SOCIEDAD • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Washington Uranga
Los casos de pedofilia en la Iglesia Católica se han multiplicado a tal punto que ya rozan el prestigio del propio Benedicto XVI. Si bien por el momento no hay evidencias ciertas que permitan probar las acusaciones sobre encubrimiento, sí existen sospechas fundadas acerca de la verosimilitud de lo que se denuncia. El Vaticano reaccionó institucionalmente, descartando toda posibilidad, calificando de “innobles” las versiones y hablando de “ensañamiento” contra el Papa. El cardenal José Saraiva Martins, ex prefecto (ministro) de la Congregación para la Causa de los Santos, no se detuvo ahí, sino que recurrió al tan reiterado como insostenible argumento de que todo no es más que una “conspiración” contra la Iglesia.
Más allá de la discusión puntual en torno de la responsabilidad del papa Ratzinger en los casos que se ventilan, es evidente que en la Iglesia Católica de todo el mundo rige un mecanismo de funcionamiento corporativo para encubrir estas y otras aberraciones cuando ellas existen y, en particular, cuando los responsables son miembros del clero o de la jerarquía. En todos los casos la explicación ha sido la de proteger “la imagen” de la Iglesia. Una y otra vez, se dice y se reitera que se trata de “errores”, “pecados” o “fallas” de algunas personas. Nunca se asumen responsabilidades institucionales. No se afirma explícitamente, pero se da por sentado que “la Iglesia no se equivoca”.
Así ha ocurrido también en Argentina con los casos comprobados de abuso sexual en los que fueron protagonistas el cura Julio César Grassi y el ex arzobispo de Santa Fe Edgardo Storni. Y no son los únicos, sino apenas los más mediáticamente resonantes.
Una pregunta posible es si no hay en la institución eclesiástica católica la capacidad suficiente para revisar su cultura organizativa, las formas y los hábitos, también las disposiciones disciplinarias para determinar si existen o no en su propio seno condiciones que facilitan este tipo de aberraciones. Aún ahora en la Iglesia se sigue repitiendo el procedimiento por el cual el mayor “castigo” que recibe un cura sospechado de abusos sexuales es trasladarlo en silencio a una parroquia lejana... donde seguramente seguirá cometiendo las mismas tropelías porque sus nuevos parroquianos nunca son advertidos de la peligrosidad de quien ha llegado desde lejos, enviado como nuevo pastor. El traslado será seguramente toda la “sanción”. Y no hay ni reflexión ni autocrítica institucional. Sólo debates entre paredes y golpes de pecho de puertas adentro, en el ámbito recóndito de alguna sacristía.
Se podrá decir que los casos de abuso no existen sólo en la Iglesia. Es verdad. Pero no sirve como argumento. Entre otros motivos porque es también evidente que por este camino la institución eclesiástica incurre en una gruesa contradicción entre aquello que predica como doctrina y la práctica de muchos de sus ministros y representantes.
¿Por qué insistir entonces en esa suerte de “blindaje” institucional que no admite errores y que todo lo ve como conspiraciones? Habrá que recordar con qué vehemencia la Iglesia defendió al sacerdote mexicano Marcial Maciel, fundador de la ultraderechista y conservadora congregación mexicana de los Legionarios de Cristo, negando todas las acusaciones en su contra, hasta que finalmente quedó demostrada la perversidad de su conducta a través de reiterados abusos sexuales a menores. Mientras vivió Maciel fue uno de los hombres más protegidos y reconocidos por Juan Pablo II. ¿No habría sido mejor revisar, pedir perdón, resarcir a las víctimas, sanear y corregir todo lo necesario? ¿Las evidencias mueven a hacerse otras preguntas? ¿Nadie lo cree necesario?
“Doctores tiene la santa madre Iglesia”, reza un dicho común en el catolicismo. Sólo a ellos les corresponde adoptar las decisiones institucionales. Pero mientras tanto, es evidente que el deterioro de la imagen de la Iglesia Católica es cada día más acelerado por hechos delictivos comprobados. Por cierto que lo que menos debería preocupar es la imagen sino la flagrante contradicción entre la prédica y la práctica. Esto es en definitiva lo más grave y lo que, lejos de corregirse, se abona con los silencios, las negaciones infundadas y las denuncias de conspiraciones que nadie puede acreditar.
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