todas esas pesadillas. Por ahí anda ahora Albino Valentini que está contentísimo con esa piletita que ha instalado en su nuevo balneario. La pileta a lo esteño ha quedado en medio de unas terrazas que aparecen detrás de las playas de Mogotes. En ese sitio donde comienza el corredor de playas que van hacia el sur de Mar del Plata, Valentini está sentado y todavía ni siquiera ha podido sacarse la remera.
Está convencido de que el Sea View es una isla y no sólo por la pileta donde ahora todo el mundo cree que hace hidrogym y no saltos de rana. Para garantizar que las danzas acuáticas sigan su curso, Valentini ha contratado a una de las mejores profesoras que se la pasa dando órdenes a la compañía de turistas que obedece dando saltitos bajo del agua.
Todo se trata de una pura cuestión de supervivencia y así está planteado. La última vez que el hombre de La Caseta dejó el televisor encendido en la terraza del balneario fue hace una semana. Después de ese día, Jorge empezó un arduo combate contra el poderío de ese chupete electrónico buscado por la platea de adultos. “El que quiere verlo –dijo ya cansado– que vaya a su casa”. Y esa no fue la única censura. Hace dos años el balneario tenía unas cabinas de negocios equipadas con conexiones de Internet de tiempo completo. Esta vez, todas fueron desterradas. Cuchillo González ahora mismo acaba de decretarles el destierro como parte del combo anticorral fabricado contra una crisis que, en definitiva, amenaza hasta a los cansados creadores del verano.
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