SOCIEDAD • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Mariano Molina *
Era viernes de abril y habíamos quedado con un amigo en encontrarnos frente al estadio. Al costado de una de las puertas de entrada, esperaba un colectivo de línea vacío.
“Circulen, circulen. No puede permanecer nadie quieto”, repetían los hombres de azul. En esos tiempos, los edictos policiales todavía tenían legalidad y servían para legitimar el autoritarismo policial. Cuando llegó mi amigo hicimos un pequeño comentario sobre la densidad de los policías, volví a observar el colectivo de línea vacío en la puerta y entramos al estadio Obras Sanitarias a participar de esa ceremonia y espacio de libertad que eran los recitales de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota.
Di por hecho que se iban a llevar a varios chicos que no tuvieran entradas o que eran menores. Era una práctica habitual y los adolescentes y jóvenes que dábamos vueltas por los recitales estábamos acostumbrados a que sucediera este tipo de redadas.
Era 19 de abril de 1991 y uno de los tantos chicos que subieron por la fuerza al colectivo que estaba en la puerta iba a morir días después por la agresión y tortura recibidas en la comisaría. A Walter Bulacio lo llevaron como a tantos miles de jóvenes que en la historia argentina se llevó la Policía Federal. Y recibió una golpiza como tantas miles de veces sucedió y sigue sucediendo.
La banda comenzó el recital con unos de sus himnos contra la represión: “Nuestro amo juega al esclavo”. Cuando finaliza el tema, el Indio Solari se solidariza con un pibe de la banda de Aldo Bonzi, barrio del conurbano donde vivía Walter Bulacio. No era un mensaje para él, pero uno no puede dejar de pensar en esas paradojas del destino.
El asesinato de Walter nos marcó a cientos de jóvenes de aquellos años y seguirá siendo una marca que llevaremos el resto de nuestras vidas. Fue sentir en carne propia por primera vez que cualquiera de no-sotros podría haber sufrido ese final o que cualquiera de nuestros amigos podría haber sido la nueva víctima de la represión policial. Ese impacto inexorablemente marca los destinos.
Recordemos un poco qué pasaba en esos tiempos: estábamos en la oscura era del neoliberalismo, hacía pocos días la economía argentina entraba en ese terrible despojo que fue el Plan de Convertibilidad, se caía el Muro de Berlín, desaparecía la Unión Soviética; era el fin de las ideologías; empezaba la pizza con champán, los duros tiempos de individualismo, corrupción y sindicalistas convertidos en empresarios. Teníamos un Congreso que avalaba mayoritariamente la venta del patrimonio público y se profundizaba una ruptura de lazos sociales que todavía intentamos reconstruir.
En ese contexto, a los pocos días de la muerte, la familia y los amigos convocaron a una Marcha del Silencio, desde la escuela donde estudiaba Walter hasta el Congreso nacional. Al finalizar, un hecho inédito: miles de adolescentes y jóvenes marcharon por Callao, Corrientes y luego hasta Plaza de Mayo cantando canciones de los Redondos y consignas contra la policía. Iban en una anárquica procesión, sin banderas partidarias, sin organización previa y con las consignas que surgían momentáneamente. A la luz de los años, fue un fuerte signo de los tiempos que vendrían, en relación con la inorgánica participación juvenil en causas sociales y políticas.
Recordando aquellos días es imposible olvidar el terrible sufrimiento de los familiares de Walter: fundamentalmente su hermana, sus padres y su abuela. El padre murió a los 46 años. A la terrible pérdida del hijo, se le sumó el despido laboral. Algunos reportes periodísticos dan cuenta de que parte de la familia cayó en profundas depresiones. La abuela de Walter, doña María Ramona, siguió inconmovible en la lucha, a pesar de algunas enfermedades o los achaques de la vida y se transformó en la cara pública del caso. La recuerdo en muchas marchas y actos, con su pelo blanco, sus grandes anteojos y la foto de su nieto siempre presente. Hoy sigue la pelea para que vuelvan a juzgar al principal imputado del caso, el comisario Espósito.
Walter se fue transformando en símbolo, en nuestro muerto, el amigo, el compañero, el que participaba de la cofradía ricotera, el que laburaba de cadie.
La respuesta de la banda fue ambigua o poco convencional. La militancia y los sectores más politizados esperaban una respuesta más clásica, más “militante”. Un recital de repudio, declaraciones en la prensa o encabezar marchas. No pasó nada de eso. El grupo largó una carta pública y luego se llamó a silencio durante meses. En muchos recitales el Indio lo recordó y en las entrevistas suele volver sobre el tema.
Pero mientras el grupo no tenía la respuesta “clásica” frente a un hecho sucedido en las puertas de un recital propio, y recibió infinidad de críticas y agresiones por esta actitud, la respuesta de los seguidores fue comprensiva o tolerante con la banda, aunque muchos de ellos seguían participando de las marchas y homenajes. Tan compleja era la época, que luego del asesinato de Walter la banda se masificó hasta convertirse en el grupo de rock más grande del país.
Han pasado veinte años. No es nada y es demasiado. El país vive otra realidad en muchos aspectos, pero el asesino Espósito sigue caminando libremente por la calle. Quizás este año haya juicio oral gracias a la pelea de la familia y de organismos como la Correpi.
Actualmente la Policía Federal se encuentra en un intento de recomposición que esperábamos hace tiempo. La permanencia de esas prácticas que causan vergüenza nacional también nos tiene que hacer reflexionar sobre la importancia de apoyar algunas políticas de Estado que puedan perdurar más allá de los gobiernos.
Veinte años después vivimos en un país que cambió, que sigue teniendo rincones oscuros, pero que intenta mejorar su destino colectivamente. Siento que habrá algo de justicia sólo si logramos construir una sociedad donde los adolescentes y jóvenes dejen de ser vistos como un peligro social o seres a los cuales la sociedad debe domesticar para que nada cambie.
* Periodista y docente (www.radiosudaca.com.ar)
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