SOCIEDAD • SUBNOTA › LAS NUEVAS FORMAS DE PROCESAR UNA MUERTE
› Por A. B. y R. V.
Este debilitamiento de los ritos mortuorios está asociado a la reducción (más o menos consciente) de la actividad religiosa en las grandes urbes, o lo que el filósofo español Javier Sádaba llama “agnosticismo de la vida cotidiana”. Esto es que, independientemente del Dios en que cada uno diga creer, la mayor parte de las preocupaciones diarias son o bien del ámbito laboral o tienen que ver con asuntos como no perder el colectivo o conseguir pareja o darles de comer a los hijos. De esta manera, se debilita también la demanda que las religiones satisficieron durante siglos, que es la respuesta sobre el sentido de la vida y la muerte.
Pero ¿es grave, doctor? ¿Qué pasa cuando una comunidad empieza a demandar ritos mortuorios descremados? El psicólogo social Alfredo Moffatt dice que esta sociedad moderna está queriendo “hacerse la viva” con los muertos y que eso, tarde o temprano, tiene un costo: “Todas las culturas tienen una ceremonia que es el funeral, en especial las culturas primitivas, más sabias y ecológicas, que tienen una buena relación con la muerte –dice–. Mientras que la nuestra tiene ceremonias muy pobres, como para terminar pronto y olvidarse”. Cuenta Moffatt la anécdota que vivió con un pequeño paciente de un colega estadounidense, apresuradamente diagnosticado de esquizofrenia porque decía ver fantasmas de niños. Indagando en el caso, se supo que los padres habían perdido un hijo anterior y que este nene sustituía a su difunto hermano, con lo cual hubo que “retar” a los padres para que elaboraran solos esa pérdida y no hicieran trampas con el hijo vivo. “Es así –insiste Moffatt, discípulo de Enrique Pichon Rivière–, en un ratito liquidamos todo y volvemos a nuestro departamento, donde el muerto va a estar presente en cada rincón que compartimos con él, porque no hubo una ceremonia que permitiera la despedida que necesitamos. Engañar a la muerte –sentencia– sale caro.”
Sin embargo, no sería la primera cosa que los hombres aprenden (o creen aprender) a acelerar y seguir. Soledad Fernández es psicóloga, integrante de Duelarte, un centro de apoyo a personas que sufrieron la muerte de algún ser querido. Desprenderse rápido del cuerpo, dice, “exige también mecanismos psíquicos acelerados”. Esa turbación que implica saber que alguien que estuvo cerca no va a estar más genera la mayor parte de las veces una anestesia emocional, que lleva a plantearse “¿cómo puede ser que se haya muerto?”, cuando todos sabemos exactamente cómo es. “Es una suerte de defensa psíquica –dice Fernández–. Por ejemplo, en la cremación se pasa de una persona muerta a una inexistente en horas. Esto requiere un proceso muy acelerado, porque uno ni siquiera aceptó la muerte y ya tiene que aceptar la inexistencia.”
Para la antropóloga Laura Panizo, los cambios que se verifican en el tratamiento que van dando los vivos a los muertos están siempre insertos en cambios más generales de la sociedad. “En la vida cotidiana tendemos a aislar a la muerte de las actividades que le dan sentido a nuestra vida, como efecto de una sociedad que se vuelve cada vez más materialista e individualista.” Para Panizo, que trabajó sobre la muerte en condiciones de crisis como Malvinas o las desapariciones forzadas, el deseo de verse joven que tiene la actual sociedad es contrario a la presencia de la muerte en la vida cotidiana como sucedía algunas décadas atrás.
Pero ¿es realmente miedo a la muerte lo que impulsa las transformaciones actuales? ¿O hay también una aceptación sin estridencias de la condición de mortales? Roberto tiene 30 años y perdió a su padre hace 4. Se negó enfáticamente a hacer el velorio y, por tanto, tuvo que encargarse personalmente del traslado del cuerpo entre el hospital y el cementerio. “Es el muerto más cercano y más querido que tengo y no me parece que me haya faltado una ceremonia para despedirme, porque elegí hablar con él en vida. Encima que estaba hecho mierda por la pérdida de mi viejo, ¿tengo que poner la cara frente a decenas de personas que no vi en años y oler las flores encerradas para hacer un rito que no inventé yo?” En este sentido, la “pasteurización” de los ritos vinculados con el duelo parecen estar abandonando la esfera social para insertarse en la esfera de lo privado. Y la cuestión no es menor: la preocupación por las apariencias ante la sociedad fue, hasta principios de la década del ’60, uno de los compañeros de ruta del evidentemente necesario duelo. Ya lo decía Julio Cortázar en 1962. “No vamos por el anís, ni porque hay que ir. Ya se habrá sospechado: vamos porque no podemos soportar las formas más solapadas de la hipocresía.”
La puesta en escena llegó al pico del ridículo cuando se contrataba lloronas. La reducción a tamaño miniatura de las coronas de flores parece querer disimular que alguna vez fueron pura ostentación. La antropóloga Panizo cree, no obstante, que la participación de la comunidad en el velorio es necesaria. “Se sigue generando espacios en los cuales la comunidad participa y acompaña al deudo, no al muerto. Sigue habiendo prácticas velatorias, que conforman al individuo como parte de una comunidad”, dice. La duda es entonces: ¿está esta sociedad hipotecando su tranquilidad y cargándose un montón de muertos que vendrán a escupir el asado de nuestros remordimientos y mala conciencia en breve? ¿O hay una transición hacia formas menos rutinizadas y más personales del duelo por los muertos? Fernández, de Duelarte, propone nuevas preguntas para salir de ese atolladero: “No digo que esté bien o mal hacer las cosas de una manera u otra, porque todos somos libres de elegir. El tema es si realmente estamos en condiciones de elegir. No se trata de que pase todo rápido para sacarnos la angustia de encima. Está bueno tomarse un tiempo para pensar”.
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