SOCIEDAD • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Mariana Carbajal
Hace unos días en Pueblo San José, una pequeña localidad del partido de Coronel Suárez, la policía detuvo a Raúl Peña, de 42 años, acusado de haber matado a golpes a su ex esposa María Cristina Huber, de 41. Como José Arce, Peña también había sido denunciado por situaciones de violencia: fue acusado de abusar de dos hijas del matrimonio. La Justicia le había ordenado no acercarse a menos de 200 metros de la casa en la que vivían María Cristina y los seis hijos que habían tenido juntos. Pero en la mañana del 16 de abril, Peña habría violado la prohibición, se habría acercado a la vivienda y habría discutido con su ex mujer y uno de los chicos, de 14 años. Luego, habría descargado toda su furia contra ella, dándole golpes con una plancha de hierro. Y una vez que la vio rendida en el piso, la habría matado con un bate de béisbol.
Arce no se podía acercar a menos de 300 metros de la casa de El Remanso, donde vivían Rossana Galliano y los dos hijos de ambos, de 4 y 3 años. Una jueza lo había dispuesto después de la cuarta denuncia que presentó Rossana por violencia doméstica. No fue necesario que violara la orden judicial. No apeló a una plancha de hierro ni a un bate de béisbol: Arce, según la investigación fiscal, habría contratado sicarios. Pudo mandarla a matar, siguiendo la acusación, porque tenía plata. Es la privatización de femicidio.
Otros hombres estrangulan, disparan un arma con su propia mano o apuñalan a sus parejas o ex esposas para liquidarlas. Algunos, después se suicidan. Antes, casi siempre, hay otras manifestaciones violentas.
Muchas mujeres viven con esa inseguridad de puertas adentro. Es una inseguridad histórica, eterna, real, palpable en rostros violáceos de moretones. Es una inseguridad que conmueve poco o nada a la clase política, salvo algunas excepciones. La violencia contra las mujeres es una de las caras más dolorosas de la discriminación y tal vez la violación más frecuente, silenciada e impune de los derechos humanos. Tiene su raíz en la desigualdad de género y en el status subordinado de las mujeres en relación con los hombres en las sociedades.
En el país no se conoce la verdadera cantidad de femicidios. No hay estadísticas oficiales, a pesar de que el Estado tiene la obligación de llevar un registro por compromisos internacionales. La flamante Ley 26.485 de Protección Integral para Prevenir, Sancionar y Erradicar la violencia contra las mujeres en los ámbitos en que se desarrollen sus relaciones interpersonales, vuelve a encargarle la tarea, entre múltiples directivas, que apuntan a instaurar políticas públicas desde el Poder Ejecutivo para frenar este flagelo. Es una deuda pendiente que se cobra alrededor de cuatro vidas por semana de mujeres a lo largo de cada año, de acuerdo con relevamientos de la sociedad civil, en base a noticias periodísticas. Y deja mujeres vivas, pero muertas por dentro hasta que pueden pedir ayuda y la consiguen efectivamente. “El asesinato de mujeres es la forma más extrema del terrorismo sexista. Una nueva palabra es necesaria para comprender su significado político”, escribieron Diana Russell y Jill Radford casi dos décadas atrás (Femicide. The politics of woman killing, Revista Ms, Nueva York, 1990), para justificar el uso de “femicidio” para describir “los asesinatos de mujeres por parte de los hombres, motivados por el desprecio, el odio, el placer o el sentido de propiedad sobre ellas”. Es necesario un fuerte compromiso de todos los gobiernos (nacional, provinciales, municipales) para poder enfrentarlos: trabajar para desnaturalizar la violencia contra las mujeres es uno de los caminos.
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