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La ley de la mano dura
La Ley de Extranjería aprobada en España a fines de 2000 endureció las condiciones para que un inmigrante pueda establecerse en aquel país de manera legal. La norma, duramente cuestionada por la oposición al gobierno de José María Aznar y las organizaciones de extranjeros, entró en vigencia en enero del año pasado. A partir de su puesta en práctica, las diferencias entre los residentes legales e ilegales son aún más marcadas.
Las exigencias aumentaron proporcionalmente al número de extranjeros, sobre todo de los países menos desarrollados, que ingresan masivamente en la península. Tal vez el punto más polémico de toda la propuesta haya sido la imposición de la expulsión como castigo, en vez de las multas anteriormente vigentes. Permanecer en España sin permiso o tenerlo caducado, o trabajar sin la autorización correspondiente son motivos suficientes para obligar a un inmigrante a salir del país.
Se incrementó la cantidad de años necesarios para obtener la residencia temporal, que pasó de dos a cinco. Además, se especificó que los cinco años deben ser continuados si se desea conseguir la residencia permanente. Al entrar a España, se exigen “documentos que justifiquen el objeto y las condiciones” de la estadía y se puede denegar la visa sin razones, salvo cuando se trate de visados de reagrupación familiar o para trabajar por cuenta ajena.
Por otra parte, sólo los residentes tienen derecho a una actividad remunerada y a la seguridad social, en tanto los que estén por fuera de las normas no pueden ejercer los derechos de asociación, manifestación, sindicalización o huelga. La educación básica, obligatoria y gratuita vale para los que tengan los papeles en regla. Los otros, los indocumentados, los ilegales, los clandestinos, son más otros que nunca.
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