Dom 08.12.2013

SOCIEDAD • SUBNOTA

Ruleros

› Por Marta Dillon

Tenía cuatro años y estaba tomando la leche en la cocina de un departamento en el piso 18 al que me había mudado llamándolo “papamento”. Para ese momento yo hablaba perfecto y mis hermanos menores aún no habían nacido, así que puedo calcular mi edad con bastante exactitud. Entonces pasábamos bastante tiempo en la cocina, ahí era donde comíamos los chicos –ya tenía un hermano–, ahí hacíamos torres de conservas, ahí se hacían los escones para despertar a mi papá los domingos. Creo que soy capaz de recordar la superficie de fórmica blanca de la mesa, aunque después, cuando volvamos a mudarnos, la fórmica será marrón y tendrá vetas artificiales de madera; no veo por qué habríamos de vender una mesa blanca para comprar otra tan fea. Sé mucho de superficies de mesas porque siempre me costó comer, nada que no fuera blanco me gustaba del todo y me obligaban a quedarme sentada hasta tanto no hubiera terminado mi plato. Eso significaba largos diálogos entre la mesa y yo a la espera de que algo suceda para que me dejaran irme sin tener que tragar la comida. Pero la de la leche era otro tipo de ceremonia; menos conflictiva pero igual de larguera, creo que siempre fui morosa para cualquier cosa que tuviera que hacer. A la hora de la leche, la caja de Vascolet me acompañaba y me gustaba hablarles a los personajes de la etiqueta. Fue una de esas tardes cuando metí la pata.

“Qué lindo debe ser tener una mamá así de linda”, dije como embobada frente a esa modelo castaña toda sonrisas con un modelo de marido y un modelo de hijo todos apretados en un abrazo para entrar en la foto. Mamá se ofendió a muerte. ¿Cómo le iba a decir eso a ella, la de los ojos celestes como el agua y los 101 candidatos? Me apuré a manchar a la modelo con el chocolate que me quedaba en la cuchara, le mostré lo fea que había quedado, le dije lo mucho que la quería. Pero el daño ya estaba hecho. Un daño horrible que me persiguió por mucho tiempo igual que esa escena en la que corrí a separar las manos de mi mamá y mi papá mientras caminaban por la calle para que me dieran una cada uno a mí –meses después se separarían para siempre–. No sé si fue peor haberla ofendido o escuchar de su boca lo linda que la veía el resto del mundo, todos menos yo. ¿Y que culpa tenía yo si la chica del Vascolet tenía el pelo lacio? Lacio, largo, castaño, parejo. El pelo lacio era todo, era una aspiración de máxima; y no sólo para mí que le tenía más miedo al peine que a la policía –y una melena enrulada y rebelde que nunca me dejaban llevar suelta–. También era todo para mi madre. ¿O no dormía ella con la toca puesta? A la noche, después de comer, yo me paraba en el baño a su lado, muy derechita, sacando de una bolsa de tela abierta al medio como una vulva una cantidad indeterminada de pinzas de metal que le iba pasando de a una para que se pudiera sujetar el pelo al cráneo, bien estirado, bien pegado, estático como un casco. Y como una corona sobre su noble cabeza un rulero gigante envuelto con el pelo que había quedado dentro de los límites de un cuadrado perfecto que diseñaba con el peine sobre el cuero cabelludo. Ese rulero era la mayor de mis intrigas, ¿cómo podía servir para dejar el pelo lacio si los ruleros, por definición, sirven para enrular? Mi abuela los usaba para eso, de otro tamaño, es cierto. Y se ponían de a muchos, por toda la cabeza. Sacarlos era un acto para el que también solía ser convocada, yo era la depositaria de las pinzas. Pero no se parecía en nada a la rutina de la toca. El pelo de mi abuela era finito y corto, la complicada arquitectura capilar que quedaba una vez quitados los andamios parecía una sucesión de garras prendidas a la cabeza y el spray con que se los fijaba me hacía arder los ojos. En cambio con mamá, era la elegida. La que veía los hilos con los que se sostenía la apariencia cotidiana, ella se hacía la toca y me preguntaba pavadas de la escuela y yo sentía que estábamos unidas por algún secreto de Estado, cosas de mujeres, cosas nuestras que los tres varones que me siguieron nunca iban a poder compartir. Recuerdo haberle preguntado, cuando empezaba a leer por ese impulso vanguardista con el que me enseñaba todo antes, qué quería decir “made in argentina”. Y me acuerdo su furia, no por mi inglés mal pronunciado, sino por los cipayos hacedores de ruleros que se hacían los tilingos poniendo el sello de fábrica en un idioma foráneo y colonizador como era ése. Nunca me contestó qué quería decir. Tampoco me dijo cómo se pronunciaba esa frase leída en el borde de ese artefacto al que mi hermano Santiago intentó más de una vez poner sin ningún éxito un globo en la punta para hacerse una gomera. Me lanzó su discurso nacional y popular mientras terminaba su tocado y lo cubría con un pañuelo de seda mientras se miraba muy cerca del espejo y se pasaba la lengua por los dientes que su boca nunca llegaba a ocultar del todo. “Inglés hay que aprender pero sólo para conocer al enemigo”, terminó a sabiendas de que en el jardín ya me habían enseñado a decir the rose is red, the violet is blue... “pero nosotros hablamos castellano, castellano”. Supongo que habrá visto mi cara de desconcierto y por eso me ofreció hacerme la toca a mí en un ritual de pasaje que se completó al otro día cuando nos sacamos las pinzas. Ese día me sentí grande por primera vez y supe por qué ella decía de mí que yo era Martita, su compañera. Para cuando entendí qué quería decir “made in” mi madre ya estaba desaparecida y lo que seguía no era “Argentina” sino “china”. Era la época de la plata dulce, de la destrucción de la industria nacional y del silencio de muerte en torno de mi madre. Ya nadie me decía compañera. Tampoco me hacían la toca, aunque mis rulos siempre fueron igual de molestos para el resto del mundo.

Toda una vida después, volví a buscar los ruleros, esta vez por Internet, segura de que ya nadie los fabricaría. Me equivoqué, ahí estaban, de todos los tamaños e “industria argentina de exportación”. También había otra oferta en el portal de compra y venta: “set completo, bolsa, ruleros y pinzas; bien oldie”. Confieso que esa palabra cipaya, al final, tuvo un dejo de sabor a derrota.

(Este texto acompaña el catálogo de la muestra.)

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