La editorial Taschen acaba de homenajear a la gran diva XXX Vanessa del Río con un muy lujoso tomo con su vida y “obra”. Se llama Cincuenta años de conducta algo atorranta, incluye un DVD y un boleto dorado para que un feliz lector pase una noche con esta mujer que no fue megastar sólo porque era latina.
› Por Lola Huete Machado *
Para los amantes del porno, la boca y el culo de Vanessa del Río son de referencia. Especialmente la boca. Y su entrega en el momento de decir “acción”. Nadie rodó tan apasionadas escenas de coitos, felatios y masturbaciones, juntos o revueltos. Nadie ha disfrutado tanto ante una cámara, dejándose penetrar, morder, chupar, lambetear, manosear; chupando, mordiendo, lambeteando, manoseando ella con un ardor que sólo el verdadero deseo del cuerpo del otro o, en su caso, de los otros, despierta. Fueron 120 films en 12 años de carrera, de 1974 a 1986. Se atrevía a todo. Y todos. Dos, tres, cinco, hasta ocho hombres (o mujeres) a la vez (a veces dos “en el mismo orificio”, resalta) y hay evidencia gráfica: “Dicen que soy la pionera de la doble penetración, no puedo creer que desde el inicio de los tiempos las mujeres no lo hicieran –reflexiona–, pero no sé, quizá sí en un rodaje. Si alguien tiene imágenes anteriores a 1974, que lo diga; creo que lo hice ya en mi primera peli, China Doll”.
Vanessa del Río hasta tiene sus teorías sobre su profesión: “Siempre pensé que ocho penes es lo ideal: uno por delante, otro por detrás, otro en la boca, dos en mis manos, dos hurgando por las corvas y uno de repuesto por si otro decae”. Vanessa siempre fue exuberante (“desbordante de excitación y de entusiasmo”, la define Dian Hanson, editora de Taschen), exhibicionista y excesiva, de obra y palabra; moviéndose o expresándose. Aún hoy. “Lo vi claro de adolescente cuando miraba pelis de la argentina Isabel Sarli, mi madre me llevó a verlas: yo quería ser como ella.” Ella, medio cubana, rizó el rizo en una época en que el género estaba por inventar: crecieron en paralelo, ella, dándose más y más en cada rodaje, y la propia industria, que pasó de lo underground a lo publicitario, de ser la forma de vida de unos pocos entregados al gran negocio de productoras: “Inventábamos en todos los sentidos. Y no era como ahora, que se firma por adelantado lo que harás: oral, anal, tanto. No. Entonces todo se improvisaba, cualquiera intervenía. Había mucha sorpresa; con el tiempo, los directores sabían que me gustaba lo nuevo, y lo había, como en el rodaje de Viva Vanessa, de Anthony Spinelli, cuando grabé mi más sucia toilette scêne, con Jerry Butler y Taliesin, el muchacho superdotado que debutaba ese día y no se salía de mí ni en las pausas”, recuerda divertida.
Desde Nueva York, donde nació en 1952 y donde reside, la actriz delimita las horas para contestar algunas cuestiones: “Llamá entre diez y once –dice–, tengo que ir a ver a mi mamá”. Y avisa: “Ten cuidado, no te calientes demasiado, hehehe”. ¿Se refiere al libro, un art edition con una litografía de Robert Crumb que Taschen publicó con su detallado currículum? Sí. Eso exactamente es la vida de Ana María Sánchez, “su nombre verdadero”, criada en el Harlem hispano, en familia católica, de padre mujeriego (de él, dice, heredó lo de ser “mujer de muchos hombres: desde muy niña fui muy activa en lo sexual”) y madre reprimida: un puro calentón. De principio a fin. Igual que el libro y el video, sobre los que previene, obra doble en la que se aprecia la mano que mece la cuna: la del amante del género que es el editor Benedikt Taschen. No hay en ambos desperdicio. Lo que no cabe aquí, entra allá.
La vida de Vanessa no es sólo ella, sino también su contexto y lo que generó: el modo en que creció su fama tras su retirada en 1986; su adopción como musa por el mundo carcelario, el del comic y el hip-hop; los rankings de tamaños de clítoris (The Lispkeeper, 1999), en los que ella fue número uno (cinco centímetros de largo); sus columnas como consejera sexual en varias publicaciones; las impresiones causadas en colegas y admiradores. Y la evolución de la industria del porno. Ahí está el ambiente del distrito rojo neoyorquino, de Times Square (y su círculo vicioso) desde principios del siglo XX hasta su evolución en la revolución sexual de los años sesenta: de los espectáculos en vivo en garitos a las primero precarias y luego ya mayores producciones; de las iniciáticas librerías para adultos a la retahíla de actores y directores que llegaron, rodaron, se quemaron, desaparecieron; de productores que crearon escuela al ambiente underground de drogas y desenfado, de amor libre y desinhibido que explica mucho de aquel tiempo; del imperio del sadomaso a las limpiezas del FBI a lo largo del tiempo. Hasta la llegada del sida, los controles, el miedo.
Muchos, entre ellos Vanessa, abandonaron. Repite mensaje la actriz: “Llamá a las nueve, tengo que ir con la mamá”. Su madre enferma. Hoy es en verdad su familia, su prioridad. Todo perdonado (también a su padre, una relación recuperada y truncada con su muerte). “Lo que antes me pareció tu debilidad, ahora es mi fuerza”, le dice a la mamá en los agradecimientos del libro. Sólo la tiene a ella, a sus gatos (Tarzán y Lola), a su bulldog (Mademoiselle Matilda) y a su novio, Vito: “Hasta que no te conocí no supe lo que era el amor incondicional de un hombre por una mujer”, le dice. Y es serio. No es ella mujer de abrir su corazón a cualquiera. Nunca lo hizo. “Amar te convierte en vulnerable. No quise serlo.” Para el sexo le gustan los chicos malos; para amar, los buenos. ¿Es lo que sacrificó por su forma de vida? “La facultad de confiar en los hombres y en el amor, sí”, responde. La reina latina del porno nunca se casó, no tiene hijos: “Nunca creí en el matrimonio. Soy demasiado independiente. No quise niños”, apunta. “Sólo salí con hombres del business: mi trabajo no era problema; supongo que sí lo sería hoy, estarían intimidados por lo que fui.”
Llegó en 1974 a un plató para pagarse el alquiler: había hecho la calle, era escort; rodó 18 horas sin pausa y dejó atónitos a todos con su fuerza, sus curvas, sus gestos, su voluptuosidad. Todo carnal y real. “Una verdadera amazona”, la define Crumb. Allí estaba ella en el momento justo: tras la Linda Lovelace de Garganta profunda, el negocio buscaba sustituta. Lástima que era latina, de piel oscura... y aquel mundo aún era sólo cosa de blancos: “Siempre tenía papeles menores... pero no importaba”. Tampoco el dinero: “No lo hacía por él, lo hacía también por placer. ¿Por qué se acepta que una mujer tenga sexo por dinero y no porque le guste o por ambos?”. 150 dólares por el primer trabajo. Hacerlo ante la cámara la excitaba. Mucho. “Sí, soy una puta, con P mayúscula”, ha dicho y dice en la entrevista de la editora “más sexual” de Taschen, Dian Hanson, colaboradora de la casa, 25 años especializada en revistas masculinas y amiga personal de la actriz.
Para contar su vida, Vanessa ha abierto los cajones de su archivo y su memoria, ha hurgado y elegido imágenes; la ha montado de principio a fin sin ocultar detalles subidos y consejos calientes; cinco años de tarea para recuperar muchos instantes felices y cachondos. Y los recuerdos más melancólicos. Sus comentarios ponen nombre y apellido a situaciones y colegas: “Un loop con Samantha Fox”, “Randy West y yo en las pausas de The Dancers (1981), una de mis favoritas”, “Un fotograma sado perdido”.
Lo cuenta todo de sí: de su educación represora y solitaria; de su juventud, una road movie de drogas, sexo y rock and roll; de su temporal pasión por el fisicoculturismo por culpa de un novio (“¿sabes que con los esteroides crece el clítoris?”) al sadomaso por culpa de otro; de su paso por la cárcel, su retiro y dedicación luego a la danza, el strip-tease, a su web (vanessade lrio.com); de su soledad y sus juicios sobre sí misma y su obra (“Mi vida es la que es, no tiene sentido negarla”), hasta hoy, icono de una época y un género: “Me gustaba la caza, me gusta; pero ya no actúo así. Tengo pareja; con la edad soy más reservada”. Más. Pero no del todo. Muchos artistas admiran sus dotes escénicas; entre ellos, Crumb, que lamenta que no tenga el reconocimiento debido, o el también aventurero Terry Richardson, que fue en 2005 a retratarla y acabó como ustedes ya imaginan.
A una mujer con ese físico, tan rotundo y voluptuoso, ¿le gustaba su cuerpo? “¿Y a quién le gusta del todo?”, responde ella. “Había partes que no, pero no dejé que me afectara, acepté lo que tenía; el tipo de mujer que era.” Ahora, con más de medio siglo, luce explosiva, un pecho enorme: “Hago los cambios que puedo con ejercicio, alimentos y lo que sea”. ¿Le pesa la edad? “Claro. Envejecer es terrible. Hay que luchar contra ello. Y recordar que hay alguien por ahí que lo que busca es sexualidad sin importar los años. Tuve una columna en una revista de Internet y la pregunta principal de los jóvenes era: ¿Cómo encontrar mujeres maduras? Pero un montón de ellas no se quieren enterar.”
* De El País Semanal. Especial para Página/12.
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