SOCIEDAD › OPINION
› Por Eduardo Fabregat
Tres años son poco tiempo y son mucho tiempo: aunque parezca exagerado, ya hay una camada de músicos under que vive el post Cromañón como una realidad instalada, como el esquema inevitable en el que hay que encontrar la difícil manera de colgarse la guitarra y salir a mostrar lo propio. La restrictiva legislación surgida después de la tragedia de Cromañón impuso un cerco a los pequeños boliches donde se desarrollaba la actividad musical, a las milongas y a las salas de teatro independiente: con el correr del tiempo, los últimos dos rubros pudieron ir regularizando su situación, haciendo visible la infinidad de matices sobre la paranoia desatada, esa presunción de que todo boliche pequeño era un peligro en potencia.
En ese sentido, la industria del rock todavía tiene un largo camino por recorrer, y nadie se lo hará precisamente fácil. La supresión del bolicherío fomentó la consolidación de un esquema monopólico en el cual los grupos under deben someterse a las condiciones de quienes detentan la manija, sea en los pocos locales “habilitados” o en los megafestivales donde se amontonan las bandas en escenarios menores y horarios de baja exposición. El 15 de febrero de este año, la Unión de Músicos Independientes fundada por Diego Boris y Cristian Aldana llevó a cabo la primera acción contundente en pos de allanar el camino, cuando presentó ante el Tribunal Superior de la Ciudad de Buenos Aires un pedido de inconstitucionalidad de las normas que exigen permisos especiales para el rock en vivo. En la audiencia pública realizada a mediados de año, los músicos declarantes se esmeraron en demostrar la discriminación que significa que cualquier grupo sea considerado a priori como un émulo de Callejeros, y por tanto peligroso para la integridad de la ciudadanía.
El post Cromañón ofrece así una buena batería de paradojas: el grupo que fomentó y festejó el uso de bengalas, a cargo de la organización del show del 30 de diciembre, volvió a tocar, a grabar y vender su disco, mientras todos los músicos que vinieron detrás deben sacar patente de respetables para poder ocupar un escenario, aunque sea mínimo. La liberación de Omar Chabán hasta la realización del juicio oral, la asunción de Aníbal Ibarra como legislador desataron airados gritos de injusticia, pero el grupo corresponsable enarboló toda vez que pudo su “derecho a trabajar”, para festejar su regreso al escenario con la frase “chúpenla, por caretas”. Hoy abundan los rumores que hablan de una fractura terminal en el seno del grupo, pero eso a esta altura ya es anécdota.
Lo que no es anecdótico es el panorama reinante. En esa lectura liviana que tras Cromañón sindicó al rock como un peligro para la sociedad, se cercenó violentamente el derecho al trabajo de una multitud de jóvenes cuyo delito es seguir alimentando un género artístico con más de cuarenta años de existencia. Los festivales, las visitas internacionales, los eventos organizados desde el Estado nacional o metropolitano, el movimiento de público, parecen dar cuenta de un momento saludable, pero en la base hay una podredumbre que es necesario remover para poder mirar más allá de lo inmediato. El rock independiente no necesita más lugares comunes, sino lugares para tocar. Tres años después, la deuda sigue pendiente.
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