SOCIEDAD • SUBNOTA › BLANCA ROSA ALVAREZ
› Por Emilio Ruchansky
De chiquita, en las afueras de Santiago, Chile, Blanca Rosa Alvarez Sepúlveda caminaba a diario siete kilómetros hasta su escuela. En el trayecto, recuerda, recogía “los tesoros de la naturaleza”: esqueletos de hojas, flores, frutas e insectos. Y aunque la retaban en el colegio por llegar tarde, luego la perdonaban. “Me hice amiga de los campesinos de la zona y llegaba con queso y pan para repartir”, dice. Su padre era secretario del Partido Radical chileno; su madre, una obrera. Cuenta que a los 18 cambió, se fue a vivir con “un noviecito hippie” y conoció al escritor y psiconauta norteamericano Timothy Leary. “Ahí, por primera vez, apareció en mi vida el concepto de ecología.”
Desde entonces, comenzó a vivir en comunidades. Primero con la banda musical Los Jaivas, luego en el Valle del Elqui, donde fue cofundadora de otra comunidad, Peñalolén. “Recorrí Chile recolectando y vendiendo plantas medicinales y en Bolivia las comunidades originarias me enseñaron a colorear con tinturas naturales: fueron mis grandes maestros en permacultura, cuando todavía ni siquiera se conocía el concepto”, asegura. Esta mezcla de las palabras “permanente” y “cultura” guía desde entonces su vida ecológicamente sustentable.
Tras un viaje al amazonas ecuatoriano y otro a Italia, Blanca Rosa se dedicó “un buen tiempo” a la venta de terrenos, haciendo asesorías urbanísticas, loteo y construcción ecológica durante los ’90 en Chile. Así resarció a sus hijos llevándolos a esquiar y cuando comenzaba a estabilizarse económicamente se dio cuenta de que algo fallaba: “Ser pobre me despierta la creatividad”. Uno de sus hijos vivía en El Bolsón y ella quería echar raíces. Y se instaló sobre la subida Paralelo 42, que divide Río Negro y Chubut, hace casi ocho años.
“Soy la mayor ciruja del pueblo”, dice ahora Blanca Rosa mientras pasea por los senderos de su huerta armados con ladrillos partidos y delineados con culos de botellas de vidrio: “En invierno estas botellas mantienen el calor y entibian los cultivos. En verano, las mojo porque se calientan”. Con las ramas del bosque perimetró la huerta para que no entraran animales. Los pallets con los que construyó una casilla ya no los regalan: “Ahora los cobran 10 pesos”, asegura.
En su huerta cultiva las plantas de las que extrae semillas para vender en la feria. Hay tomates, brócoli, morrones, albahaca, zanahorias, lúpulo, choclo, maíz negro del Perú, lino, ocho tipos de papa, lechuga rodán, puerro y sus preciadas habas: “Hubo una plaga de pilmes y soy la única que tiene semillas. Ahora cambio esas semillas por habas”.
Desde hace dos meses, Rosa integra la Secretaría de Medio Ambiente local.
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